INFO

«¿Ese arroyo de ahí abajo sigue siendo nuestro?»

Los efectos de la guerra en Nagorno Karabaj provocan temblores en la región armenia de Syunik, donde las fronteras se siguen desplazando bajo los pies de sus habitantes. Se trata de una sima por la que se desploman los armenios.

Lugareños de Shurnuj señalan la parte del pueblo hoy bajo control azerí. (Karlos ZURUTUZA)

Un cartel: «Bienvenidos a Azerbaiyán». Está escrito en azerí e inglés sobre un fondo verde en el que también se despliegan fotografías de los iconos urbanísticos de Bakú: desde su torre Maydan, del siglo XII, hasta las de cristal del XXI. No sería nada reseñable de no ser porque ha aparecido de repente mientras conducimos por el sur de Armenia, camino de su frontera con Irán.

Esto es Eivaslar, un pueblo de mayoría azerí hasta que fue destruido en los 90. Hoy hay soldados en el arcén y trabajadores de la construcción, todos llegados desde el Caspio. Los vetustos Ladas armenios circulan entre ellos en una caravana ralentizada por un camión petrolero iraní. El tráfico correoso y agónico es siempre la norma en el sur de Armenia, aunque el país desaparezca de cuando en cuando -hasta 28 veces- bajo las ruedas del coche. Tres minutos de coche más tarde, una bandera armenia nos recuerda que ya está de vuelta.

Si todo esto parece confuso es porque realmente lo es. Cuando se cumple un año desde la guerra de 44 días que cambió las tornas en Nagorno Karabaj, los efectos del terremoto se dejan notar no solo en el enclave, sino también en Armenia: su frontera con la vecina Azerbaiyán se sigue redibujando en la sureña región de Syunik y, dicen, este será el epicentro de la próxima guerra.

«¿Ese arroyo de ahí abajo sigue siendo nuestro?», pregunta nuestro conductor -se llama Vazgen- a un pastor que gobierna sus vacas hacia el valle por el arcén. Ha habido suerte: «Es un lugar fantástico para bañarse, llevo haciéndolo desde que era crío». Dos kilómetros más tarde, resulta mucho más fácil saber qué es qué: Azerbaiyán queda a nuestra izquierda y Armenia a la derecha. Vazgen dice que los árboles a babor de su Lada color caqui se han cortado «para tener tiempo de salir del coche y correr hacia Armenia en caso de emboscada». ¿Recuerda a sus vecinos azeríes de cuando todos vivían juntos en tiempos de la URSS? Por supuesto. «Tenía muy buenos amigos entre ellos, pero no los he vuelto a ver desde los 90». ¿Le gustaría hacerlo? El armenio se toma su tiempo antes de responder. «Después de todo lo que ha pasado, creo que no».

Ante la incertidumbre provocada por la nueva frontera, muchos recurren a conocidas aplicaciones de localización. Las favoritas de los armenios son Yandex y Apple, aparentemente más respetuosas con su territorialidad. En cuanto a Google, en Syunik son muchos los que piensan que Azerbaiyán ha comprado el gigante estadounidense para oficializar su frontera; no encuentran otra explicación a esa sintonía cartográfica.

Pero todo resulta aun más delirante. Muchos de los nuevos puestos azeríes son inaccesibles desde Azerbaiyán, por lo que las tropas han de reabastecerse utilizando las carreteras armenias, algo que hacen con escolta rusa. Bakú también ha empezado a cobrar una tasa de tránsito (en torno a 100 euros) a los camiones petroleros iraníes que atraviesan sus nuevos territorios. En cuanto al recientemente renovado aeropuerto de Kapán (a 5 horas de coche al sur de Ereván), la frontera se ha acercado tanto a la pista que se han tenido que suspender todos los vuelos.

Y así, circulando por la «tierra de nadie» a través de un mapa sísmico llegamos a Shurnuj. Vazgen maniobra entre una piara de cerdos hasta que aparca junto a un camión cargado de balas de paja y otro al que le faltan las ruedas.

Bajo tres banderas

En tiempos soviéticos, Shurnuj era un pueblo de mayoría azerí, pero todos huyeron durante la guerra de los 90 y sus casas fueron ocupadas por armenios que también huían de Azerbaiyán. El último censo (de 2011) hablaba de 205 habitantes, y hoy son ellos los que se van, muchos después de que lo hagan sus vacas. Hazmik Harutunyan ha perdido ya dos de la suyas. «Pasan al otro lado y, claro, ya no las volvemos a ver», dice esta armenia de 37 años en zapatillas de casa. Ha vendido las que le quedaban «a precio de risa» a los yezidíes antes de empaquetar y marcharse. Los Harutunyan se irán pronto y por el mismo camino que otras familias del pueblo. Ocurre que la carretera lo atraviesa por la mitad, y una bandera azerí ondea sobre el distrito más oriental de Shurnuj. «Siempre les digo a mis hijos que no se acerquen a la carretera» dice Hazmit, señalando el lugar desde un punto elevado. Frente a la bandera azerí ondea la rusa de las tropas de interposición. Hazmit dice que ha pedido ayuda a los soldados para recuperar sus vacas en dos ocasiones, pero que lo único que pueden hacer es dejar la valla abierta por si a los animales se les ocurre volver.

Una a una, la armenia va señalando las antiguas casas de sus vecinos, hoy en manos de los azeríes: son los Archakián, los Safarián, los Jachatrián… así hasta doce familias. El pasado diciembre, patrullas azeríes tocaron a su puerta y les dijeron que tenían tres días para irse. Y la lista de los que se van sigue creciendo.

«Nos dicen que nos quedemos, que si nos vamos Armenia perderá Syunik, pero lo que no nos dicen es cómo hacerlo sin ganado ni cosechas; no nos explican cómo sobreviviremos», se queja Hazmit. En su día, su marido intentó parchear la maltrecha economía familiar con un taller de bolsos. Abrió un mes justo antes de la guerra y, claro, tuvo que cerrar. Por el momento, Lucine sigue levantando la persiana de la única tienda abierta de Shurnuj, uno de esos colmados en los que abunda el detergente para lavar a mano, la miel casera y unos helados fuera de fecha en las cámaras. Casi todo el pueblo le debe excepto los rusos. «Entran, compran y se van», dice Lucine. Su marido trabaja de leñador en verano, pero la temporada acabará pronto. Si las cosas no cambian para entonces, ellos también se irán.

Un balcón sobre una sima

Los únicos armenios que aguantan en el lado oriental de la carretera de Shurnuj son los Tovmasián, y eso es porque su casa está pegada a la carretera, y justo enfrente del puesto de control armenio. El establo anexo a la casa, no obstante, está hoy en Azerbaiyán. Laura, de sesenta y tres años, nos atiende en una cocina desde la que disfruta de unas vistas despejadas sobre un país que toca a su puerta con insistencia. Se lo ha pensado mucho antes de hablar con nosotros. Cuando le dieron el ultimátum para irse como al resto, unos periodistas azeríes le hicieron una entrevista y la acabaron retratando como a una armenia que renegaba de Ereván y pedía a auxilio a Bakú.

Laura Tovmassian (al fondo) contempla su huerto, hoy en el lado azerí de la frontera (Andoni LUBAKI)

«Era mentira, pero daba igual. Me insultaban por la calle, a mí y a mi marido; nos llamaron “traidores” y muchas otras cosas que prefiero olvidar. Me costó mucho convencer a todo el mundo de que todo había sido un invento», recuerda la armenia. Los Tovmasián llegaron a Shurnuj en los noventa. Este entorno natural y esta paz era algo que no podían encontrar en Gyumri (noroeste de Armenia), y menos desde que fuera destruida tras el terrible terremoto de 1988. Aquí han criado a sus tres hijas que hoy viven en Ereván y a un ejército de abejas en media docena de panales. Hoy todo desaparece.

«¿Veis esos nogales de aquí abajo? Pues son míos, pero no puedo recoger las nueces», suelta desde el balcón desvencijado de su cocina, bajo el que discurre hoy una frontera internacional. Estaban a punto de hacer una reforma antes de que empezara la guerra, pero se han echado atrás. «¿Para qué? Antes o después nos tendremos que ir, como el resto». El plan es que no se vayan lejos: el gobierno está construyendo un nuevo barrio en el flanco más occidental del pueblo con el que espera contener el goteo. A Laura ya le han enseñado la que será su nueva casa: le parece bien, pero no hace planes. «No pensábamos que podía ocurrir algo así hace un año, y nadie nos garantiza que no vaya a pasar mañana mismo de nuevo». Cada día es un desafío. «Cuando cae una manzana sobre el techo, cuando oímos voces, o coches circulando de noche… Estamos siempre listos para salir corriendo».

Hechos consumados

La crisis creada por la demarcación de la nueva frontera entre ambos países comenzó el 12 de mayo, cuando tropas azeríes se desplegaron en territorio oficialmente armenio en las provincias de Gegharkunik y Syunik. A pesar de llamamientos por parte del Parlamento Europeo, París y Washington, las tropas azeríes siguen acantonadas en esos puntos, provocando una tensión que desemboca en un intercambio de fuego mortal como el de julio en la frontera de Armenia y Najicheván. Este último es uno de los puntos más calientes a día de hoy.

Najicheván es un enclave azerí al oeste de Armenia que tiene un puesto fronterizo con Turquía, algo que convierte a la provincia sureña armenia de Syunik en un angosto corredor de tierra que se interpone en la ruta Estambul-Bakú. Uno de los puntos del acuerdo de paz era el establecimiento de una vía terrestre que conectara Najicheván y Azerbaiyán a través de Syunik, una posibilidad que Ereván contempla como una nueva amenaza a su integridad territorial.

Ante la ausencia de mesa de diálogo, Bakú parece haber optado por una política de hechos consumados frente a la que Armenia se muestra indefensa y Moscú vigilante pero inmóvil. Sin embargo, el vecino del sur, Irán, parece reaccionar ante los movimientos de Bakú. El 19 de setiembre, Teherán anunciaba las mayores maniobras militares de su historia en su frontera con Azerbaiyán.