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Perderse en Medellín

[Crítica: ‘El olvido que seremos’]

Víctor Esquirol
Víctor Esquirol

Esta es la historia de un hijo y de un padre, del vínculo que les une; de aquello que siente uno cuando mira al otro, pero también de lo que se despierta cuando el primero recuerda al segundo. Se trata de una película que adapta el best-seller de prestigio de mismo título, escrito por el autor colombiano Héctor Abad Faciolince, y dedicado a la memoria de, efectivamente, su padre, Héctor Abad Gómez, reputado doctor e incansable activista por los derechos humanos, que fue asesinado el año en 1987, en el contexto de un Medellín extremamente polarizado.

En la ficha técnica de este film encontramos otro lazo de sangre, el que une al director, Fernando Trueba, con su hermano David, quien se encarga del guion. Y en efecto, todo se traduce en un caso extremo de cine en familia. Uno de los clanes más influyentes de la cinematografía española se va a Colombia para abordar, desde su propio medio, la vida, obra y milagros de una estirpe igualmente fundamental, en dicho país latinoamericano. El resultado, ya se puede decir, es una película casera, en el peor de los sentidos.

La acción fílmica arranca en el Turín de 1983, donde un joven aprendiz de escritor (el que posteriormente concebirá el libro de marras), va al cine junto a su novia (o ligue ocasional). En la pantalla vemos proyectada una de las escenas más violentas de ‘El precio del poder’, el clásico de Brian De Palma, y claro, entre tanta sangre y tanta vibración latina, a él se le remueve el estómago. Atrás ha quedado su país, pero no un pasado que llama inmediatamente a la puerta.

Del blanco y negro inicial con el que Fernando Trueba presenta la historia, pasamos a un color netamente digital que, paradójicamente, nos hace retroceder en el tiempo. Visualmente, vamos al revés; en todo lo demás, se produce el mismo efecto. Ahora estamos en Medellín, en el año 1971; ahora el futuro escritor está aún más lejos de serlo, pues no es más que un niño que emplea buena parte de su tiempo a hacer lo mismo que hacen los de su quinta: esto es, el Mal. Se junta con su cómplice de fechorías preferido, localiza la casa de una familia judía y procede a reventarles el ventanal del salón.

Al rato, tan feo episodio llega a oídos del padre, quien por supuesto toma las medidas correctivas que pide la situación. Sin pensárselo dos veces, agarra -cariñosamente- a su hijo y le conduce hasta la casa de los damnificados. Cuando han llegado ahí, invita al vástago a disculparse, no una vez, sino dos, porque a la primera, el «perdón» no se ha oído con suficiente fuerza; le ha faltado convencimiento. Y como después de poner paz en su micro-universo sigue sin ver las cosas claras, el hombre imparte al chaval una lección exprés de historia.

«Tenga respeto al pueblo judío, mi hijo, que esto de romper los cristales ya lo hicieron los nazis». Es, evidentemente, el típico discurso simplificado, que se utiliza para llegar fácilmente a la mente de alguien que todavía carece de los datos y los contextos suficientes en su memoria vital, y a quien consecuentemente todavía le cuesta procesar escenarios complejos. Es una infantilización que, dadas las circunstancias, se descubre como una maniobra más que legítima. El problema está en que la película se dirige a la audiencia (supuestamente adulta) con el mismo espíritu.

A veces, y esto sí que es verdaderamente conflictivo, ‘El olvido que seremos’ decide pasar de lo pueril a la siguiente fase: frivolizar con una serie de temáticas (como por ejemplo la brecha social que separa a los privilegiados de los desfavorecidos) que quedan peligrosamente desdibujadas. Revelar, mediante una falta preocupante de -auténtico- compromiso, que nada de lo filmado importa realmente. Desde la seguridad y confort de la mansión, los problemas de la ciudad resuenan como un eco muy lejano, desde luego ininteligible. Para tratar de poner orden a este ruido molesto, los Trueba recurren a un didáctismo-elementaloide que cuando no es involuntariamente cómico, es directamente ofensivo.

Está, por suerte, un omnipresente Javier Cámara que claramente se lo pasa pipa imitando el acento y las maneras colombianas. Su caracterización, pero sobre todo la manera que tiene él de llevar todo esto, es una especie de oasis en medio de un conjunto que a lo largo de dos horas y cuarto, tiene el dudoso mérito de tomar todas las malas decisiones posibles. A nivel de puesta en escena, de montaje, de escritura, de dirección de actores, de modulación emocional, de uso de los efectos diegéticos, de gestión de la narración… Todo es confuso, errático o, directamente, incorrecto. En suma, es un desastre tan inapelable, que solo podría salvarse como posible objeto de culto.

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