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Arcadi Oliveres, la eutopía insumisa

Arcadi Oliveres. (Jon URBE/FOKU)

No. No puede ser casual que Arcadi Oliveres Boadella naciera en 1945, año vacío de destrucciones tras el fin del nazismo y tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces, Arcadi –nuestra mejor arma desmilitarizada de reconstrucción masiva– dedicó su vida a cada paz pendiente, a cada injusticia irresuelta. Discípulo de Xirinacs y amigo de Adolfo Pérez Esquivel –le acogió en su casa cuando recibió el Nobel en 1980–, el consenso social en su despedida, en plena era de la polarización, ha sido unánime. Tres palabras sencillas –una buena persona– que son fáciles de escribir pero no de declinar. Ética humanista de la resistencia, dedicó su vida a desarmar las violencias sistémicas desde que, contra la dictadura franquista, fuese procesado por la Caputxinada o impulsara la proscrita Marxa per la Llibertat.

De su relación con Euskal Herria queda un punto negro imborrable –el fusilamiento de Txiki en Cerdanyola. Cada vigilia de 27 de setiembre, la memoria lo indisponía. Décadas después, contra la ley del silencio, Arcadi alzaría la voz frente a la enloquecida carrera antiterrorista de Aznar y, mano tendida contra toda persecución, sería de las primeras puertas catalanas en abrirse tras el sumario 18/98 o el cierre de Egin y Egunkaria.

Firmante inicial de ‘Free Otegi’, tomó parte activa a favor de un proceso de paz inconcluso. Se hizo habitual verle bajar en la estación de Donostia, siempre con su sonrisa socarrona y su esperanza infatigable, para tomar parte en cada invitación recibida. Recorrió nortes y sures, a un ritmo de charla diaria: en 2004 recaló en las jornadas de No Violencia Activa de Bidea Helburu junto a Mariano Ferrer; tomó parte en las jornadas antirracistas de Gora Gasteiz o apoyó la campaña por la objeción fiscal en Bilbo. En 2014 el Festival Internacional de Cine proyectaba, bajo licencia Creative Commons, el documental ‘Nunca es tan oscuro’ que protagonizaba. Su último viaje a Euskal Herria, en marzo de 2019, fue para presentar en Aiete su libro ‘Políticas de seguridad para la paz’, bajo el título ‘¿Es posible una seguridad pacifista?’.

Constructor de alternativas cotidianas e incombustible crítico de la voracidad depredadora del capitalismo –«es un sistema criminal»–, presidió durante 14 años Justícia i Pau. Independentista sin fronteras, apoyó desde fuera a las izquierdas catalanas, impulsó Procés Constituent e hizo de la calle el mayor refugio colectivo de derechos y libertades. Zapatista anticipado, invocó la otra política que labra otros mundos habitables, sostenibles y vivibles. Que Bush dijera que «las manifestaciones de Barcelona no modificarían su política», que las calles catalanas acogieran las mayores movilizaciones europeas de apoyo a los refugiados o que la manifestación tras los atentados de las Ramblas fueran un clamor pacifista y antirracista tienen demasiado que ver con la sabiduría, inteligencia y bondad a partes iguales, que el martes nos dejaba más huérfanos, pero algo mejores.

De la distopía dominante a la utopía necesaria solo se llega por las eutopías insumisas –los buenos lugares que somos capaces de construir colectivamente– que tanto cultivó. Nos convenció de que la pregunta ya no es si otro mundo es posible sino cómo es posible este, y nunca cesó en recordarnos que no hay salida solidaria ni pacifista ni ecologista ni feminista bajo un capitalismo ya irreformable.

Hizo insumisa a toda una generación de jóvenes; a la siguiente, la ayudó a hacerse indignada durante el 15M; y en octubre de 2017, se puso en práctica la fértil desobediencia civil pacífica y noviolenta en la que nos educó. Arcadi, el pacifista que susurraba a la esperanza, el permanente constructor de puentes, el punto de referencia de los movimientos sociales alternativos, marcha en paz tras regalarnos su última lección vital: tras enseñarnos a aprender vivir, nos ha enseñado también a aprender a morir. Para poder escribir un milagro hecho regalo: «Ha vivido Arcadi Oliveres». Beti arte. T’estimem, amic.