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La familia como caída en picado

[Crítica: ‘Falling’]

Víctor Esquirol
Víctor Esquirol

En un avión que está efectuando un vuelo regular cualquiera, van un hijo y su padre. Una urgencia sobrevenida del segundo ha obligado al primero a cruzar medio país (Estados Unidos, ni más ni menos), y a volver rápidamente, acompañado, al punto de partida. Este viaje de vuelta se produce pues con una carga de cansancio, estrés y tensión que, para colmo de males, estalla en pleno trayecto. Es plena noche y prácticamente todos los pasajeros duermen. Hasta que el padre se despierta, y al abrir los ojos, no sabe dónde está, y tampoco reconoce a quien va a su lado.

Total, que se levanta, grita, insulta y amenaza a toda persona que tenga la desgracia de estar en su campo visual. Con esta escena (o escenón) despega ‘Falling’, debut en la dirección de Viggo Mortensen, quien además se encarga de la escritura del guion, de la composición de la música, de la producción y, ya puestos, de la interpretación del hijo de aquel pobre diablo. Un desdoblamiento de funciones que, como se insinúa ya desde el principio, a lo mejor supone un reto inabarcable para alguien tan verde en algunas de las labores –fundamentales– con las que ahora carga.



En cualquier caso, se impone la auténtica vocación de Mortensen: las virtudes de la película se reducen a un conjunto de interpretaciones que sí que están a la altura. En especial la del personaje central en esta descomposición familiar: un padre tiránico en el invierno de su vida, enérgicamente interpretado por un Lance Henriksen recuperado para la causa, y que a ratos rinde a un nivel indudablemente magistral. Tanto él como el resto de activos delante de la cámara (Viggo Mortensen incluido, por supuesto) intentan dar lustre a un conjunto que, desgraciadamente, no es digno de su talento.

El problema principal de ‘Falling’ es que solo conoce una marcha; una velocidad (de crucero) que llama constantemente a la discusión: al intento más malvado de destrucción de los supuestos seres queridos. Y esto que uno de los mantras del sufrido hijo consiste en invocar cierto espíritu conciliador y pacificador. «No voy a discutir contigo…», repite una y otra vez «Prometí que no volvería a perder los nervios…», sigue. Pero no sirve de nada, pues en el otro lado del ring está el más pendenciero de los púgiles.

El padre, el origen de todos los males, arrastra un resentimiento tal hacia el mundo (especialmente hacia cualquier elemento que huela mínimamente a modernidad) que cada vez que tiene que interactuar con él, escupe veneno. Va a matar, vaya, pase lo que pase; sin importarle demasiado a quién tenga delante. Una azafata, un camarero, un doctor (al que, por cierto, da vida ni más ni menos que David Cronenberg, cineasta imprescindible para entender la carrera de Viggo Mortensen), una hija, un nieto…

Da igual, lo que quiere él es dejar claro que todo lo que ve, oye y recuerda, le asquea profundamente. Es tanto el odio que supura, que la película inevitablemente se contagia de dicho mal. Hasta el punto de que ‘Agosto’ (aquel dramón de Tracy Letts en el que cada abuela, tío, sobrina, primo e hija tenía su oportunidad para apuñalar por la espalda a la persona que tenía más cerca) queda como la más entrañable, pacífica y reconstituyente reunión familiar.

Aquí, la historia va como el pobre hijo: de un lado para otro, merced a una serie de estímulos sensoriales que activan los recuerdos de los atormentados personajes. Un golpe en la mesa dado ahora nos lleva a aquella ocasión en la que el padre, de joven, montó un espectáculo bochornoso en un restaurante; el ruido del agua saliendo por el grifo nos transporta de nuevo al pasado, al día en que el padre arruinó la fiesta de cumpleaños de su joven hijo. Y así hasta completar casi dos horas de metraje, suerte de via crucis en el que no existe alternativa posible a la depresión.

Los únicos atisbos de luz que se pueden intuir son a cambio de más golpes letales. Esto, más que una película, es una sesión de gota malaya. Un chaparrón, tan alérgico a los matices (es decir, a la dimensión humana de sus personajes), que cae, de morros, en lo único que es capaz de ofrecer: esto es, un retrato involuntariamente caricaturesco de la vida en familia. Sirve, a lo mejor, como dibujo deformado de esta América tan conservadora, tan furiosa, tan gritona, que uno casi se alegra de todo lo malo que le pueda llegar a pasar. Porque la humanidad, efectivamente, puede ser un experimento muy odioso.

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