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Sea Dios o sean los dioses

Afganos transitando en bicicleta al paso de un carro blindado estadounidense en Kandahar en 2001. (JOSEPH R. CHENELLY/AFP)

Los talibanes han vuelto a aparecer de repente en nuestros periódicos y televisores, en nuestras vidas, como si se tratara de la versión más extemporánea de ‘La invasión de los ultracuerpos’.

Pero lo cierto es que nunca se fueron, simplemente nos olvidamos de ellos. Ya mucho antes de la Blitzkrieg que los ha llevado hasta Kabul ojeábamos alguno de esos mapas que mostraban el territorio bajo su control. Como ocurre siempre con la cartografía, esta también erraba.

A lo largo de estas dos semanas hemos oído los nombres de todas esas capitales de provincia que caían en sus manos en cascada porque prácticamente era eso lo que controlaba Kabul: el centro de la ciudad y su aeropuerto.

Salvo rutas terrestres que se contaban con los dedos de una mano (Panjshir, Mazar, Bamiyan…), y durante más de una década, desplazarse por el país pasó por encadenar vuelos de ida y vuelta desde Kabul a Kandahar, Lashkargah, Zaranj, Herat… Podía no haber más de un puñado de horas de carretera entre ellas, pero uno nunca se aventuraba por tierra: ellos siempre estaban allí.

No era tanto por su poderío militar, que también, sino por la cobertura que encontraban entre la población local. Todo movimiento insurgente necesita de casas o pisos francos para esconderse; de individuos que arrimen el hombro con la logística, sea para transportar alimentos o armas a través de una frontera internacional o combatientes a través de un puesto de control.

La coacción fue siempre un arma efectiva para conseguirlo, pero también la desafección de gran parte de la población local hacia el Gobierno de Kabul. Los constantes abusos sufridos a manos de unas fuerzas de seguridad cada vez más dependientes de milicias irregulares y, sobre todo, los galopantes niveles de corrupción en todas las esferas de la administración se convirtieron en obstáculos insalvables para la Coalición a la hora de ganarse los corazones de los afganos.

Los talibanes podían ser crueles, pero impartían justicia –llamémosle «cierto orden»– en las zonas bajo su control. En cuanto a Kabul, o no estaba o era imprevisible. Y también podía ser cruel.

Durante estos veinte años de travesía en círculo hasta la casilla de salida se han invertido más de ochenta mil millones de dólares en equipar y entrenar al Ejército afgano, pero es difícil no bajar la guardia cuando los sueldos no llegan y uno no encuentra motivación alguna para jugarse la vida.

Que se lo pregunten a esos tayikos que controlaban puestos de carretera enfundados en un balaclava negro en el sur más pastún. La mayoría ha huido sin disparar un solo tiro en estas dos últimas semanas.

Las imágenes de esos afganos tomando el aeropuerto de Kabul estos días son descorazonadoras, pero hay otras aún más elocuentes sobre esta tragedia que se desarrolla en streaming. Como las de esos talibanes merendando en el salón (con trono incluido) de uno de los palacios de Abdul Rashid Dostum, ese criminal de guerra que se convirtió en viceministro de Defensa en 2001. Han sido demasiados como él, desde Washington hasta Kabul.

Afganistán vuelve a ser un emirato y los afganos siguen sin ser dueños de su propio destino. Alguien decide siempre por ellos, y ahora le toca a Dios.