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Adieu, Eugène Green

Sobre cómo un gran cineasta decidió convertirse en persona non grata.

Víctor Esquirol
Víctor Esquirol

Uno de los recuerdos que siempre me acompañará del Festival de Cine de Gijón del año 2017 será el de cuando por fin tuve la ocasión de entrevistar a Eugène Green. Un artista al que admiraba por pregonar un cine único y sincero… y una persona ante la que, posteriormente, también caería rendido. Ahí estaba yo, solo ante el peligro, al borde de la crisis cardíaca, y allí estaba él, velando en cada gesto, en cada frase, en cada mirada, para que aquella ronda de preguntas y respuestas saliera bien. Siempre con una sonrisa cálida contorneándole la cara, siempre con un tono de voz cariñoso, siempre con reflexiones con calado intelectual y emocional…

Y así de ilusionado acudí ayer a la última sesión de la Sala Príncipe 9. Ahí se iba a proyectar el último trabajo de este gran director. Se trataba de ‘Atarrabi et Mikelats’, co-producción vasca enmarcada aquí en la sección Zinemira… pero que si se me permite, opino que contaba con argumentos suficientes como para haber terminado compitiendo por la Concha de Oro. Pero esto, ahora mismo, de verdad que es lo de menos. No importa nada. Porque lo que iba a suceder en esa proyección se iba a convertir en Historia –negra– de Zinemaldia… solo que este es uno de esos episodios en los que a uno le hubiera gustado estar ausente.

Lo cuento en directo, porque de hecho, la escena todavía desfila ante mí como si estuviera sucediendo ahora mismo. Dentro de las limitaciones en el aforo debidas a la crisis del coronavirus, la sala, entre público y equipo de la película, está prácticamente llena. Ya hemos tomado todos asiento y aparece Eugène Green, con esa sonrisa completamente visible. El hombre no lleva mascarilla, pero como la presentación previa la da micro en mano, y a una distancia prudencial de la primera línea de butacas, la imagen no levanta ninguna suspicacia. Al menos no en este momento. Pero termina la presentación, él se va a su butaca asignada (a unas cuatro filas por delante de la mía), se apagan las luces, se encienden las luces y se desata el infierno.

Al poco rato, un miembro del equipo de la sala se dirige discretamente hasta el puesto que ocupa Eugène Green. Le mira y se lleva una mano a la boca, en ese claro y casi-universal gesto que pide lo que todos sabemos que pide: «Por favor, póngase la mascarilla». Pero no, el hombre decide hacer caso omiso. El chico se retira, y a los pocos minutos, prueba suerte otra chica. Esta vez, el director se toma el requerimiento como una imperdonable afrenta personal, y reacciona acorde a ello: pega un salto en la butaca, convulsiona y agita con violencia los brazos, como si intentara sacarse de encima un moscardón gigante.

La chica se retira, y al rato vuelve otra. Y nada. A todo esto, sigue la proyección, pero claro, ¿cómo prestar atención a la pantalla? El caso es que se suceden los encargados, se suceden los requerimientos, las súplicas… y los aspavientos por parte de él. A una de las encargadas, por cierto, hasta llega a empujarla. Y así, el hombre va quemando vidas. Hasta seis. No es que haya recibido un aviso, es que ha llegado a los seis. Ni uno, ni dos, ni tres, ni cuatro… ni cinco… sino seis. Seis, de verdad. Y si ante tal espectáculo no nos levantamos y no decidimos poner en marcha un ejercicio de justicia popular, es porque no damos crédito.

A mí, al principio, me paraliza el aturdimiento… y después, me chafa el abatimiento. O directamente, el asco. Porque una cosa es tener una personalidad fuerte, y otra muy distinta es entrar en un episodio de psicopatía (quiero pensar que es esto) que lleve a tratar de forma indigna (o más bien indignante) a un grupo de gente que solo está haciendo su trabajo, y que además, en contexto de pandemia mundial, pone en serio peligro a todos los presentes en aquella sala. Y de rebote, a la viabilidad de un festival (y ya puestos, a la de una industria cultural) que está redoblando esfuerzos para que todo el mundo pueda seguir disfrutando del arte sin jugarse la vida. Porque, ¿cuál es la necesidad? Exacto.

Pero por suerte (y ahí viene el único apunte que podría pasar por positivo en este bochorno), esto es Zinemaldia, un certamen que, efectivamente, se ha tomado la situación crítica de esta «Nueva Normalidad» con la seriedad que esta exige. Antes de llegar al sexto aviso (seis veces… increíble), se ha puesto en marcha el protocolo de emergencia. Entra en juego la Ertzaintza (la Policía, sí… increíble) que manda a dos agentes a la escena de la performance. Con la presencia de estos, Eugène Green decide finalmente colocarse la maldita mascarilla. Y así transcurre el resto de proyección: con una calma tensa insoportable, con una decepción monumental, con una vergüenza matadora, con un asco que todavía no me lo quito de encima. Artista y obra, por cierto, separados a una distancia insalvable.

Cuando se vuelven a encender las luces, una comitiva del festival, capitaneada por el propio José Luis Rebordinos, espera en silencio, junto a los policías, al impresentable. El encuentro con los artistas se va a celebrar, pero solo con los actores, no con un director que ya hace rato que ha escrito su propio destino: expulsión fulminante de un festival que claramente no puede (ni debe) mantenerle la acreditación y el alojamiento. Adieu. 2020, no hay duda, nos está poniendo a prueba a todos, y aquí se está viendo muy claro quién está a la altura y quién no. En esta lamentable historia solo hay villanos (uno, para ser más exactos), y no puede haber héroes… pero al menos consuela saber que una de las partes hizo lo que se tenía que hacer. Más apocalíptico, imposible: este recuerdo, por desgracia, también me lo llevo a la tumba. Perdió Eugène Green y el cine, claro, se resintió. Al menos Zinemaldia aguantó el tipo. Visto lo visto, no es consuelo menor.

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