INFO

El lobby del átomo despliega alas en el año electoral galo

Como ocurriera con la primera crisis del petróleo, la actual coyuntura de carestía energética y una elección presidencial gala que pivota sobre la soberanía dibujan un escenario favorable para los defensores de la energía atómica, que ahora se disfraza de verde.

En 2014 Greenpeace llevó a cabo, con ayuda de 60 activistas llegados de 14 estados, una acción en el reactor 2 de Fassenheim para alertar del riesgo nuclear en Europa. (Greenpeace France)

El presidente Emmanuel Macron anunció, el pasado 9 de noviembre, su intención de sacar del letargo a la industria nuclear gala. En el contexto de una galopante subida de precios de los productos energéticos, que ha llevado al gobierno a intervenir las tarifas de gas y electricidad y a abonar una prima de 100 euros a las familias con sueldos modestos, Macron desempolvaba un acuerdo trabajado a hurtadillas con la empresa EDF, y que nada más hacerse público llevaba a la eléctrica a apretar al Elíseo para que concrete plazos e inversiones.

El plan Macron pasa por la construcción de media docena de nuevos reactores, de menor tamaño, y según la venta del presidente galo, más fáciles de construir y, por descontado, más eficientes. El detalle técnico habla de seis a siete reactores del tipo SMR, con una potencia instalada de unos 170 MW por unidad. Más allá de los datos de prospecto, apenas se han avanzado detalles de cuestiones claves como la ubicación.

Con 46 reactores en activo, aunque una parte de ellos en periodo de fin de vida, el Estado francés obtiene aproximadamente el 70% de la electricidad que consume de la energía nuclear. Si la transición energética se anunciaba peliaguda para el Hexágono, a la vista de ese monocultivo energético, las declaraciones de Macron congelan en buena medida las previsiones.

El hecho de que el presidente francés haya acertado, estiman sus asesores de comunicación, en el momento del anuncio, no evita las dudas sobre la viabilidad del proyecto.

El último intento de modernizar el parque nuclear francés se saldó con un fracaso evidente en Flamanville, donde la construcción de un reactor de nueva generación de tipo EPR se eterniza desde 2007, entre «incidentes» técnicos y sobrecostes.

Conviene detenerse en lo ocurrido con la planta normanda por ser el último proyecto significativo de la industria nuclear francesa. Lo que permite extraer lecciones.

Además de evidenciar que difícilmente se puede responder a una coyuntura de crisis de suministro en 2021-2022 con una apuesta basada en una tecnología que obliga a pensar a varias décadas vista.

El fiasco de Flamanville

La central de Flamanville 3 es el último gran proyecto liderado por la compañía EDF, empresa energética privada pero con participación del Estado. Esa central debería haber entrado en funcionamiento en 2012. Si EDF consigue solventar los últimos problemas de seguridad, que afectan ahora a la soldadura, y que han obligado a alterar el diseño –y el presupuesto– una vez más, debería poder estar operativa a finales de este año o como tarde a principios de 2023.

El plan inicial contemplaba un presupuesto de 3,3 millardos de euros. Se han gastado hasta ahora 12,4 y todo apunta a que la factura final excederá los 19. Los informes del Tribunal de Cuentas han sido demoledores con esa obra de la ingeniería nuclear gala.

Su entrada en funcionamiento difícilmente sacará a París de sus apuros de suministro, dado que, de aquí a 2035 se desconectarán de la red una docena de viejos reactores, en una parada programada que arrancó en junio de 2020 en la planta de Fassenheim, la más antigua, lo que menguará el aporte nuclear a la producción energética gala. Y pondrá en evidencia, además, el considerable retraso que lleva el Estado francés en el desarrollo no solo de alternativas mas sostenibles, sino también en el diseño de políticas de sobriedad energética.

Los compromisos suscritos por los gobiernos franceses en materia de desnuclearización han quedado, en todo caso, en el alero tras la decisión de Macron de convertir a la industria del átomo en el pilar de su estrategia para conseguir que el Estado francés alcance la neutralidad de sus emisiones de carbono para 2050. Una medida que han saludado las grandes asociaciones empresariales al estimar que el relanzamiento nuclear les dotará de una ventaja frente a sus competidores internacionales al aligerar el peso de las inversiones para cumplir con esos objetivos de lucha contra el cambio climático.

Así las cosas, ese horizonte de 2035 en el que las instalaciones a cuyas puertas aparece el símbolo del átomo cederían terreno frente a las energías renovables, parece hoy más lejano. Para esa fecha el Estado francés debía haber reducido a la mitad el aporte nuclear a la cesta energética global.

Sin embargo, esa línea de meta pierde nitidez a luz de la apuesta explicitada por Macron, llamada a convertirse en uno de sus estandartes de campaña, por más que, en el arranque de la presidencia europea, dibuje también un desacuerdo de partida nada desdeñable en el eje franco-alemán

Ni inocua, ni limpia; tampoco barata

Si la primera crisis del petróleo, en la década de los 70 del siglo pasado animó al Estado francés, una de las cinco potencias nucleares en su condición de estado miembro del consejo permanente de las Naciones Unidas, a lanzar su programa nuclear civil, las dificultades de suministro que arrastra con mayor fuerza desde otoño de 2021, han puesto sobre el tapete otra coyuntura favorable para el átomo. El discurso del patriotismo energético, que ya marcó la apuesta gala ante aquella crisis, se adereza ahora con el comodín de la lucha contra el cambio climático.

El argumento de 0 emisiones de C02 igual a energía verde no aguanta el debate científico. Sin embargo, la velocidad de crucero con que se propagan las noticias patrocinadas y el contexto de una elección presidencial sirven para asentar temporalmente la falsa premisa de «una energía inocua y barata». Lo que no se sostiene, de una parte, si se tiene en cuenta la estela de «incidentes» que se han registrado en el Estado francés –los informes de Greenpeace France remarcan como los más graves los ocurridos en Laurent-des-Eaux, Civaux, Fessenheim y Blaye– y de otra, el alto costo que acompaña la construcción, explotación y ahora el cierre escalonado de las centrales vetustas.

Cabe recordar, además, el impulso militar que acompaña al programa nuclear francés. Fue en un contexto internacional de guerra fría entre bloques cuando París se hizo, a codazos, con su parte del pastel nuclear. La «force de frappe» o capacidad belicista se convirtió en la carta de presentación de los sucesivos inquilinos del Elíseo.

Ciertamente, esa ambición belicista dejó víctimas, aunque circunscritas fundamentalmente al escenario colonial. Las armas nucleares francesas se probaron desde los años 60 en territorio argelino, y desde mediados de los 70 y hasta bien entrada la década de los 90 en los atolones de Mururoa y Fangataufa, en la Polinesia bajo soberanía francesa. Los habitantes de las zonas afectadas han pagado un alto precio en contaminación y en salud que no cubren las limitadas compensaciones económicas.

Las campañas de la «energía limpia» rehuyen referirse a ese patio trasero de la tecnología nuclear. Y, claro está, depositan también en el baúl de la historia los accidentes más graves de la historia nuclear.

En la versión civil de esa demostración nuclear, el Estado francés puso en marcha a mediados de los 70 un vasto programa de construcción de centrales. En década y media el paisaje hexagonal se poblaba con cerca de sesenta plantas.

El accidente de Chernobyl marcó una interrupción en ese despliegue, ya cuestionado para entonces por un movimiento antinuclear cada vez más potente a nivel mundial y también en el Hexágono, con los activistas alemanes como ejemplo a seguir.

Los bloqueos de transportes o las ocupaciones para denunciar la construcción de almacenes de residuos, en acciones conjuntas a ambos lados de la frontera franco-germana, sirvieron para que en los siguientes años floreciera una nueva conciencia ciudadana. Y el fervor anti nuclear se contagió en latitudes diferentes, también en Euskal Herria.

La ingente inversión pública que acompañó el desarrollo nuclear francés se frenó en la década de los 90, en un contexto internacional marcado por el derrumbe del Muro y los sucesivos compromisos en el plano militar, de la prohibición de los ensayos a la reducción de arsenales de las potencias.

En el ámbito civil esa desescalada a la francesa también se vio alentada por los balances económicos. Las auditorías públicas sobre los costes de un modelo con dificultades intrínsecas para adaptarse a las cada vez más estrictas exigencias medioambientales tuvieron un peso nada desdeñable en esa evolución. Junto a los accidentes.

Abanderado de la soberanía

Si al lobby nuclear, capitaneado en el Estado francés por su multinacional Areva, le costó superar el efecto Chernobyl (1986), aun justificando lo ocurrido en la planta ucraniana como un suceso excepcional, achacable a una languideciente Unión Soviética y que, por lo tanto, no prejuzgaba lo que podía ocurrir en otras latitudes, el accidente ocurrido en 2011 en la planta japonesa de Fukushima quebró dicho espejismo y mostró a los ojos del mundo que la energía nuclear, debido, entre otras cuestiones, a su enorme costo, obliga a jugar al límite, con el consiguiente aumento de la factura de riesgos.

De momento, y guiado por el afán de abaratar como sea la factura en tiempo electoral, París ha rehabilitado presas hidroeléctricas y centrales de carbón. Medidas de choque para bajar el precio del kilowatio.

País de referencia para la causa nuclear, el Estado francés tiene pendiente un balance sobre los desequilibrios que ha generado el desarrollismo atómico en su balanza energética, de cara a discernir su impacto a la hora de lastrar el desarrollo de alternativas.

Reparar centrales vetustas es caro y alargar su vida es una opción impopular por sus riesgos. Ello sin olvidar que el avance tecnológico no ha logrado resolver el almacenamiento de los residuos más radiactivos.

Una cuestión candente mirando hacia atrás, e inquietante cuando se perfila un relanzamiento nuclear desde un estado miembro de la Unión Europea. Todo bajo la tutela de un gestor que hace caso omiso de los signos que lanza un planeta hoy todavía más exhausto que aquel que rotaba en el arranque de un programa nuclear al que Macron trata hoy de devolver su oropel.