Golpe de gracia al orgullo de Occidente
Todos los objetivos que EEUU se marcó en su respuesta al 11S, desde el descabezamiento del eje talibán-Al Qaeda hasta la demostración de la superioridad de un modelo occidental exportable, han fracasado estrepitosamente.
El 23 de febrero de 1998, Osama Bin Laden apelaba a «matar a los americanos y a sus aliados, civiles o militares». Casi nadie tomó en serio la «declaración del Frente Islámico mundial por la yihad contra los judíos y los cruzados» leída por el líder de Al Qaeda, red de combatientes arabo-musulmanes creada en los ochenta bajo el amparo de Arabia Saudí y Pakistán y financiada por la CIA para luchar contra la invasión soviética de Afganistán.
Tres años y seis meses después, el 11 de setiembre de 2001, EEUU y medio mundo asistían atónitos a los ataques suicidas aéreos que horas después reivindicaría la propia Al Qaeda.
El veinte aniversario del 11S que se conmemora estos días, cobra especial relevancia por su coincidencia con la retirada estadounidense de Afganistán.
EEUU atacó al país centroasiático y lo ocupó con varios objetivos que se fueron superponiendo en el tiempo. Junto con la sed de venganza del «imperio herido», el primero, descabezar a Al Qaeda y echar del poder a los talibanes por haber ofrecido el país como refugio a la red yihadista. A partir de 2003 y de la mano de la invasión de Irak, Washington amplía el foco y justifica sus guerras y ocupaciones en el objetivo de exportar el modelo democrático-liberal a esos países y a sus poblaciones (nation-building).
Balance antiyihadista: EEUU tardará 10 años (2011) en matar a Bin Laden, para entonces guía más espiritual que real de Al Qaeda. Y le cazará en Pakistán, país al que no duda en financiar económica y militarmente en agradecimiento a su «cooperación antiterrorista».
Pero para entonces la red no ha hecho más que crecer. Una nueva generación de yihadistas árabes, y occidentales, nutrió sus filas en Irak amparada en el odio que generaban los bombardeos estadounidenses.
El estallido de la malograda primavera árabe aquel mismo año, su represión feroz y la deriva en «guerras civiles», junto a la injerencia, interesada, de todas las potencias, mundiales y regionales, genera una situación ideal para la conversión de la sección local de Al Qaeda en Irak en un califato, el ISIS, que dará el salto de la territorialización del ideal mesiánico yihadista.
El ISIS fue derrotado, precisamente por su exposición como una forma estatal permanente entre Irak y Siria, y su califa, Abu Bakr al-Bagdadi, murió en un ataque estadounidense.
Pero su abortado experimento enfervorizó a grupos islamo-salafistas locales desde África, con el caos libio tras la caída de Gadafi, hasta el sudeste asiático. A día de hoy hay entre dos y tres veces más yihadistas en el mundo que en 2001.
¿Y en Occidente? EEUU no ha vuelto a registrar en su suelo un ataque yihadista. Pero sus aliados en Afganistán e Irak pagan su colaboración sufriendo sus propios 11S. El 11M en Madrid (2004), el 7J en Londres (2005), el 13N en París (2015), el 17A en Barcelona (2018)…
Todo ello sin olvidar, como se hace a menudo, los brutales atentados yihadistas en el mundo árabe (Jordania, Indonesia, Nigeria…), primera y principal víctima del yihadismo, y las contrarréplicas de atentados supremacistas blancos en EEUU, Noruega o Nueva Zelanda.
Veinte años después, el mundo hace frente no a una sino a dos grandes marcas yihadistas. El consuelo es que rivalizan entre ellas y que Al Qaeda ha rebajado tácticamente su inicial aspiración de crear un emirato mundial aliándose con el islam político más extremo en luchas en clave nacional (Siria, Mali).
Hasta ahora no había logrado cambiar ningún régimen político. Hasta Afganistán.
El regreso al poder de los talibanes a Kabul, además del evidente y flagrante fracaso de la respuesta al 11S, tiene, a su vez, una lectura que va más allá.
La alianza de EEUU con los «señores de la guerra» afganos para edificar a bombazos un país «moderno y próspero» rescata a los talibanes del ostracismo entre la población al que les habían condenado sus cinco años de brutal emirato islámico (1996-2011) y su fulgurante derrota militar.
Los «estudiantes del Corán» enarbolan la bandera de la liberación nacional y la expulsión de los ocupantes y, de regreso al poder, prometen que no son los mismos (talibanes 2.0).
Pero más allá de la sinceridad de sus propósitos de enmienda, yerra quien piense que un Gobierno que tiene como ministro de Interior al líder de la red Haqqani, proscrita internacionalmente por sus brutales métodos de lucha armada y sus lazos con el yihadismo, vaya a romper con Al Qaeda.
Otra cosa es que la red se mantenga en esa suerte de repliegue táctico en clave nacional y deje en manos de los talibanes acabar con el reducto que el ISIS tiene en el este de Afganistán.
Dos pájaros de un tiro. Los talibanes atacan al rival yihadista de Al Qaeda y logran así un reconocimiento internacional.
Es la derivada del fiasco de EEUU en Afganistán: homologar a un movimiento, el talibán, en su día repudiado, y que es recibido hoy con todos los honores en las principales cancillerías orientales, mientras se convierte en un interlocutor obligado e ineludible para Occidente.
Y aquí llegamos al tercer gran fracaso que evidencia la respuesta a los ataques del 11S. Un fracaso civilizatorio.
Los intentos de imponer a sangre y fuego la «democracia representativa» en esos países han convertido a Irak en un Estado fracturado en tres partes (el norte kurdo, el oeste suní y el centro-sur chií, este último convertido en un protectorado de ¡Irak!) y han devuelto Afganistán a manos de los rigoristas deobandíes pastunes afganos.
Ocurre que aniversarios tan redondos y «oportunos» de hechos tan impactantes como el 11S pueden distorsionar la perspectiva. Así, hay quien, rehén de un exceso de exageración, asegura que el 11S cambió el mundo y que marcó el inicio de la III Guerra Mundial, cuando lo cierto es que los conflictos armados mantienen una persistencia, dramática pero lineal, tanto en la década anterior de los noventa como en las posteriores al 11S, quizás con la salvedad de Irak (y su derivada Siria).
Pero está claro que el desenlace afgano, veinte años después, supone un cambio de paradigma que tiene que ver con el reposicionamiento estratégico de las grandes potencias en un mundo que asiste a la crisis del modelo de civilización occidental, y que tenía a EEUU como su gran y soberbio valedor.
Más allá de efemérides, conviene insistir en ver los acontecimientos desde la óptica de una continuidad histórica.
Hay quien ha comparado la salida estadounidense de Afganistán con la retirada británica de aquel país en 1880. Más atrás, el libro «El retorno de un rey (desastre británico en Afganistán, 1839-1842)», de William Dalrymple, es lectura obligada.
No faltan los que no se ciñen a compararlo con el inicio del fin del imperio marítimo británico y apuntan que la crisis de Occidente arrancó, de hecho, en las dos grandes Guerras Mundiales (1914-1945), que no habría sido sino una reedición de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648 entre Francia y lo que luego sería Alemania).
Remarcan, en este sentido, las sucesivas derrotas occidentales desde 1945: el armisticio que sancionó la partición de Corea (1953), la derrota francesa de Dien Bien Phu (1954) y que, en 1975, tendría su colofón con la retirada estadounidense de Saigón tras su fracaso en la guerra de Vietnam, la frustrada invasión franco-británica de Suez (1956), la independencia de Argelia tras su victoria en la guerra de liberación contra el Estado francés, la revolución islámica iraní de 1979...
Hasta la retirada soviética de Afganistán en 1989 puede inscribirse en esa clave, en la medida en que la URSS ejemplificaba, aún con una innegable impronta oriental, un modelo alternativo, el comunismo, surgido en Occidente (Marx fue un filósofo alemán que murió en el exilio en Londres).
En esta línea, las sucesivas guerras en Irak y la salida deshonrosa de Afganistán, y con ella el objetivo de poner una pica de Flandes occidental entre Irán, Pakistán y China, evidenciaría el colapso definitivo de nuestra civilización.
Y la emergencia de una visión del mundo centrada en Asia que, al decir de algunos historiadores, tuvo su presagio en la victoria en 1905 de Japón contra la Rusia zarista y sus ambiciones imperiales en el extremo oriente asiático.
Sin ir tan lejos, John Carlin (“La Vanguardia”) justifica el desastre afgano en la constatación de que los estadounidenses «son unos pésimos imperialistas», faltos de la convicción que cimentó «los imperios de verdad», ensimismados en la infabilidad de su american way of life y faltos de la necesaria perseverancia para imponer, en el tiempo, cambios en culturas muy distintas y en muchos aspectos arraigadas al pasado.
A la vista del desastre que dejaron por doquier las largas ocupaciones británicas, desde India hasta el sur de África, quizás haya que agradecer la impaciencia estadounidense.
Lo que está claro es que tras 800.000 muertos y 21 millones de refugiados, la respuesta de EEUU al 11S en Afganistán y en Irak no ha logrado ninguno de sus objetivos.
Al contrario, ha permitido, como escribíamos ayer, el resurgir de Rusia como rival estratégico y la emergencia de China como la gran potencia rival alternativa. La misma justificación de la retirada estadounidense como un giro hacia el Pacífico lo corrobora.
Todo ello, y no menos importante, después de que la «guerra al terror» de EEUU y sus aliados occidentales haya dado un golpe de muerte (Guantánamo sigue abierto) a su reivindicada superioridad ética sobre el autoritarismo oriental. Aquello terminó de derrumbarse junto a las Torres Gemelas hace 20 años.