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La extrema derecha de EEUU sigue ahí agazapada, al acecho

La extrema derecha barrunta su cólera tras el relevo en la Casa Blanca mientras se refugia en la clandestinidad después de pilotar el asalto al Congreso. Su amenaza sigue ahí, dispuesta a estallar a medida que Joe Biden vaya desmontando, con mayor o menor alcance, el infausto legado de Donald Trump.

Protesta de los Proud Boys en Washington. (Stephanie KEITH/AFP)

La extrema derecha ha existido y existe a día de hoy como algo bastante más profundo que un simple epifenómeno político, también en EEUU, como en el Viejo Continente al que debe su origen.

No es ni el momento ni hay espacio para profundizar en el esclavismo sudista, en el Ku Klux Klan o en la emergencia de minúsculos partidos neonazis americanos en los 50 y 60 aunque, sobre todo los dos primeros fenómenos, constituyen no solo parte del basamento ideológico sino incluso simbólico de los movimientos actuales, como evidenció la presencia de banderas y simbología confederada, por primera vez tras la guerra civil americana, en el asalto al Congreso de EEUU el 6 de enero.

Más cerca en el tiempo, la extrema derecha ha encontrado su abono en los últimos años en la concatenación de dos factores: de un lado, un proceso de desindustrialización y de terciarización de la economía de los países más avanzados, y que ha dejado en la cuneta a los sectores menos adaptados para prepararse ante un cambio de paradigma traumático. Y, de otro, la rabia nostálgica en parte de la cada vez más minoritaria mayoría blanca, temerosa de perder sus privilegios, aunque estos tengan su último refugio en cuestiones más simbólicas que reales en un país en el que la creciente desigualdad, si bien más acusada contra las minorías, afecta al conjunto de las clases populares.

No faltan desde hace años señales de alarma sobre la creciente fuerza de unos movimientos heterogéneos, pero unidos en el odio, el recelo ante los avances sociales, el conspiracionismo y la ira contra la élite política.

Ya a principios de la década de los 90 hubo un repunte de ataques armados de individuos alineados con la extrema derecha o el supremacismo, y que tuvo su dramático colofón en 1995, con el atentado con bomba contra la sede del Gobierno federal en Oklahoma, que se saldó con 165 muertos y cientos de heridos y que fue perpetrado por dos ultras en venganza por el asalto contra la sede de la secta de los davidianos en Wako dos años antes.

Los ataques del 11S de 2001 centraron la atención policial y de los servicios de Inteligencia en el yihadismo.

Pero esa concentración del foco tiene más de deuda estructural que de un error de diagnóstico. EEUU siempre ha minimizado la amenaza interior, quizás para no reconocer que sigue sin encauzar problemas de origen como el racismo, maximizando al contrario el peligro del exterior, rojo, amarillo o verde (color del islam), lo que le ha servido para legitimar su injerencia histórica.

Siguiendo con la historia, la evolución interna de los dos grandes y únicos partidos en los años 60 tendrá como efecto colateral el auge del extremismo de derecha. Los Demócratas, una extraña coalición de la clase trabajadora urbana y el sur blanco conservador, abrazaron, con desigual sinceridad entre sus distintos sectores, la causa de los derechos civiles.

Ese giro provocó el trasvase de ese voto resentido blanco a los Republicanos en una alianza no menos llamativa: la de los grandes intereses empresariales y ese voto blanco, que será, años después, víctima real de la deslocalización económica y social promovida por el neoliberalismo defendido por las élites de ambos partidos, y que se siente –se resiente–, perdedor ante los cambios étnico-culturales que la mundialización acelera.

Ello ha supuesto una tensión en el seno del republicanismo y una deriva lenta, pero inexorable, hacia la asunción por parte del Old Party de tesis cada vez más escoradas a la derecha.

La emergencia del Tea Party en 2009 es un hito en esa evolución.. No es casualidad que el movimiento, que debe su nombre a la rebelión anticolonial de 1773 en la ciudad de Boston contra el impuesto al té, surja en plena llegada a la Casa Blanca de Barack Obama.

El Tea Party, que reivindica el originalismo (el regreso ahistórico y sin adecuación temporal a los principios fundadores de EEUU hace 250 años) amalgamó, de un lado, el rechazo a los impuestos y al gasto público en plena crisis global y a los tímidos intentos de reforzar la salud pública por parte de la nueva Administración. En paralelo, y con el creciente uso de las redes sociales, inauguró la apuesta por campañas conspirativas de deslegitimación del sistema político, como la que insistía en que Barack Hussein Obama era un musulmán oculto y no podía ser presidente por no haber nacido en suelo estadounidense.

En setiembre de 2009, más de 11 años antes del asalto al Congreso del pasado 6 de enero, el Tea Party convocaba ya a los suyos a ir al Capitolio en la Marcha de los Contribuyentes.

La Presidencia del outsider Donald Trump –quien gana precisamente los comicios de 2016 por el voto blanco en los estados desindustrializados del Rust Belt (Cinturón del Óxido)– supone el colofón del proceso. La élite republicana, que ya en 2008 había permitido que Sarah Palin (Tea Party) fuera su candidata a la Vicepresidencia, sucumbe, en una mezcla de impotencia y cálculo de beneficios políticos a corto plazo, a un fenómeno, el trumpismo, que coquetea con los movimientos de extrema derecha para sus fines políticos.

El a veces desmentido por inconfesable idilio entre el magnate y esos grupos se hace oficial en 2017 en el desfile supremacista de Charlotesville, en Virginia, que culmina con la muerte por atropello de una activista antifascista.

La reacción comprensiva de Trump con una marcha convocada para protestar por la retirada de una estatua del general confederado Robert E. Lee confirma a estos grupos que tienen el aval, ni más ni menos, que del presidente de EEUU.

Su mandato ha registrado un repunte sin precedentes de los atentados racistas y antisemitas. En octubre de 2018, un tiroteo en la sinagoga de Pittsburgh deja 11 muertos. La masacre de El Paso en agosto de 2019 se salda con 22 muertos. Del millar de atentados en 2020, la mayoría tenían motivaciones racistas.

Todos ellos son perpetrados por «lobos solitarios». Pero detrás existe una amalgama de grupos surgidos o crecidos al calor de las brasas del trumpismo.

Uno de los principales es el movimiento Qanon. Se trata de una plataforma conspiracionista y milenarista que nació en 2017 con las publicaciones crípticas en los foros de Internet 4chan y 8chan, de un misterioso internauta bajo el seudónimo de «Q», en alusión al máximo nivel de acceso a información secreta sobre el arsenal atómico de EEUU.

Qanon (conjunción de Q y de la abreviatura de la palabra anonymous) aprovecha un discurso premonitorio de Trump sobre una «tormenta que está por llegar» para divulgar una sarta de teorías conspiranoicas que implican a Obama, los Clinton, Georges Soros, al papa Francisco... en una supuesta red de pederastia internacional.

Merkel es nieta de Hitler, el norcoreano Kim Jong-un es miembro de la CIA... Sus teorías, a cual más rocambolesca, encuentran un perfecto caldo de cultivo en una red, Internet, que es terreno inmejorable para cualquier bulo, y en un segmento de la población predispuesto a creerse cualquier cosa que vaya en contra y criminalice el discurso oficial. Más en los actuales tiempos de pandemia.

El auge de Qanon es tal que una de sus fieles seguidoras, Marjorie Taylor Green, se convertirá en las elecciones de noviembre del pasado año en congresista en la Cámara de Representantes. La mayoría demócrata en esa Cámara (baja) ha expulsado estos días de varias comisiones parlamentarias a la congresista por Georgia, que asegura que está en marcha una invasión islámica de EEUU y que los negros son «esclavos del Partido Demócrata».

Las predicciones milenaristas de Qanon, que auguró que Trump disolvería la conspiración pedófila internacional, no se han cumplido con la llegada de Biden a la Casa Blanca, lo que ha supuesto un duro golpe para el movimiento.

Pero este sigue siendo, según el FBI, un «fenómeno peligroso, capaz de lanzar una revuelta violenta». Y se ha convertido en las últimas semanas en base de reclutamiento para grupos ultraderechistas, que están sirviendo de refugio a «qanonistas» noqueados. Igual trasvase se está dando de entre los miles de militantes de la campaña «Stop the Steal» (Detened el Robo), convocada por Trump para denunciar el inexistente fraude electoral en las presidenciales.

Uno de esos grupos es el supremacista y misógino Proud Boys. Fundado en 2016 por el cocreador del gigante mediático Vice Media Gavin McInnes, dio el salto de Internet a la calle al año siguiente. Solo admite hombres, organiza desfiles armados con fusiles de asalto para provocar en ciudades progresistas y se ha significado por liderar las «caravanas pro-Trump».

La lista de grupos sigue con los Boogaloo Boys, adscritos a la corriente aceleracionista, que suspira y trabaja por una segunda guerra civil americana. Y con los Oath Keeper, grupo que pone el ojo en el reclutamiento de militares veteranos.

Desde 2017, estos grupos han crecido en un 55%. Y eso que tras la Presidencia de Obama ya eran numerosos.

Uno de cada cinco detenidos en el Capitolio eran militares veteranos o en activo. Sin olvidar a Ashli Babbitt, militar y seguidora de Qanon abatida por la Policía durante el asalto y convertida en mártir de la causa.

Seguidores de todos estos grupos, incluidos una docena de neonazis, participaron en el asalto, incluidos cientos de seguidores de Maga (Make America Great Again), pese a que este movimiento trumpista aireara luego el bulo de que los asaltantes eran «antifas».

Y siguen ahí, al acecho, esperando su oportunidad. El FBI ha elevado al máximo la alerta de seguridad por temor a ataques en el interior del país.

Mucho más que vigilarlos tendrá que hacer el nuevo Gobierno estadounidense si quiere evitar que esos grupos, y políticos sin escrúpulos como Trump, sigan hallando terreno abonado en ese malestar blanco palpable en mucha gente en el interior de EEUU y que, tras haberse reivindicado con orgullo como heredera de los pioneros y portadora del «espíritu americano», se siente ahora extraña en su propio país frente a las áreas metropolitanas de ambas costas, emblema hoy de la «tierra de las oportunidades» y portadora de los profundos cambios sociales y étnicos de esta era.

Porque el fenómeno de la extrema derecha, el fascismo, el nazismo, más allá de fijaciones nominalistas, es eso, en Alemania, Italia, EEUU... Con sus especificidades pero con un elemento común. Ni más, ni –sobre todo– menos.