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Las otras dimensiones de la inflación de las que no se habla

Los bancos centrales llevan desde la crisis de 2008 imprimiendo dinero sin parar. Sin embargo, durante todo ese periodo, la inflación apenas se ha acercado al 2%, e incluso, ha habido años en los que ha sido negativa. Y ahora, de repente se ha disparado. El discurso dominante ha fallado.

(Iñigo URIZ / FOKU)

Milton Friedman dijo nada más y nada menos que «la inflación es en todo lugar y en todo momento un fenómeno monetario». De este modo, los neoliberales relacionaron de manera indiscutible la subida de los precios con el aumento de la cantidad de dinero en circulación. Y a partir de esa premisa se ha construido todo el entramado institucional para controlar la emisión de dinero.

Ellos son los que abogaron porque los bancos centrales fueran organismos independientes del Gobierno porque, ya se sabe, los políticos son muy dados a dejarse influenciar, y dejando en sus manos la emisión no había forma de contener el dinero en circulación y, en consecuencia, los precios. Así pusieron a todo el mundo pendiente de lo que decía o dejaba de decir el presidente de la Fed o el gobernador del BCE; de si subía o bajaba los tipos de interés un cuartillo para evitar que la inflación se desbocara.

Sin embargo, ahora que los precios están subiendo sin descanso, dicen que es algo pasajero y ni suben los tipos de interés ni toman ninguna otra medida. Qué curioso. ¿No será que en realidad los bancos centrales tienen una influencia marginal en la dinámica de los precios? De la misma manera que no siempre que llueve mucho hay inundaciones, la cantidad de dinero en circulación influye en los precios, pero no es ni de lejos, la clave del asunto.

El consumo desbocado. Como la explicación de que la cantidad de dinero es la causante de la inflación no les funciona, la teoría económica ha empezado a tirar de interpretaciones alternativas. Una de ellas es lo que se conoce como inflación de demanda, que viene a decir que cuando la fiebre del consumo se dispara, la producción no siempre es lo suficientemente flexible para responder inmediatamente a esa demanda creciente y los precios tienden a subir, como ocurre con los billetes de avión en fechas señaladas, por ejemplo.

¿A qué se debería esa súbita pasión por el gasto? A que el año pasado, durante el confinamiento, la gente ahorró y ahora, al parecer, está gastando ese exceso. Con la gente, ya se sabe, siempre por encima de sus posibilidades. Tal vez haya una cierta demanda aplazada, pero también es verdad que muchas personas perdieron su empleo, cerraron su negocio y sobrevivieron al confinamiento con dificultad. Seguramente la presión de la demanda no será tan grande como dicen, ya que lo que algunos ahorraron –y ahora están gastando– posiblemente compense lo que otros perdieron y ahora no pueden gastar. El aumento del consumo, el consumo compulsivo, es desde luego, un aspecto a tener en cuenta, aunque su influencia está lejos de ser decisiva en la escalada de precios.

El famoso aumento de los costes. Otra explicación alternativa viene a postular que cuando el precio de ciertos productos de uso general sube, la energía o los portes, por ejemplo, esa subida se va trasladando por toda la cadena de producción hasta que llega al producto final, que, en consecuencia, también se encarece. Y como toda la producción está interrelacionada, unas subidas provocan otras, hasta que el aumento de los precios termina por afectar a todos los productos.

Uno de los insumos con mayor influencia en los precios es la energía. En cierta medida es lo que puede estar ocurriendo con el gas natural ahora. Aunque se esfuerzan por señalar que es un fenómeno pasajero, lo cierto es que ya ocurrió en el pasado, y sus efectos fueron de largo alcance.

Algunos estudiosos apuntan que la crisis del petróleo fue en realidad la crisis del gas. Allá por los años setenta del siglo pasado, un parón en la extracción de gas en EEUU paralizó la producción de fertilizantes, elevando su precio. Para entonces la llamada revolución verde era un hecho en gran cantidad de países de todo el mundo. A pesar de su nombre, poco tenía de verde, ya que su fundamento era cultivar con petróleo en vez de con energía solar. Grandes extensiones de terreno facilitaron la mecanización de todos los trabajos y el uso masivo de semillas seleccionadas y fertilizantes hicieron que las cosechas aumentaran, pero el gasto energético en producirlas creció en mayor proporción todavía.

La falta de fertilizantes por la escasez de gas hizo que el rendimiento cayera, lo que aumentó el precio internacional de los cereales. Esos aumentos obligaron a los países, especialmente a los emergentes, a sacar el máximo provecho a sus principales exportaciones para poder comprar alimento, lo que llevó, entre otras cosas, a la creación de la OPEP, y la posterior subida de crudo que dio nombre a la crisis y a una espiral de precios sin precedentes.

Un ejemplo, sin duda, válido en la actualidad, ya que un problema con el gas dejó en evidencia un modelo productivo despilfarrador y, al mismo tiempo, obligó a algunos países a organizar un cártel con el que poder aumentar el precio de venta del petróleo. Detrás de la inflación, muchas veces hay decisiones políticas que revolucionan eso que llaman mercado, y que no es tan aséptico como lo pintan.

El actual aumento de los precios del gas puede llevar a un escenario similar. Ya se está encareciendo toda la cadena productiva, desde el transporte pasando por el pan, los fertilizantes y hasta los productos manufacturados. En estos casos, la causa que provoca la subida es lo de menos: puede ser un pequeño parón en la extracción, como en EEUU a principios de los setenta, o puede ser un nivel de existencias más bajo de lo normal. Una vez se lanza la sospecha de que puede faltar gas, la especulación cobra vida propia. En la actualidad su influencia es todavía mucho más devastadora debido a que se han eliminado prácticamente todas las restricciones a la especulación. Una subida de precios de algún insumo puede tener una causa objetiva que provoca que se produzca un déficit puntual, pero a menudo suele ser el resultado de comportamientos especulativos, especialmente cuando la libertad de movimientos del capital permite que se acumulen ingentes cantidades de dinero apostando a que los precios van a subir.

El gasto en salarios. Cuando se habla de inflación debido al aumento de costes, a menudo se considera la energía, pero en lo que suelen estar pensando los economistas convencionales es en el trabajo y sobre todo en los salarios. La ortodoxia achaca a los insaciables trabajadores, que no paran de pedir subidas de sueldos, el aumento de los costes que los empresarios se ven obligados a repercutirse en el precio del producto, lo que termina provocando una espiral creciente: aumentos de salarios que incrementan los precios y, por consiguiente, la inflación que, a su vez, provoca nuevas demandas de subida de salarios y así sucesivamente hasta que termina en una inflación desbocada. Esta es la parte que más le gusta al gobernador del Banco de España, que alerta de las nefastas consecuencias que traerá cualquier subida de los salarios, ya sea del mínimo o de recogidos en convenio.

Materias primas, salarios… todos los costes de producción están bien contabilizados en este esquema, pero ¿qué pasa con los beneficios? Aquí es donde aparecen los intereses contradictorios en liza. Si sube el precio de la energía, los salarios... el precio del producto final refleja ese aumento, aunque el empresario también puede poner su granito de arena y redondear al alza sus beneficios. Algo que no es sencillo, pero en un momento de escalada de precios puede pasar más o menos desapercibido.

Sin embargo, los empresarios suelen preferir contener el alza de lo que sí está en sus manos para redondear los beneficios: los salarios. Que suba el precio del gas es algo poco menos que de origen divino pero que suban los sueldos de las y los trabajadores tiene culpables concretos: los sindicatos y sus disparatadas reivindicaciones salariales. En cualquier proceso inflacionario, lo primero que se pide es contención salarial. Aunque tímidamente, ya ha empezado a sonar esa cantinela. Y seguramente se recrudecerá.

Pero lo que a nadie se le ocurre poner en cuestión son los beneficios empresariales, aunque también son parte del asunto. Es más, se han convertido en la parte central de la subida de precios. Ahora el que alquila un piso no es una persona que tiene una vivienda vacía, sino un fondo de inversión que acapara todo tipo de viviendas. Los propietarios de ese fondo le exigen cada vez mayores dividendos, lo que obliga a los ejecutivos a exprimir todas las vías a su alcance para encarecer los alquileres.

Algo similar ocurre con el gas, sector en el que los especuladores son también fondos de inversión que tienen que cumplir con las expectativas de rendimiento de los partícipes, y si eso conlleva calentar los precios, pues se calientan. Lo importante es que la cuenta de resultados sea muy grande.

Y todo esto es posible porque desde los años ochenta del siglo pasado se ha permitido a los especuladores que controlen los mercados de materias primas, el mercado de viviendas en alquiler, el de la energía...

A pesar de lo que dijo Friedman, el aumento de precios no es un fenómeno monetario, ni mucho menos simple. En el alza de los precios suelen influir muchos factores, la escasez de algún producto o el consumo compulsivo, pero lo que realmente condiciona el movimiento de los precios es el modo en el que se organiza el mercado y se regula la participación de inversores y especuladores. Y estos son los que tienen, en este momento, la sartén por el mango. Como siempre, tratarán de cargar el mochuelo a los trabajadores, pero en ese ámbito lo que se dilucida es cómo se reparte el beneficio, no cuánto subirán los precios.