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Argentina, Ruta 0

[Crítica: ‘Nosotros nunca moriremos’]

Víctor Esquirol
Víctor Esquirol

Un hombre trota apaciblemente por una jungla en la que hay colgada, a cada centenar de árboles, una jaula con un pájaro dentro. La melodía que practican estos animales aprisionados se confunde con un sonido ambiente que nunca cesa, pero que tampoco molesta. Al contrario, es como una banda sonora, como un hilo musical compuesto por un millón de voces distintas; por la conjunción casi mágica de los elementos de una naturaleza que, para mayor gusto, es de una abundancia bondadosa.

Miremos donde miremos, está el verde clorofila de las hojas, y el marrón claro de unos troncos que se elevan hasta casi tocar el blanco grisáceo de las nubes… y de fondo, está el sedante naranja azulado de un cielo que no se sabe si se acaba de despertar o si, al contrario, está a punto de irse a dormir. Y nada de esto produce agobio, al revés, esto no es el infierno verde del que hablaban los pioneros; es algo más cercano a una reproducción del jardín del edén: un lugar en paz consigo mismo, en el que sus visitantes pueden alcanzar, igualmente, este punto de felicidad imperecedera.



Pero en estas que el jinete llega a una construcción en ruinas donde casi tropieza, literalmente, con una imagen, una situación con la que ni él ni mucho menos nosotros contábamos. Otro hombre yace ahí, en el suelo, y no se mueve, y tampoco se puede determinar si respira o no. O sea, que no se sabe si está vivo o muerto; tampoco si es que recién se fue a dormir, o si es que está a punto de despertarse. Y ahí queda la duda, flotando en el infinito de un paisaje igualmente interminable… hasta que de su horizonte imposible, surge un coche.

En él van una madre y su hijo. Uno de sus hijos, para ser más exactos. El otro, estamos a punto de averiguarlo, es el que está estirado en el corazón de la jungla. ‘Nosotros nunca moriremos’, la nueva película del argentino Eduardo Crespo, es una road movie en la que el asfalto, la tierra enfangada y el suelo más opulentamente virgen conforman la peculiar pista por la que circula un vehículo (el propio film) cargado de historias. La madre y el hijo hacen una parada técnica en un hotel (de carretera, por supuesto), deben descansar un poco antes de continuar con su viaje.

De modo que pasan por recepción, piden una habitación doble, se instalan en ella y, antes de intentar conciliar el sueño, hablan. Ella, de forma natural, como quien no quiere la cosa, empieza a narrar, y tanto él como nosotros escuchamos esta vivencia recordada, que parece que no tiene nada que ver con la acción que está intentando filmar Eduardo Crespo… pero que ahí nos tiene, embobados; transportados a otro tiempo, a otro lugar, a otra dimensión.

En ella, el chico que yace en la jungla, está desparramado ahora en un campo de golf, pero a los pocos segundos, se levanta, y el mundo parece respirar aliviado, y uno de sus amigos va a su encuentro, y cuando establecen contacto visual, hablan, y escuchan… y siguen contando historias. Como sucediera en ‘Kentucky Route Zero’, el celebrado videojuego indie de la factoría Annapurna, estamos ante un extraño objeto artístico que disfruta con el sano y olvidado placer de perderse. No solo por las rutas secundarias que componen el entramado carreteril argentino, sino más bien por lo que se podría considerar como una nebulosa de cuentos de buenas noches… o como un réquiem no-musicalizado para revivir a los muertos.

Y como en aquella pieza (de piezas) interactiva, lo que ha diseñado Eduardo Crespo es una suerte de generador de poesía. Un ecosistema precioso, plasmado con una filmación igualmente bella; un no-lugar en el que lo periférico (incluso lo marginal) es la vía de entrada a un territorio mucho más universal. Emociona por su sensibilidad, claro, pero también por su discreción, por la certitud de hablarnos, desde latitudes muy marcianas, de esos grandes temas que nos tocan tan de cerca… por la autenticidad que siempre desprende el conjunto, vaya.

Los continuos saltos que la película da para pasar de la –supuesta– realidad a la ficción, se ejecutan de tal manera que nosotros, espectadores, quedamos plácidamente encerrados (o protegidos) dentro de su dispositivo, del mismo modo en que lo estaban aquellos pájaros selváticos de la primera escena. Así, la narración pone en marcha flashbacks que bien podrían ser ensoñaciones, e invoca de paso a unos fantasmas que podrían ser recuerdos vívidos de esas personas que, en efecto, siguen viviendo, de aquella manera. Las historias, los cuentos y las fábulas como ese don que se pasa guardando silencio; como ese último refugio para reencontrarnos, siempre que lo queramos, con nuestros seres amados.

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