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Entrevista
Èric Bouvet
Fotoperiodista

«En Occidente mil africanos muertos valen lo que uno blanco»

El fotoperiodista Éric Bouvet ha sido galardonado con cinco ‘World Press Photo’, dos ‘Visa d’Or’, un ‘Paris-Match’ y, como corresponsal de guerra, con el ‘Bayeux-Calvados’ y el ‘Front Line Club’.

Una mujer carga con el retrato de su marido y dos mantas en Chechenia en 2000. (Éric BOUVET)

A los ocho años, Éric Bouvet (1961, Estado francés) vio en la televisión el alunizaje del Apolo 11. Este hito, que marcó una época, le impactó, aunque no como a otros jóvenes: muchos soñaron en convertirse en astronautas, mientras que Bouvet entendió el poder de la imagen como relato social, como ese segundo irrepetible que sirve para documentar las hazañas humanas, y decidió ser fotoperiodista.

Ese mundo idealizado de la infancia no se derrumbó con el paso del tiempo, aunque la realidad informativa le llevó más bien por las miserias humanas, de un conflicto a otro, de Chechenia a Afganistán, y también por los trepidantes acontecimientos de las décadas 1980 y 1990 y el siglo XXI: estuvo en Irán en el funeral del ayatolá Khomeini; entró en la plaza de Tiananmen; acudió a Berlín, donde presenció cómo se resquebrajaba un muro que dividía a un mismo pueblo; fue testigo de la liberación de Nelson Mandela; y acompañó a los refugiados que recientemente intentaban llegar a Europa.

40 años de profesión, primero como reportero de la agencia Gamma y desde la década de los noventa como independiente, que dan forma a la retrospectiva que le dedica el prestigioso festival de fotoperiodismo ‘Visa pour l’image’, que se celebra en Perpinyà hasta el 9 de octubre.

«Como fotógrafo, como ser humano, tengo que conocer a las personas, para entender mejor este mundo. El ser humano es increíblemente complejo, está lleno de matices. Cuando era joven tenía convicciones, pero con el paso de los años me siento parte de una escala de grises en la que no existen el blanco o el negro», explica Bouvet a GARA. «Este trabajo te roba la vida. No es solo una pasión, no es un juguete, es un acuerdo de por vida con las fuentes», insiste.

Comentaba que no tiene una imagen favorita, aunque, si tuviera que elegir, señalaba la de una mujer cargando un retrato y dos alfombras entre las ruinas de Grozny, en Chechenia. ¿Por qué no existe una fotografía especial?
Seleccionar una imagen es mirar al pasado, y lo que me interesa es el futuro, lo que puedo hacer mañana. Estoy muy contento con la exhibición, con el trabajo que he realizado, y sé que esta imagen de Chechenia habla por sí sola, pero lo que necesito es mirar constantemente al futuro. Por eso, la mejor imagen es la que captaré mañana.


«Necesito mirar constantemente al futuro. Por eso, la mejor imagen es la que captaré mañana»

En la retrospectiva, las últimas imágenes son de Irak (2017) y de las protestas de los chalecos amarillos en Francia (2019). ¿Se está alejando de las coberturas en zonas en conflicto?
No. Lo que ocurre es que no hay dinero en la prensa. Estaría encantando de estar ahora mismo en Afganistán, pero los medios de comunicación no me han enviado allí. No hay dinero. En los años 80 enviaban a unos 20 fotógrafos, pero hoy solo mandan a uno o dos. Además, internet está presente en el día a día y hemos descubierto que hay muy buenos fotógrafos en Libia o Afganistán. Con el alto coste que supone la cobertura, los medios de comunicación no necesitan enviarnos.

Entiendo que, si quisiera regresar a Angola, conflicto que usted cubrió, tendría problemas para vender el material.
Es África y no interesa. Incluso en los años 80, África no era un buen destino: no se vendía bien el material. Es una tragedia, pero es la realidad de la prensa, que prefiere abusar del sentimentalismo. Por desgracia, en nuestra visión occidentalista, 1.000 africanos muertos valen lo que un blanco muerto. Es desagradable, pero es así.

«Hemos descubierto que hay muy buenos fotógrafos en Libia o Afganistán»

¿Qué le ha sorprendido de las zonas en conflicto?
La absurdidad del ser humano. En las zonas en conflicto nada ocurre como esperas. Es difícil acceder, aceptar lo que se ve, cuidar de las fuentes y, finalmente, vender las historias. Es un trabajo extraño, pero nadie me obligó a ir a esos lugares y no puedo quejarme. Pero lo más importante es cuidar a las fuentes: una imagen sirve para la eternidad, para los archivos de la Historia, y es nuestra obligación mantener la dignidad de la fuente.

Desde 1986, ha acudido a Afganistán una docena de veces. Ha interactuado con quienes han dominado el país. Con los talibanes, captó una imagen en una escuela de mujeres. Ellos se lo prohibieron, pero hizo caso omiso. ¿Merece la pena el riesgo por una instantánea?
Hay que ser inteligente. Cuando entré en esa clase había 20 chicas cubiertas con un burka azul. Esta imagen, pese a estar prohibida por los talibanes, era una evidencia del momento. Vi un libro y dije que quería fotografiarlo, pero que la luz no era buena y había que moverlo. Entonces capté ese momento en el aula. Los talibanes desconfiaban y tuve que discutir, pero al final todo terminó bien. Yo les juré que fotografié el libro, y así fue: el libro está presente. Pero en estas situaciones, si cometes un error, estás acabado. Por eso, hay que actuar con cuidado.

Muchos fotógrafos están haciendo vídeo, para así cubrir costes y poder sobrevivir.
No tenemos otra opción. Yo hago impresiones que luego tengo que vender y necesito ser activo en las redes sociales. Si no estuviera en Instagram o Facebook, no vendería casi nada. Tengo que responder a las personas y dedicar tiempo a ello. Produzco libros, imparto conferencias... pero mi trabajo no este, es hacer fotos e ir a Afganistán.

¿Dedicar tiempo a un trabajo alejado del fotoperiodismo afecta al desarrollo profesional?
Nunca hemos tenido tan buenos fotógrafos como en el presente. Son mucho mejores que los de mi generación. Tienen una visión más abierta, más poética, utilizan mucho más la subjetividad. De hecho, no existe más el fotoperiodismo de antes: la objetividad ha terminado. Ahora hay más proyectos personales que invitan a la sociedad a pensar, lanzan un mensaje más profundo, pero siempre manteniendo la neutralidad. Mezclar subjetividad y objetividad es difícil. Como la vida, que está llena de tonos grises.

En los últimos años ha publicado trabajos más personales como ‘Sex, Love...’, ‘War and Peace’ y ‘Burning Man’. ¿Cómo surgieron?
Después de 2011 salí de la pesadilla de Libia. Fueron unos días locos que, de hecho, me dejaron roto. Libia fue una guerra muy complicada y decidí que 2012 sería un año de paz. Me fui a otros países y estuve con comunidades que hacían yoga, que no bebían alcohol ni utilizaban dispositivos electrónicos, y terminé en una gran fiesta en el Burning Man.