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Momentos de aquella vida

De la mano de Richard Linklater, los niños se convierten en los nuevos héroes espaciales de la NASA. (NAIZ)

Richard Linklater se ha ganado a pulso su condición de director fundamental. No solo dentro del ecosistema del cine independiente americano que le vio crecer como artista, sino también ampliando el marco de observación a una autoría mundial donde su nombre sigue brillando como uno de los más grandes. Hablamos, al fin y al cabo, del principal responsable (junto a los cómplices necesarios Ethan Hawke y Julie Delpy) de “Antes del amanecer”, “Antes del atardecer” y “Antes del anochecer”, una de las sagas románticas más aclamadas de la historia.

Hablamos también, cómo no mencionarlo, del autor de “Boyhood”, esa película colosal rodada durante ni más ni menos que doce años, para conseguir así que el cine avanzara al mismo ritmo que la vida misma. Pero Richard Linklater también es el director al que no le importa comandar proyectos mucho más pequeños, comparativamente irrisorios. A fin de cuentas, sin su talentosa mano no se entiende la frescura de títulos como “Escuela de Rock” o “Bernie”, las cuales podían pasar, a simple vista, como vehículos de lucimiento para el arrollador carisma de Jack Black, pero que en realidad calaban por el poso de amargura y puro amor que despertaban los protagonistas de ambas historias.

O sea, que tratamos con uno de los pocos cineastas que claramente han entendido que para adquirir el estatus de “grandeza” se puede recurrir a las pequeñas dimensiones. Su nuevo trabajo, “Apolo 10½: Una infancia espacial”, disponible en Netflix, es una brillante prueba de ello: una aventura que nos lleva a la inmensidad de la conquista de los límites conocidos del cosmos, pero que al mismo tiempo nunca pierde la referencia de la escala humana, o sea, de todos aquellos lugares e instantes con los que todos podemos haber construido nuestra experiencia vital.

Como ya hiciera en “Waking Life” o “A Skanner Darkly (Una mirada a la oscuridad)”, este cineasta de Texas echa mano de la técnica rotoscópica, es decir, de la animación que surge después de dibujar y pintar imágenes reales, para dar forma a un relato que, precisamente, se mueve constantemente entre dos aguas.

El año es 1969, el lugar es Houston, epicentro de un optimismo tecnológico que ha calado no solo en el impulso de la carrera espacial, sino también en toda la nación de Estados Unidos, el nuevo faro de Occidente en las horas oscuras de la Guerra Fría. En este contexto, un niño juega despreocupadamente en el patio de su escuela, hasta que de repente, de la nada, aparecen dos hombres vestidos de negro que, como indica su apariencia, son los encargados de supervisar un programa gubernamental de alto secreto.

Al parecer, llevados por las prisas para llegar a la Luna antes que la Unión Soviética, los científicos de la NASA han construido una cápsula espacial de dimensiones excesivamente reducidas, es decir, un sofisticadísimo vehículo que solo puede ser pilotado por un crío. Y ahí es, obvia y literalmente, donde entra el joven protagonista de esta historia. Tan absurdo y descabellado como muchas de las películas con las que nos criamos. “Apolo 10½: Una infancia espacial” es una carta de amor a todas esas ficciones cinematográficas, pero ahí donde el conjunto consigue «romper la barrera del sonido y superar las fronteras estratosféricas» es cuando la narración es guiada por la voz en off de su protagonista.

La versión adulta de este mira hacia atrás y rememora lo que significó criarse como el menor de seis hermanos en un hogar suburbial de ese Houston a caballo entre los años 60 y 70 del siglo pasado. El mito del “American Way of Life” (lo que siempre se ha conocido como el sueño americano, vaya) aquí cobra vida como un maravilloso ejercicio de nostalgia que, como sucede con la animación empleada, navega constantemente entre la realidad y la fantasía; entre el recuerdo de lo vivido y los anhelos que nos impulsaron hacia la edad adulta.

Richard Linklater en su salsa: desde la dirección y el guion, traza el recorrido de una odisea alucinante por el tiempo y el espacio. Esto es, un documento histórico escrito desde la humildad y el ingenio del diario íntimo. El cuaderno de bitácora se convierte pues en una especie de transmisor mágico (a la naturaleza de las imágenes debemos remitirnos de nuevo) que nos lleva, en un abrir y cerrar de ojos, del relato auto-biográfico a esas aventuras que solo podrían existir en las mentes más brillantes e inquietas.

El arte (y desde luego el cine no marca la excepción) surge casi siempre de la mezcla casi-alquímica de estos dos elementos: la vida que fue y la que podría haber sido. Richard Linklater, dicharachero maestro de lo inmenso a partir de lo minúsculo, mira a su «mundo de ayer» con la conciencia de que los cohetes espaciales son, ahora mismo, algo así como un patrimonio inmaterial de la humanidad: una pieza clave dentro de un imaginario que, como tal, debe ser gobernado por la ausencia de límites de la imaginación. “Apolo 10½: Una infancia espacial” vuela así como ese informe de misión tan formidable en su relato (por divertido, por tierno, por inteligente...), que poco o nada importa entrar a discutir qué es verdad y qué es mentira.