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El ángel que vólo por encima de los prejuicios e inspiró al mundo

No se trata de una moda llamada «Jacindamanía», ni de elevar a los cielos a la primera ministra de Nueva Zelanda. Pero no cabe duda de que su respuesta ante la masacre de Christchurch, la compasión, claridad y coraje que ha mostrado, inspiran globalmente y la han elevado como la antítesis progresista a los liderazgos como el de Trump y compañía.


Nueva Zelanda es un país aún conmocionado, que busca alivio, claridad y un camino para mirar adelante. Lo impensable se ha hecho realidad: un supremacista blanco australiano mató en Christchurch a 50 musulmanes durante la oración colectiva.

Es un país excepcional, con una joven primera ministra, Jacinda Ardern, igualmente excepcional. La distancia y el aislamiento ha hecho posible que tenga una cultura única, con hechos distintivos y diferencias palpables. Un país salvajemente natural, espectacularmente bello, urbano, con una economía desarrollada y formas de vida y de relación con la naturaleza que no cuadran con el ritmo y las demandas de la modernidad.

Los kiwis son gente abierta, andan por las calles descalzos, sus lazos comunitarios son fuertes y el equilibrio entre el trabajo, la familia y el ocio se respeta. Sus calles son seguras, los inmigrantes tienen ayuda pública para asentarse, la educación es gratuita, las universidades muy baratas y tienen un modelo de socialdemocracia avanzado.

Tras la matanza, Ardern ha dado al mundo un ejemplo de coraje, uniendo a su pueblo. Sabedora de que la política es el dominio donde se deciden los valores de una nación, ofreció una narrativa sanadora a un país herido que repentinamente se enfrentaba a sus líneas de fractura. Y lo hizo con el corazón, desde un propósito interno, sin que ningún asesor o estratega se lo dictase.

Por su elocuencia y compasión, por su desprecio al autor de la masacre y a su ideología, reformando la legislación sobre las armas, poniendo en su sitio a los gigantes de internet, a un Erdogan que usó el vídeo de la matanza en su campaña electoral o a Trump, al que dijo que la mejor forma de ayudar a Nueva Zelanda era mostrando «su simpatía y amor a todas las comunidades musulmanas del mundo».

Pero a Trump, al que el autor de la masacre consideró un «símbolo de la renovación y del propósito común de la identidad blanca», no se le ocurrió otra cosa que declarar que el terror supremacista no es una «amenaza global creciente».

Ardern ha mostrado empatía y respeto a los musulmanes. Se cubrió la cabeza con un pañuelo antes de reunirse con las familias que hacían el duelo. Ante el Parlamento empezó su intervención con el saludo islámico del «Wa alaikum salaam wa rahmatullahi wa barakatuh» (que la paz, la misericordia y las bendiciones de Alá estén con ustedes también) en una muestra de reverencia hacia la comunidad afectada. Ha asistido financieramente a las víctimas y ha pagado los gastos de los funerales.

«Ellos son nosotros», dijo sobre los musulmanes. Con calma y un lenguaje inclusivo ha demostrado cómo debe ser un líder honesto, que no usa el manual de las condenas contra el «terrorismo» ni los clichés sobre el dolor de las víctimas para sacar rédito. Y así, ha emergido ante el mundo como la antítesis progresista al nutrido grupo de líderes «fuertes», hombres con puño de hierro, que construyen sus carreras sobre la retórica antiinmigrante y antimusulmana.

Se necesitan más liderazgos como el de Ardern, a todos los niveles. Liderazgos que combatan el fanatismo y el prejuicio impulsando el cambio cultural, que apuesten por una civilidad colectiva para hacer frente a las divisiones y poder construir puentes entre las diferentes comunidades y culturas paralelas.