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Hija de nadie

[Crítica: ‘La hija de un ladrón’]

Victor Esquirol

A la joven cineasta Belén Funes, muchos la pusimos en el radar gracias a ‘Sara a la fuga’, cortometraje de apenas un cuarto de hora de duración, que a ella le valió para alzarse con la Biznaga de Plata en el Festival de Málaga. Se trataba de un estudio de personaje que al mismo tiempo era testigo casi silente de una realidad social. La cámara, siempre atenta y nada intervencionista, seguía los pasos de una joven que se negaba a aceptar la reclusión (en un centro de acogida para menores) a la que el destino parecía haberla condenado.

La situación de partida era evidente desde la primera secuencia, lo que no se veía con tanta claridad era todo lo que la rodeaba. Su origen, sus motivos... y por supuesto, sus posibles vías de escape. Belén Funes se descubrió como una notable directora de intérpretes, y como una muy prometedora gestora de una información sin aparente misterio, pero que en sus manos se convertía en algo parecido a la angustia vital. Era uno de los primeros toques de atención de una artista que apuntaba maneras.

Ahora, cuatro años después de aquella insinuación, se concretó la revelación. Sucedió con ‘La hija de un ladrón’, estupenda continuación de aquella corta e intensa pieza (y ya de paso, confirmación de la fórmula de éxito pregonada, sobre todo, desde la industria del cine indie, y consistente en convertir el formato cortometraje en algo así como un trabajadísimo tráiler del largo que está por llegar). Zinemaldia abrió las puertas de su principal escaparate a alguien que prácticamente podría catalogarse de debutante.

Esto, en clave festivalera, se concreta, a priori, con el abrumador potencial de una de las mayores recompensas que puedan obtenerse en estos lares. Esto es, encontrar, sin demasiado previo aviso, un talento que claramente ha llegado tan alto por méritos palpables, y no por el –engañoso– recuerdo de un pasado mejor. Recordemos, a tales efectos, la explosión del fenómeno László Nems, a quien se le ocurrió optar por la Palma de Oro de Cannes con su terrorífica ópera prima, ‘El hijo de Saúl’.

Pues bien, a pesar de que el tono y los propósitos de la cinta que ahora mismo nos ocupa tengan poco o nada que ver con aquella, no menos cierto es que con su programación, el comité de selección de películas de Zinemaldia puede lucir orgulloso la conquista de uno de los mayores logros a lo que se pueda aspirar a nivel de gran certamen. Repito: no constatar el talento, sino descubrirlo. Esto es ‘La hija de un ladrón’: la confirmación de Belén Funes como directora que puede darnos, en un futuro que ya le pertenece, muchas alegrías. Y esto que su filmografía, de momento, no es especialmente dada a las sonrisas.

Lo demuestra este drama familiar manchado, una vez más, con ciertos amagos de fatalismo de clase obrera que, por suerte, no acaban de concretarse. Ahí está, en gran parte, el gancho de la propuesta: en que a pesar de que todos los elementos que conjuga parece que nos lleven a la más terrible de las líneas de meta (algo que, por otra parte, define el cine de referentes tan de altura como Ken Loach, los hermanos Dardenne o Robert Guédiguian), al final se impone la sensatez y, sobre todo, el cariño sincero de una autora mucho más interesada en acceder a la esencia humana de sus personajes... y no tanto en permitir que las tesis sociales marquen la tónica del relato.

El resultado de dicha política es una película que, a pesar de que su historia esté cimentada en la precariedad y las penalidades, consigue tenerse en pie con total orgullo. Es dura, pero también muy digna: es un producto solidísimo, se mire como se mire. A ello contribuye, sin lugar a dudas, Greta Fernández, actriz protagonista de la función que, al igual que quien la dirige, se luce confirmando su propio talento. En su mirada felina, cargada de miedo, pero también de determinación, anhelos y picaresca, se encuentra buena parte de esa verdad que con tanta convicción persigue Belén Funes.

Tanto ella como su estrella delante de las cámaras se mueven por escenarios urbanos de extrarradio, presididos estos por infraestructuras que parece que quieran engullir a las personas que osen rondar por ahí. En estos paisajes tan desalentadores, el factor humano se ve presa de una soledad insoportable, y siente la tentación de disolverse; de ceder ante la frialdad draconiana y magnitud gargantuesca de un entorno implacable. A todo esto, y como no podía ser de otra manera, cuesta definir los lazos afectivos (y de sangre, claro) que unen a las piezas sobre el tablero. Es la realidad colectiva, que una vez más, intenta imponerse a la más íntima. Pero ahí está Belén Funes para proteger esta última: no perdiéndole la pista, pero al mismo tiempo, dejando que respire, permitiendo que su encanto surja por sus propios medios.