G7: un club de ricos anacrónico y obsceno
Biarritz, destino preferido hace un siglo del turismo decimonónico y, por tanto, exclusivo, acoge el próximo fin de semana la cumbre anual del G7. La elección de la ciudad costera vasca, para desgracia de los que viven y cruzan a uno y otro lado de la muga, y para ira y movilización de los que siguen creyendo que otro mundo es posible, es toda una metáfora por parte de un club que se las da de gobierno mundial informal, cuando no es más que un anacronismo. Puro teatro, y además obsceno.
El G7, que engloba a los siete países más enriquecidos del mundo, y que se reúne en los próximos días en Biarritz, es un club exclusivo y excluyente que responde desde su nacimiento a un anacronismo y que, con el paso de los años y en pleno siglo XXI, ha acentuado su condición de espectáculo anual y grosero en el que los líderes de esos países escenifican ostentosamente su poder y riqueza y se presentan como una suerte de gobierno mundial informal. Cuando ni representan a la mayoría de la población mundial y, sobre todo, cuando cumbre a cumbre se muestran incapaces de poner en vías de solución ninguno de los grandes y urgentes problemas que aquejan a la Humanidad.
El Grupo de los Siete, que engloba al 14% de la población mundial, nació en la década de los setenta, como reacción de las grandes potencias industrializadas de Occidente, lideradas por EEUU, ante la crisis del capitalismo que en aquellos años hizo temblar al orden económico y político instaurado tras la Segunda Guerra Mundial.
EEUU acababa de sufrir su primera derrota militar como imperio en la guerra de Vietnam. Los movimientos estudiantiles de izquierda desafiaban al sistema político en lo que se conoció como el Mayo del 68. El histórico Partido Comunista Italiano (PCI) estaba a punto de alcanzar el poder en Roma…
En 1971, el Tesoro estadounidense anuló el tradicional sistema de convertibilidad del oro en dólares americanos, acabando con los tipos de cambio «consensuados» en los acuerdos de Breton Woods tras la Segunda Gran Guerra. La crisis del petróleo de principios de los setenta disparaba el paro y la inflación, y dejaba por primera vez en evidencia la fragilidad de la arquitectura económica levantada en la posguerra.
En ese contexto, y a instancias del secretario del Tesoro George Shultz, se dieron cita en marzo de 1973 los ministros de Finanzas de EEUU, Japón, Alemania, Estado francés y Gran Bretaña en una reunión que se considera el germen del G7.
Dos años más tarde, en noviembre de 1975, el entonces presidente francés Valéry Giscard d' Estaing ejerce de anfitrión en Rambouillet, a 50 kilómetros al sudoeste de París, en una cumbre de jefes de Estado a la que, por expresa petición del Estado francés, se invita finalmente a Italia.
Al calor de la chimenea, los líderes de los seis países más industrializados del mundo departen durante dos días con tranquilidad y discreción en la pequeña y apacible ciudad francesa sobre los crecientes problemas económicos y políticos de la época.
La incorporación de Canadá en la cumbre de San Juan, en Puerto Rico, en 1976, certifica el nacimiento formal del G7. Ya están todos.
Desde entonces, los representantes políticos de esas siete economías se reúnen en cumbres anuales que se alternan en ciudades de los distintos países miembros. El objetivo oficial pasa por «analizar el estado de la política y la economía internacional e intentar aunar posiciones respecto a las decisiones a tomar en torno al sistema económico y político mundial». Para ello, y a lo largo del año, los ministros de Economía, Exteriores, Medio Ambiente, Trabajo… se reúnen para intentar acercar posiciones y negociar consensos de cara a la cumbre anual.
Tamaña ambición en los objetivos esconde, sin embargo y desde el mismísimo nacimiento del G7, todo un anacronismo. Y es que desde sus primeras cumbres el club trata de domesticar y domeñar un sistema político y económico en pleno cambio. Nuevos actores, como las organizaciones internacionales de finanzas y los fondos de inversión, han saltado a escena y su creciente influencia amaga con debilitar a los grandes estados nación occidentales, que comienzan a ver amenazadas sus posiciones dominantes.
Es en ese trasfondo de desplazamiento de las relaciones globales del poder, sobre todo en el ámbito económico y financiero, en el que los jefes de Estado de los países más poderosos deciden reunirse anualmente en periódicos encuentros informales.
Pero, paradójicamente, el formato elegido, que recuerda al de un ostentoso y obsoleto club decimonónico, les permitirá, cuando menos en los primeros años, defender y promover, a través de encuentros a distintas bandas y convenios internos, su esfera de influencia en las instituciones financieras.
Así, y pese a estar lejos de detentar la mayoría tanto en el Banco Mundial como en el Fondo Monetario Internacional, las potencias del G7 lograban –y todavía logran– determinar la política de las instituciones financieras mundiales a través de sus encuentros paralelos y utilizando como palanca los intereses de sus respectivos Bancos Centrales.
La década de los años 80 constituyó una era dorada para que los socios del G7 consolidaran su influencia. La crisis de endeudamiento de comienzos de aquel decenio arrojó a los países empobrecidos a las garras de las instituciones financieras, que les impusieron la política de liberalización de los mercados de capitales que defendía precisamente el club de los siete.
Ampliación a ocho miembros. El derrumbe del Bloque del Este y la disolución de la URSS a finales de los ochenta consolidó, en paralelo con la idea del «Fin de la Historia», la propia visión del G7 como un foro de poder global y «alternativo» a una ONU heterogénea y absolutamente noqueada por las sucesivas crisis internacionales, desde la invasión de Afganistán, que había preludiado el fin de la era soviética en Europa, hasta las ya perennes tensiones en Oriente Medio, pasando por el desmembramiento de la Antigua Yugoslavia.
En ese contexto, y aprovechando el panorama de una Rusia amenazada tras el aperturismo de Boris Yeltsin con su propia desintegración no ya como potencia sino incluso como Estado, el G7 debate ya desde las cumbres de 1991 y 1992 su ampliación a ocho miembros con la incorporación del domesticado gigante euroasiático.
Esta se hará efectiva en junio de 1997, en la cita de Denver, Colorado, bautizada como la Cumbre de los Ocho (G8). Rusia, que sufrirá justo un año después, en agosto de 1998, una crisis económica existencial, es admitida como socio, aunque nunca de pleno derecho, al no pertenecer por aquel entonces a la Organización Mundial de Comercio (OMC) por el veto de EEUU.
No obstante, y volviendo a la paradoja, esa percepción del G7, ahora ya G8, como un foro de debate crecientemente global va pareja a su lenta pero inexorable pérdida de influencia, ya visible en los noventa. Y no solo, que también, porque los consorcios transnacionales han superado hace tiempo las fronteras de los estados y sus esferas de influencia.
A la postre, la verdadera amenaza al supuesto gobierno mundial de los países más enriquecidos proviene de los países en desarrollo, que reclaman su papel en el mundo.
El G7 mantiene su control y su poder de veto en las instituciones financieras y en la OMC, pero se muestra cada vez más incapaz de obligar al resto del mundo a tragar con sus decisiones. Las potencias emergentes, sobre todo los gigantes asiáticos chino e indio, aspiran a marcar sus propias agendas.
La situación es kafkiana. Ya por aquel entonces, en los albores del nuevo milenio, China es bastante más importante para la economía mundial que Italia y Canadá –a día de hoy disputa abiertamente a EEUU el liderazgo mundial–. India y el propio México tienen más peso económico que Rusia...
Incapaz de imponer su política climática a China e India y su política energética a la OPEC, el G7 comienza a invitar a consultas a las potencias emergentes. Se debate la creación de un G13, un G16... Pero las siete potencias dominantes se niegan a compartir su creciente espejismo de poder, y si lo hacen, es por puro interés. Ahí se inscribe la creación del G20, auspiciada asimismo por el Tesoro de EEUU –siempre Washington–, a raíz de la crisis financiera asiática que estalló a finales de los noventa.
La fundación del G20 no responde, ni de lejos, a un impulso democratizador de las grandes potencias mundiales. Su propia creación en dos tiempos, primero como grupo de segundo nivel en 1999 con motivo de la crisis de los Tigres Asiáticos y, ya en plena crisis global a partir de 2008 como foro de primer nivel, evidencia que estamos ante una construcción instrumental e interesada.
Y ahí nos topamos con el largo brazo de EEUU, cuyos intereses marcan desde el origen la impronta del G7. Al crear el G20, la entonces todavía primera y única potencia busca que las potencias emergentes asuman su «responsabilidad en la nueva arquitectura financiera internacional», en palabras del Tesoro estadounidense la «contención del fracaso» de las cada vez más recurrentes crisis financieras.
Y lo hace precisamente convocando a Washington DC a la cumbre fundacional del G20 en noviembre de 2008, cuando la crisis económica global que estalla en el propio corazón de su territorio financiero es ya un hecho. El objetivo de EEUU es implicar a las potencias emergentes para evitar que la primera crisis del capitalismo global del siglo XXI se convierta en una repetición del colapso de la Gran Depresión de los años 30.
El G20, que reúne desde entonces y asimismo a las potencias económicas occidentales de segundo orden y a las potencias emergentes, incluidos los BRICS (Brasil, India, China y Sudáfrica), sin olvidar a Turquía y Corea del Sur, engloba ya al 66% de la población mundial y el 88% del Producto Bruto Mundial.
Lograr la complicidad de la potencias emergentes. Pero bien se encargaron los EEUU de no delegar prácticamente poder real alguno al G20 y de utilizarlo como un mecanismo en el que conseguir la complicidad activa de las potencias emergentes en el sostenimiento del capitalismo global.
En este sentido, el compromiso desde sus inicios del G20 con una economía global abierta, su rechazo del proteccionismo y su promesa de eliminar las restricciones a la inversión privada respondieron a los designios y condiciones históricamente defendidas e impuestas por Washington para sostener el sistema. Hasta ahora.
Este seguidismo y escaso margen de maniobra, incluso a la hora de que las potencias emergentes articulen su propio Banco Internacional (Banco Brics), explica el escaso entusiasmo, cuando no la desconfianza, mostrada desde el principio por potencias como China, que prefieren articular sus propios foros y cumbres, como la ASEAN (Asociación de Naciones del sudeste Asiático).
Nada extraño, ya que EEUU sigue teniendo el control efectivo y real del poder financiero mundial a través de la concentración de sus principales instituciones internacionales, en la sede central en Washington, sin olvidar la City de Londres (atención al desenlace del Brexit y su influencia en una reforzada entente anglosajona EEUU-Gran Bretaña).
El ascendiente de EEUU sobre el G7 y todos sus subterfugios o añadidos quedó patente cuando en 2014, y en el contexto de la crisis en Ucrania y la consiguiente anexión por parte de Rusia de Crimea, el último invitado del G8 era expulsado de la organización. La decisión de desterrar a la Rusia de Vladimir Putin fue impulsada por el entonces presidente de EEUU, Barack Obama, aunque contó con el aval más o menos entusiasta de sus aliados europeos.
El efecto Trump. La situación ha variado sustancialmente con la llegada de su sucesor, y no solo por el hecho de que Donald Trump insiste una y otra vez en que hay que readmitir a Rusia en el G7 (G8). La principal diferencia estriba en que, con el magnate en la Casa Blanca, EEUU se ha convertido en paladín del proteccionismo y no duda en utilizar la amenaza de guerras comerciales no solo contra sus rivales sino contra sus históricos aliados. Ello ha llevado a que la China del PCCh y de Xi Jinping se reivindique como la defensora del libre comercio y de la globalización. El mundo al revés.
Pero que nadie se llame a engaño. Los EEUU de Trump siguen defendiendo los mismos intereses, pero han decidido hacerlo sin las escenificaciones de consensos y sin las «cesiones» que todo imperio se ve obligado a dar a sus potencias subalternas en aras a mantener su status quo de superioridad. Así, Trump no duda en poner en cuestión este tipo de foros, como el año pasado, cuando se negó a rubricar el comunicado final de la cumbre del G7 en Quebec por sus desavenencias en torno a los aranceles. El showman devenido político dejó plantados a los otros seis jefes de Estado y de Gobierno y partió apresuradamente un día antes de la clausura de la cumbre hacia Singapur, para preparar su encuentro con el líder norcoreano, Kim Jong Un. Semejante muestra de desprecio no es, sin embargo, sino una escenificación con la que Trump busca atizar el apoyo de la franja amplia de sus votantes que culpa al resto del mundo del lento pero inexorable declive de EEUU como única gran potencia mundial.
Y todo apunta a que Trump la montará de nuevo en la cumbre de Biarritz. Pero que, al fin y al cabo, no será más que un teatro sobre otro teatro, el de las grandes potencias que llevan decenios jugando a arreglar los problemas del mundo. Una obra en dos actos que podría, por momentos, resultar hasta cómica si muchos de esos problemas no fueran dramáticos. Y que, al final, resulta simplemente obscena.