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Entrevista
Gervasio Sánchez
Fotoperiodista

«Llevo 40 años retratando la violencia y me niego a trabajar desde la ventana»

Con más de 40 años en el fotoperiodismo, Gervasio Sánchez se ha desenvuelto en múltiples contextos bélicos, desde América Latina a la guerra de los Balcanes, Sierra Leona, Afganistán... Donostia acoge hasta el 30 de abril su exposición “Violencias contra las mujeres en conflictos internacionales”.

El fotoperiodista Gervasio Sánchez en la apertura de la exposición «Violencias contra las mujeres en conflictos internacionales» en Okendo Kultur Etxea, en Donostia. (Andoni Canellada)

La joven de la fotografía inferior y que es observada por el fotoperiodista Gervasio Sánchez en la presentación de la exposición «Violencias contra las mujeres en conflictos internacionales» en Okendo Kultur Etxea, en Donostia, es Mariatu Kamara, de 15 años. En 1999 sufrió la amputación de sus dos manos durante la guerra de Sierra Leona, donde «la amputación se convirtió en un arma de guerra. Me decía que lo más difícil para ella era acercar a su bebé al pecho para amamantarlo. Su hijo murió poco después de nacer de malnutrición», explica Sánchez. La de Kamara es una de las 40 fotografías de mujeres y niñas hechas entre 1984 y 2016 en 25 conflictos armados que componen la exposición, abierta hasta el 30 de abril. Sus nombres e historias también forman parte del libro “Violencias, mujeres, guerras”.

En el prólogo del mismo, Sánchez subraya que «no es igual ser mujer que hombre en una guerra, una hambruna o una epidemia. Siempre hay un sufrimiento extra. Si una mujer pisa una mina antipersona, a menudo será abandonada por su marido. He conocido a mujeres que perdieron a sus seres queridos cuando eran muy jóvenes y nunca han vuelto a tener una relación amorosa. Otras han tenido que defender al marido desaparecido que las maltrataba y pegaba antes de ser secuestrado.  En las crisis de los refugiados son las mujeres las que se tienen que hacer cargo de los hijos más pequeños. Los niños mueren de hambre, cólera, malaria, tuberculosis casi siempre en brazos de sus madres. En muchos países, los niños son secuestrados a edades muy tempranas, algunos menores de 10 años. Los varones son convertidos en soldados y se les prepara para hacer sufrir, amputar, violar o matar. A las niñas se las convierte en esclavas sexuales».

«Las violencias dejan un rastro para siempre... He conocido a madres que han perdido la relación con sus hijos vivos porque los desaparecidos están más presentes que los propios vivos», resalta a GARA.



En el prólogo del libro pone de relieve que «muchas mujeres deben ocultar el horror vivido a sus propios maridos para evitar ser abandonadas o acusadas de no haberse resistido hasta la muerte».

En 2011, 15 mujeres indígenas quekchíes tuvieron las agallas de presentar una querella ante la Fiscalía de Guatemala por los hechos ocurridos entre 1982 y 1983 en el destacamento Sepur Zarco. Fueron detenidas, violadas y convertidas en esclavas sexuales. Al principio iban tapadas para que nadie las reconociera, tenían miedo de que sus propias comunidades las acusaran de utilizar la violencia sexual para obtener beneficios económicos. He entrevistado en Bosnia a mujeres embarazadas tras ser violadas a punto de abortar. Lo que más les pesaba no era la propia violación sino que sus maridos se enterasen, porque si lo hacían se acabaría la relación. En las unidades guerrilleras de América Latina, hay reclutamiento forzoso de niños y de niñas. He conocido a menores de edad emparejadas con comandantes que podrían ser sus padres. Algunos podrían decir que es el amor. Cuando fuerzas a una menor a tener sexo, da igual que estés en Afganistán, en un país absolutamente retrógrado, o en una guerrilla progresista.

Entre el suicidio de Hitler el 30 de abril de 1945 y el armisticio ocho días después, 130.000 mujeres y menores alemanas fueron violadas por los soviéticos, los «liberadores» del régimen nazi, en venganza por las violaciones que habían sufrido sus mujeres durante la presencia de los alemanes en Rusia. En los primeros tres años de la posguerra europea para cualquier mujer o menor en Austria, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda el mayor temor era ser violada por alguno de los ejércitos aliados. No solo violan los malos, también violan los buenos. Esto hay que tenerlo muy en cuenta cuando se hace un relato del conflicto. Hay que alejarse del discurso perfecto de ‘estos son los asesinos, aquellos no lo son’.

Lleva más de cuatro décadas dedicadas al fotoperiodismo. ¿Cómo ha ido evolucionando?

Empecé a los principios de los 80. Iba a los conflictos con una cámara y veía trabajar a mis compañeros que en aquel momento eran los líderes del fotoperiodismo. Ha mejorado muchísimo la facilidad para tomar imágenes porque lo puedes hacer con el móvil. Yo la pandemia la he hecho con el móvil, ante la censura impuesta por todas las autoridades políticas en cualquier comunidad autónoma. Independientemente de su color político, impusieron prohibiciones para que los periodistas pudiésemos entrar en residencias, tanatorios, en las UCI… Yo me colé en residencias y en todas las partes... e hice las fotos con un móvil, con lo cual sí se pueden hacer buenas fotos, que luego van a libros, con un móvil que sea de calidad.

El desastre está en que los medios de comunicación del Estado español han empezado a no darle importancia a la imagen. A veces ves publicadas imágenes que no tienen el valor fotográfico que deberían de tener, es como si permitieras que un texto se escribiera con faltas de ortografía. Si solamente le permites al fotógrafo ir tres días a Ucrania, hará una historia superficial aunque corra mucho y sea muy listo. Así estás hiriendo de muerte al fotoperiodismo.

Llevo 40 años fotografiando la violencia y me niego sistemáticamente a trabajar desde la ventana. Esta moda actual de cubrir la pandemia mirando por la ventana, me parece una traición a los principios fundamentales del periodismo. Hay que ir a los sitios y hurgar en las contradicciones. Eso es periodismo, lo demás es propaganda, a favor de unos o de otros, pero propaganda.

Los retratos que vemos son fruto de décadas de trabajo y de dedicación a un mismo tema.

Por ejemplo, la historia de Mariatu, una niña a la que fotografié con una doble amputación en Sierra Leona, donde estuve trabajando desde 1999 hasta 2004. Fruto de esos cinco años de viajes continuos hice un libro de fotografías que se llama “Sierra Leona, guerra y paz”, un libro literario, “Salvar a los niños soldado”, y otro, “Los ojos de la guerra”, en memoria de Miguel Gil, a quien mataron en el país. He trabajado 13 años sobre las desapariciones forzadas en América Latina y desde 2008 estoy trabajando sobre los desaparecidos en España. Posiblemente sea junto a Enric Martí el fotógrafo que más tiempo pasó en Sarajevo durante la guerra.

Son trabajos que no se hacen de la noche a la mañana. Lo que me interesa es que la gente entienda que no te puedes quedar en la superficie de la violencia. Las violencias dejan un rastro para siempre, seas niño, adolescente, hombre o mujer. La violencia síquica, física, sexual, el impacto de los desaparecidos… he conocido a madres que han perdido la relación con sus hijos vivos porque los desaparecidos están más presentes que los propios vivos.

Después de haber sido testigo de tanta miseria humana, ¿ve resentido su carácter?

Cuando las reglas dejan de funcionar y la gente empieza a matarse, aparece lo peor del ser humano. Pero no solo es culpable el que mata. También lo son los que aplauden a quienes matan, los que dan las órdenes y no se untan de sangre las manos y los que miran hacia otro lado. Las consecuencias de un conflicto duran décadas, la guerra no acaba cuando dice wikipedia. La guerra de los Balcanes sigue estando presente en la vida de quienes la sufrieron. Coge cualquier conflicto y busca a los asesinos, a quienes los han jaleado, a quienes han dado las órdenes de matar y a quienes han mirado hacia otro lado y luego busca a los inocentes y encontrarás muy poca gente. Lo difícil en un conflicto es encontrar inocentes de verdad. Cuando las comunidades se enfrentan por motivos étnicos, nacionalistas, lingüísticos, de bandera… la espita que se abre no hay quien la cierre y tiene consecuencias tremendas a corto, mediano y largo plazo.

En el documental “Album de posguerra”, nominado a los Goya 2022, contacta con algunos de los niños, hoy día adultos, que fotografió durante el asedio a Sarajevo. ¿Cómo fue ese reencuentro 25 años después?

Mi idea desde 2002, cuando se cumplían diez años del inicio de la guerra de Bosnia, era buscar a los protagonistas infantiles de mis fotografías. Quería un documento lo suficientemente impactante para que los políticos y diplomáticos de la época, que fueron tan culpables como los asesinos –estoy hablando de ingleses, franceses, alemanes, italianos, belgas, españoles– no hicieran el relato que ellos quisieran hacer, sino que el relato lo hicieran las víctimas. El documental muestra hasta dónde llega el impacto de la violencia. Todos esos niños y adolescentes quizás no se preocuparon de las consecuencias de la guerra porque las guardaron en su subconsciente hasta que aparecen de repente unas fotos que son las mías, las únicas que tienen de la guerra y en las que se reconocen. ‘Fíjate, qué delgado estaba’, ‘Mi madre llorando’… todo ello empieza a sacar a la superficie de la conciencia de cosas que estaban escondidas. Sus reflexiones ponen en un brete todas las declaraciones y el sentido más estúpido de la justificación de la violencia.

Me viene a la mente la película “Quo vadis Aida”, una severa crítica a la misión de la ONU por la masacre de Srebrenica.

No hace falta irse hasta julio de 1995. Mira lo que pasó en verano en Afganistán. Las potencias europeas haciendo el paripé en el aeropuerto de Kabul. Ejércitos de élite –estadounidenses, franceses, ingleses, españoles…– haciendo el ridículo más absoluto. En los Balcanes se hizo el ridículo, pero no lo hicieron los holandeses en Srebrenica o en Potocari, que es donde ocurre lo que se ve en la película. Los culpables fueron los burócratas que estaban en Bruselas, la OTAN y los gobiernos europeos, que ni en Bosnia, ni en Ruanda en 1994 fueron capaces de buscar una solución al genocidio.