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La teoría de la variante buena

Dicen que un clavo saca otro clavo. Con los virus ocurre así, exactamente así. Hoy no queda ni un solo coronavirus tal y como se identificó en Wuhan. Y no es cosa ni de las vacunas ni de las defensas humanas.

De la cepa original del SARS-CoV-2 detectada en Wuhan han ido surgiendo distintas variantes. (Lionel BONAVENTURE I AFP)

Los hijos, las variaciones del virus original, han acabado con sus padres como en la cosmogonía griega. Desde que comenzó a replicarse, el SARS-CoV-2 fue generando copias algo distintas de sí mismo que se fueron ramificando por distintos linajes, aunque al principio estos no tenían una ventaja competitiva (o, al menos, no lo suficientemente importante) para imponerse los unos a los otros.

Los linajes, básicamente, responden a la forma de contagio del virus, que es en cadena. En un momento dado –en un humano en concreto, más bien– el virus mutó en alguna de sus 30.000 letras. Fue un cambio inocuo: ni para bien, ni para mal. Pero las personas a las que ese humano contagió siguieron manteniendo esa alteración. Sucesivamente se fueron añadiendo en la cadena más y más cambios que ni sumaban ni restaban. De este modo, descendientes del virus original se fueron ramificando y los científicos fueron identificando, diferenciando y estudiándolos. 

Hasta que la irrupción de la variante alpha, la cepa británica, dio un vuelco a este ecosistema paritario de los coronavirus.

En lo que respecta a Euskal Herria, antes de la llegada de alpha varios de estos linajes diferentes circulaban entre la población, fluctuando el peso de unos u otros más por azar que por otra cosa. Si algún virus tenía la suerte de protagonizar un evento masivo de contagio, variaba un poco la proporción relativa y poco más. Alpha se impuso a las demás cepas y se hizo dominante, dos meses después del primer caso detectado en Euskal Herria. En quince semanas, los demás linajes estaban prácticamente extinguidos.

Cuesta entender que sucediera así, tan drásticamente. La teoría, el mecanismo biológico es de sobra conocido, pero sorprendió de igual manera por lo tajante. 

La variante alpha (la británica) aterrizó las navidades pasadas desde Gran Bretaña, traída principalmente por personas que residían en las islas y regresaron a pasar las fiestas. Esto se puede asegurar con cierta precisión, puesto que el cierre de fronteras era entonces bastante estricto.

La primera semana de 2021 se recogieron los primeros casos de alpha en la CAV y Nafarroa. En esas fechas, las variantes que circulaban ya por Euskal Herria hasta el momento generaban unas 4.500 infectados por semana (aproximadamente).

Pues bien, prácticamente todas las personas infectadas la semana del 12 a 19 de abril (unas 7.100) habían sido contagiadas por alpha. Es decir, las cadenas de contagio de esas 7.100 personas se remitían a aquellos pocos individuos que regresaron desde Gran Bretaña a pasar las navidades. En contraposición, las cadenas de contagio de esas otras 4.500 personas infectadas con variantes previas se habían extinguido casi en su totalidad.

En Euskal Herria solo quedaba alpha, salvo un 5% de casos. Un clavo saca a otro clavo.

Evidentemente, las medidas de seguridad ayudaron a que las cadenas de contagios de variantes previas a alpha desaparecieran, igual que el proceso de vacunaciones. ¿Pero solo con eso el coronavirus habría desaparecido para siempre, de no haber surgido alpha? Sin duda fue alpha la que dio la puntilla a sus medio hermanas, pues las subespecies de virus compiten entre sí y, si una persona enferma de una variante, sus anticuerpos le protegerán contra otro virus similar.

Como ya nos hemos extendido con alpha, solo queda repasar que, como un clavo saca a otro clavo, delta (la variante india) acabó con alpha a lo largo del verano. De hecho, delta también acabó con los pocos restos que quedaban de otras variantes que convivían de forma residual con alpha (la nigeriana, la brasileña y la sudafricana). Porque delta no daba cabida a nada que no fuera ella misma hasta que llegó ómicron (y la llamada delta plus).

La teoría de la variante buena parte de la idea de que, como al virus le interesa causar los menores síntomas posibles para propagarse mejor, un día llegará una cepa más atenuada del coronavirus. Esta cepa usará esos síntomas menores para ser más transmisible, contagiando más rápido que las demás variantes y cortándoles el paso como delta hizo con alpha y como alpha hizo con las anteriores.

 

La teoría de la variante buena parte de la idea de que, como al virus le interesa causar los menores síntomas posibles para propagarse mejor, un día llegará una cepa más atenuada del coronavirus.

 

La nueva variante ejercerá una función de vacuna natural o algo así, como un clavo bueno que sacará un clavo malo.

La teoría de la variante buena no surge de un optimismo desaforado. Es lo que siempre sucede. De hecho, la gravedad de la enfermedad no ha ido muy a peor (alpha sí era peor que las primeras en cuanto a tasa de hospitalización, pero tampoco mucho más) y probablemente esto se deba a que las cepas que han causado mayores síntomas –y que sin duda habrán surgido– han sido ahogadas por variantes con sintomatología más leve.

Ahora bien, aunque la atenuación del virus y la sustitución de las cepas actuales por otras con sintomatología más leve sea ley de vida, la gran incógnita de la variante buena es cuándo llegará. Puede ser que sea mañana, puede ser que sea ómicron. O también puede ser que tarde unos cuantos años, o que para cuando llegue dé un poco igual, porque las vacunas hayan mejorado tanto que para entonces la variante buena sea irrelevante.

No obstante, en vistas de la incapacidad de los países de lograr una vacunación mundial, no son pocos los que piensan que la pandemia durará hasta que el coronavirus ponga algo de su parte y evolucione hacia una forma que genere menores síntomas, hacia una variante buena.