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Danny DeVito, de repente y sin querer

Sobre la imposibilidad de Bergman, el plan B de los Bigfoot y, en definitiva, las derivas imprevisibles de los grandes festivales

Victor Esquirol

La situación es la siguiente: el día ha empezado mal. Muy mal. Fatal. Lo ha hecho con una experiencia quintaesencialmente «zinemaldiesca». A las 8:30 de la mañana, se abren las puertas traseras del Kursaal. Una horda de acreditados llevaba acampada ahí desde hacía por lo menos una hora. Desde mucho antes que saliera el sol, seguro. De hecho, sospecho que para asegurar un buen sitio en dicha marabunta, se requería dormir ahí mismo, en la intemperie. Y así mismo me siento yo (expuesto) cuando llega mi turno para pedir invitaciones (pues de esto va el asunto).

El encargado de repartir felicidad o desgracia entre los periodistas se decanta en esta ocasión por lo segundo. Levanta los ojos de la pantalla de ordenador y me mira con una mezcla de compasión y, por qué no admitirlo, temor: «Perdón», dice, «pero para esta sesión ya no quedan entradas». Vaya... Es oficial: me he quedado sin ver “Bergman – A Year in Life”, documental de Jane Magnusson dedicado al maestro cineasta sueco. Esta película celebra su primera proyección en la sala 1 de Tabakalera, un marco sin lugar a dudas precioso pero, por lo visto, de medidas insuficientes para tanta demanda. La culpa no es del festival. Es mía. Que a veces parezco novato...

Y así estoy, expuesto y desamparado en el último turno de la jornada. Un fino xirimiri ha estado rociando Donostia durante toda la tarde, y cuando el sol se ha retirado, se ha empezado a notar el maldito biruji... tengo que encontrar, como sea, una sala de cine en la que dejarme caer muerto. Esta tesitura es, ojo al dato, uno de los principales motores que mueven a los acreditados festivaleros. Es así, y si quieres, puedes llamarlo enfermedad (mental): muchas veces nos metemos en una proyección por miedo a enfrentarnos al mundo real.

En estas que al terminar la sesión de las 20:00, una compañera de profesión se me acerca y me sugiere que me refugie en el Teatro Principal. Ahí hay espacio de sobra y, aún más importante, no se requiere de ninguna invitación para entrar en la película del último turno. Salvado. Pero, ¿qué ponen? Me sonríe y se encoge de hombros. Lo sabe pero no me lo dice. Mala señal. Pero da igual, ahí que voy...

Y ahí que descubro que me he metido en una proyección de la sección Velódromo (los caminos de Zinemaldia son, efectivamente inescrutables). En una película de animación, para ser más exactos, que ha servido al certamen como excusa perfecta para rendir homenaje a un grande. Danny DeVito está aquí, dice la organización, para recoger el Premio Donostia. Genial. Para ello, el festival corresponde, en parte, con la proyección de 'Smallfoot'. Uy...

Ahí mismo me encuentro yo. Se han apagado las luces de la sala y se ha encendido el proyector. Ya no hay vuelta atrás... Y ni falta que hace, pues descubro, a los pocos minutos, que este día que ha empezado mal/muy may/ fatal va a terminar de la mejor de las maneras. Se trata de una de esas cintas cuyas imágenes están renderizadas por ordenador. Tiene la apariencia de subproducto hollywoodiense de taquilla fácil. Voces que dan prestigio a la propuesta (ahí está la de DeVito, por ejemplo, pero también la de Channing Tatum, la de James Corden... o la de LeBron James) ponen sonido más o menos musical a un mundo colorido, y al revés. Los directores Karey Kirkpatrick y Jason Reisig nos meten de lleno en la mágica comunidad de los legendarios Bigfoot. Un pueblo de Yestis en el que todo el mundo es feliz y en el que, desde luego, nadie tiene que madrugar para (no) conseguir entradas de cine. Un show.

Los problemas (o las soluciones, ya se verá) empiezan cuando un miembro de esa gran familia se extravía en las montañas y da, sin querer, con el hallazgo del siglo. Una criatura igualmente legendaria: Un ser humano, para entendernos. Y ahí está el Bigfoot, tratando de convencer a sus camaradas de que el «Smallfoot» existe. Grande y pequeño; pequeño y grande... en un giro inesperado de guion, el producto deja claro que no va a discriminar a nadie por razón de tamaño (y prohibido cachondearse del Premio Donostia). La estética y los constantes juegos de palabras nos remiten al imaginario del Dr. Seuss, los alivios slapstick despiertan las mismas risas que invocaban superdotados como Tex Avery... y el texto, atención, en ocasiones nos acerca a las tenebrosas tesis de M. Night Shyamalan en 'El bosque'.

Una vez más: los caminos de Zinemaldia son inescrutables. Lo que tenía que ser una película para uso exclusivo de los niños, ha adquirido una relevancia que solo puede entenderse, en toda su plenitud, desde la edad adulta. En las labores de producción, por cierto, encontramos a Phil Lord y Chris Miller, dos de los mayores genios de la comedia americana (híper-)moderna. Y se nota. En esta ocasión, las carcajadas (con fundamento) surgen de un fenómeno difícil de entender: lo granítico, cuentan Kirkpatrick & Reisig, es en realidad algo líquido. Esta montaña de -saludables- memeces, se derrite y muestra un núcleo de altísima densidad. Esta se rebaja merced al acertado tono didáctico de la cinta, el cual consigue que un cuento para críos nos hable de las penurias (pero también de la dignidad) de la clase obrera, de los peligros del paternalismo del estado (que puede degenerar demasiado fácilmente en esclavismo), del horror del genocidio, del peso aplastante de la tradición, de cómo la ignorancia puede ser más poderosa (y desde luego más peligrosa) que el conocimiento, del riesgo a quedar cegado por las promesas de fama viral...

Todo esto, en poco más de hora y media, y sin apenas tiempo para respirar. Genial. Empecé hundido y terminé en la cima más alta del mundo. De rebote, y sin querer. Esto solo pasa en los mejores festivales.