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Kazajistán: De protesta legítima a guerra palaciega, a beneficio de Rusia

Dos semanas después de las protestas por la subida del gas en Kazajistán, y que derivaron en una revuelta que exigía un cambio de régimen en la república centroasiática, reprimida a sangre y fuego, la situación ha vuelto a la «normalidad» en la autocracia oligárquica post-soviética.

Soldados de la alianza militar post-soviética se retiran de Almaty, capital ecoonómica de Kazajistán. ( Alexandr BOGDANOV | AFP)

Las protestas comenzaron el 1 de enero tras doblarse el precio del gas en el oeste del país, concretamente en la ciudad petrolera y gasera de Janaozen, en la región occidental de Manguistau, conocida por su historial de huelgas a favor de la nacionalización de los recursos del país desde los años 2000.

Janaozen fue ya escenario en 2011 de un levantamiento de los trabajadores del sector petrolero reivindicando una subida del sueldo y la mejora de las condiciones de vida. Fue duramente reprimida, con 15 muertos y cientos de heridos y de detenidos.

Todo el país, y especialmente la muy castigada región de Mangistau, depende del gas natural licuado (GNL) de petróleo como carburante para los coches.

El presidente kazajo, Kasim-Jomart Tokaiev, ordenó rebajar el precio del gas y destituyó al gobierno y a varios responsables de compañías energéticas.

Pero las protestas diversificaron sus exigencias socio.económicas, que dieron paso a la reclamación del fin del régimen bajo el lema ¡Shal, ket! («¡Viejo, vete!», en referencia al expresidente Nursultán Nazarbaiev, padre de la nación (Elbassy) y mentor del actual presidente.

En paralelo, se extendieron a las ciudades ribereñas del Caspio de Aktau y Atyrau y llegaron hasta Almaty, capital económica del país, en la frontera oriental con China.

Parece una secuencia lógica. Kazajistán es la primera economía de Asia Central y una potencia exportadora de petróleo (21% del PIB) y gas, además de uranio, del que es uno de los principales productores mundiales (y suministrador de las nucleares francesas), manganeso, hierro, cromo y carbón.

Pero toda esa riqueza está controlada por una élite mafiosa liderada por el clan Nazarbaiev, secretario general del PC kazajo (sucursal del PCUS, de cuyo Politburo fue miembro) en los últimos años de la URSS,  quien tras su desplome pasó a dirigir el país y que, en los últimos años. Sus mansiones y riquezas, en Kazajistán, en Occidente y en Oriente, son incontables.

Mientras tanto, el inmenso país, el noveno más extenso del mundo y con solo 18 millones de habitantes, sufre una aguda crisis económica, agravada por un giro neoliberal y por la crisis endémica, y en parte por efecto de las sanciones occidentales, de su gran vecino, Rusia.

Las protestas iniciales congregaban a trabajadores, a obreros de las antiguas fábricas soviéticas y a una clase media depauperada por la inflación de los alimentos y de los bienes importados por el estepario país, se les unió la ninguneada y silenciada oposición política.

En los siguientes días, las marchas se vieron salpicadas por saqueos y enfrentamientos con la policía, comunes a este tipo de revueltas, y que analistas locales imputan a jóvenes marginados llegados desde el extrarradio y de otras regiones.

En otra vuelta de tuerca, dieron paso a asaltos a sedes gubernamentales, sobre todo en Almaty, donde ardió la residencia presidencial y los manifestantes ocuparon el aeropuerto.

El presidente kazajo decretó el estado de excepción, ordenó disparar a los manifestantes sin previo aviso y denunció un «complot terrorista», lo que le permitió abrir la puerta a la llegada de 2.000 soldados de la CSTO, «mini-OTAN» que agrupa a seis exrepúblicas soviéticas lideradas por Moscú.

Tokaiev denunció la presencia de «20.000 terroristas islamistas, bandidos y criminales, adiestrados e impulsados por fuerzas extranjeras y apoyados por un intento de golpe de Estado desde el interior».

Dos semanas después, y pese a que ha reconocido oficialmente que el régimen «estuvo a punto de caer», no ha aportado ninguna prueba a esas denuncias y el mundo sigue a la espera de las prometidas conclusiones de la anunciada investigación.

Pero hay otras hipótesis.

Una de ellas apela al manido término de «revolución de colores», que designa a revueltas en países cercanos a Rusia supuestamente impulsadas y financiadas por Occidente. El Maidan ucraniano es el modelo y las protestas en Bielorrusia tras las elecciones de 2020 su relevo. 

Ya circulan supuestas notas de la embajada estadounidense informando a Washington de protestas el 16 de diciembre y supuestos patrocinios de las protestas por el MI6 británico.

Evidentemente, esta lectura abunda en la importancia geoestratégica, indudable, de Kazajistán para una Rusia enfrentada estos tiempos con Occidente por Ucrania y Bielorrusia, y a la que habrían intentado abrir un «frente oriental» en Kazajistán.

Y en su importancia para China, que precisamente presentó en 2013  su Nueva Ruta de la Seda en la Universidad Nazarbaiev, bautizada así en honor  al expresidente y artífice del «exitoso» modelo kazajo, que consistió en la mutación controlada de la nomenclatura soviética en una oligarquía capitalista con «rostro asiático». ¿Les suena?

Pareciera siempre que esta lectura da carta de naturaleza legítima a los intereses geopolíticos de los países enfrentados a EEUU, mientras desprecia las reivindicaciones sociales, económicas y políticas, siquiera de parte, de las poblaciones concernidas por esas revueltas (en Ucrania, en Bielorrusia...). Cuando no las criminaliza directamente por el apoyo que reciben de Occidente.

Ello contrasta con su apoyo entusiasta e incondicional a las protestas en partes del mundo –como Latinoamérica–, donde los que se ponen en solfa son los intereses de EEUU y Occidente.

No es, con todo, la geoestratégica la única lectura conspirativa en torno a la revuelta kazaja.
Círculos opositores han aludido a que las protestas fueron reventadas por grupos criminales en una guerra entre las distintas familias políticas del país por el control del poder. Esta hipótesis parece reforzada por la purga desatada por el presidente contra el círculo cercano a Nazarbaiev y por su alusión a un golpe de Estado en curso aprovechando las protestas.

Pero hay quien apunta directamente a Tokayev. La Federación Italiana de Derechos Humanos y once organizaciones civiles kazajas aseguran que las protestas fueron manipuladas por «grupos controlados por el Gobierno». Hay testimonios sobre planes de algunos clanes regionales y locales del país para ajustar cuentas con Nazarbaiev.

Sea como fuere, lo que está claro es que el presidente se ha sacudido el padrinazgo de su mentor, Nursultán Nazarbaiev. No solo destituyéndole como presidente del Consejo de Seguridad Nacional, un cargo desde el que tras renunciar en 2019 tras 29 años como presidente del país seguía controlando los entresijos del poder, sino descabezando a los servicios secretos, hasta ahora en manos de sus fieles, y destituyendo de sus cargos políticos y económicos a sus familiares.

Hasta tal punto que se ha permitido denunciar el secuestro del país por parte de la élite liderada por Nazarbaiev. Y eso que este le legó, junto al cargo de presidente y como «dote», un campo de petroleo en Gryadovoye, con el que el hijo de Tokaiev creó  la compañía Abi Petroleum.

Nazarbaiev, que no comparecía públicamente desde el 27 de diciembre –cuando viajó a San Petersburgo– ha roto en las últimas horas su silencio con una alocución televisada en la que niega un conflicto palaciego, asegura que sigue en la capital  y reconoce que su otrora delfín «tiene todo el poder y yo soy un simple jubilado que disfruta de un merecido descanso».

Por de pronto, el nombre de la capital política, Nursultán  (en honor al nombre, «Sultán Radiante», del expresidente), ha desaparecido de los documentos oficiales y la ciudad ha recuperado su viejo topónimo, Astaná

Tokaiev, antiguo diplomático soviético en la Embajada de la URSS en Pekín no solo ha tomado el control de los Servicios de Seguridad –hubo policías y soldados, incluso oficiales, que desertaron y se pasaron a los rebeldes–, sino que ha aprovechado la crisis para reforzar su liderazgo, hasta ahora solo formal.  

Y ha ligado su poder y su futuro al del presidente ruso, Vladimir Putin, quien, con su intervención militar ha reforzado la preeminencia de Rusia en Kazajistán, tal y como hizo en 2020 en Bielorrusia cuando su líder, Alexandr Lukashenko, pidió auxilio a Moscú para sofocar una revuelta que denunciaba un fraude electoral masivo.

Ese triunfo estratégico de Moscú podría suponer un punto de inflexión en la política multivectorial de Kazajistán, que le ha permitido hasta ahora cultivar relaciones privilegiadas desde China a EEUU, pasando por Rusia y la UE.

La victoria de Putin no termina de casar, en este caso, con la hipótesis geopolítica que ve la sombra de Washington en todas las esquinas de Rusia. A no ser que concedamos que estadounidenses y occidentales se han disparado un tiro en el pie.

Puestos a especular, cabría recordar el enfado del Kremlin con las medidas impulsadas desde hace años por Kazajistán en clave nacional y de recuperación de la memoria histórica kazaja. Poco antes de la crisis, y con motivo de la implantación de una ley en el sector servicios que obligaba a rotular en Kazajo y anulaba la obligación de hacerlo en ruso, Moscú denunció una deriva de Kazajistán hacia un «sentimiento anti-ruso» tras el que ve al presidente turco, Recep Tayip Erdogan.

Rusia, que ponía a Kazajistán como ejemplo de respeto a «las tradiciones soviéticas» (el mantenimiento del estratégico cosmódromo de Baikonur, la reivindicación de la Gran Guerra Patriótica contra el nazismo…) no veía con buenos ojos el incremento del sentimiento pan-turco o turcomano en el país.

No le hizo ninguna gracia que el país festejara en 2015 el 550 aniversario del primer Estado kazajo –Putin sostuvo entonces que Kazajistán nunca fue independiente hasta el desplome de la URSS. Ni que el propio Nazarbaiev liderara en 2021 la creación en Estambul de la Unión de Estados Turcos, que tiene como objetivo agrupar a los estados de origen turco o turcomano desde Turquía hasta la frontera con China.

Por de pronto, el presidente Tokaiev ha recuperado en sus discursos oficiales el ruso, que domina el 51% de una población cuya quinta parte (3,5 millones) es de etnia rusa. Menos, con todo, que el 40% de rusos en el Kazajistán de los años setenta. Herederos étnicos de los colonos rusos enviados por el imperio zarista y que en los siglos XVIII y XIX fundaron la ciudad de Alma-Ata, hoy Almaty, epicentro de la sofocada revuelta.