Macron, odiado ganador ¿eterno?
La mitad de Francia le odia, pero ha vuelto a ganar las presidenciales. Su oratoria líquida, «ni de izquierdas ni de derechas», es el secreto de su triunfo, pero puede ser su tumba si la histórica dicotomía política resurge. Lo que no está claro en vísperas de las legislativas.
El inquilino del Elíseo, Emmanuel Macron, ganó hace siete días con holgura las presidenciales. La afirmación peca de perogrullada, pero conviene remarcarla, más allá de preferencias y del odio que despierta en amplios sectores del Estado francés, de análisis pospresidenciales o de cálculos preelectorales de cara a las legislativas de junio.
Los peros, matices, contextualizaciones… son muy importantes en el análisis político, pero, redundancia, acarrean el riesgo de perder perspectiva.
Que Macron venciera con el 58,5% de votos era un margen que no avanzó ninguna predicción tras la primera vuelta del 10 de abril. Aunque se haya dejado casi 8 puntos respecto a su primera victoria en 2017 y pese a la abstención, la mayor en el último medio siglo.
Es posible que no pocas cabeceras exageraran el riesgo de una derrota del presidente para forzar el ya desgastado «frente republicano» e impedir la victoria de la extrema derecha.
Es, a la vez, evidente que muchos medios priman la política espectáculo para intentar mantener la atención de la audiencia. Y nada como presentar las elecciones como una tanda de penaltis en la que cualquiera de los dos candidatos puede ganar para vender share o forzar clics.
Macron es el primer jefe del Estado desde 2002 que revalida su puesto. Muchos le auguraban el destino de Giscard d' Estaing. Presidente entre 1974 y 1981, y como él joven prodigio de la política, era liberal en economía, europeísta, modernizador en cuestiones como el aborto y el divorcio e igualmente soberbio y altanero desde su altura intelectual. Un clon, precursor, del actual mandatario.
D' Estaing mordió el polvo ante un François Miterrand (PS) que, pese a ser demonizado por el establishment por sus promesas de nacionalizaciones y su apuesta por una alianza con los comunistas del PCF, le machacó en el debate presidencial tras devolverle, cual boomerang, el golpe ante una pregunta sobre el tipo de cambio entre el franco y el marco alemán.
El aristocrático alcalde de Chamalières (en Auvernia, centro) que había sido igualmente traicionado por su compañero de partido –«cuídame de mis amigos…»– Jacques Chirac, acabaría en el exilio, político y físico, tras fracasar en su intento de ganar la Alcaldía de la capital, Clermont-Ferrand.
Macron ha ganado unas presidenciales que eran un referéndum sobre su figura y ha sorteado el destino que deparó a sus dos predecesores, François Hollande (2012-2017) y Nicolas Sarkozy (2007-2012), que a la segunda vieron truncadas sus respectivas carreras políticas.
Emula así a Chirac (1995-2002-2007) y a Miterrand (1981-1988-1995), y seguirá en El Elíseo, en principio, hasta 2027, completando dos quinquenios (hasta la segunda presidencia de Chirac el mandato era de siete años).
Lo que no es poco en estos tiempos convulsos, y tras un primer mandato marcado por sucesivas sacudidas. Comenzó con la revuelta de los chalecos amarillos, que paralizó durante meses y todos los fines de semana el centro de las grandes y medianas ciudades. Tampoco han faltado graves atentados yihadistas, como la decapitación del maestro Samuel Paty tras mostrar en clase una caricatura de Mahoma. Sin olvidar la pandemia en un país con gran tradición protestante y antivacunas.
Ya en el ámbito internacional, su primer mandato se agotaba con una sonrojante retirada militar de Mali (Francafrique) y terminaba con una invasión militar rusa de Ucrania que dejaba en su sitio diplomático a un Macron que vio cómo el presidente ruso, Vladimir Putin, le mentía sobre sus planes militares y le ninguneaba como «perrito faldero» de EEUU.
Por si todo esto fuera poco, su programa electoral, el retraso en la edad de jublilación de 62 a 65 y la obligación a los beneficiarios del ingreso de solidaridad activa (RSA) hagan 15 horas de trabajo social a la semana –aunque rebajadas para la segunda vuelta– eran el colofón a un mandato que arrancó con la supresión del impuesto sobre el patrimonio, la reducción del impuesto a los beneficios empresariales y una reforma laboral favorable a los empresarios.
Pese a todo, no se han cumplido las predicciones agoreras que no descartaban su derrota y recordaban que tampoco se previó la victoria del «sí» en el Brexit y de Donald Trump en las presidenciales estadounidenses, ambas en 2016.
Otra cosa es cómo ha vencido Macron. Lo ha hecho con mucho voto prestado. Pero eso tampoco es realmente nuevo. Ya en 2017, y tras lograr un pírrico 24% de los votos en primera vuelta, venció con un 66% en la segunda y definitiva gracias al voto útil contra la ultraderechista Marine Le Pen, que le pisaba los talones y cosechó finalmente poco menos de un 34%.
Esta tendencia se ha repetido, aunque más matizadamente, en 2022. Al punto de que un 40% de los que votaron al insumiso izquierdista y jacobino Jean-Luc Mélenchon, votaron por Macron con la nariz tapada.
Eso dando por descontado que el mandatario francés ha vuelto a fagocitar, desde el centro, casi todo el voto tradicional y moderado del PS, del que procede, y parte del voto homologado de la derecha gaullista.
Ahí reside el secreto de su éxito. En que se presenta como ni de izquierdas ni de derechas, cultivando adrede un aura enigmática, entre un oportunista y una mente inasible por el común de los mortales.
Estudiante de Filosofía en París-Nanterre, doró su curriculum en el elitista Instituto de Estudios Políticos (IEP) de la capital francesa y en la ya exclusiva Escuela Nacional de Administración, de donde salió como inspector de Finanzas. La militancia socialista en su juventud tardía no le impidió fichar para la Banca Rothschild como banquero, tejedor de relaciones con grandes empresarios y beneficiario de altos dividendos.
Es una dicotomía controlada, pero que el propio Macron justifica como heredera de los dos referentes que, reconoce, más han influido en él. De un lado, el filósofo protestante y gran pensador francés Paul Ricoeur, del que reivindica su pragmatismo humanista y su teorización de la laicidad de apertura, que contrapone a la «laicidad revanchista» que niega la importancia de lo sagrado o religioso.
Contra lo que pueda parecer, Macron tiene principios. Y el primero es su visión vertical, él asegura que no autoritaria, del ejercicio del poder, un poder presidencial desde el que busca reforzar a una UE en la que «Francia puede y pueda imponer sus valores».
De otro, el de Maquiavelo, sobre quien realizó su tesis, y que personifica su ansia jupiterina por mantener el poder usando y abusando del lenguaje, del estilo y de la indefinición. Y dejando a su alrededor un reguero de cadáveres políticos.
Que se lo digan si no al PS de Hollande, quien desoyó los consejos de los suyos y le aupó al superministerio de Economía, desde el que Macron saltó «en Marche» a la cima del poder.
Ya entonces aseguró que no era socialista y ha sido acusado por la izquierda de neoliberal. Sin embargo, no pocos liberales aseguran que su primer mandato al frente del Estado francés ha sido marcadamente intervencionista en lo económico, sobre todo durante la pandemia, con un aumento importante del gasto y del déficit.
Macron defiende que no es de derechas ni de izquierdas, pero tiene principios. Y el principal es su visión vertical, él asegura que no autoritaria, del ejercicio del poder, un poder presidencial que, a su juicio, debe sustituir al vacío existencial francés de la ausencia de la (decapitada) figura del rey, como hicieran Napoleón y De Gaulle.
Porque Macron es, ante todo, un soberanista republicano, pero que ha sustituido a Francia por Europa (la UE). Y no porque no defienda al Estado francés sobre todas las cosas, sino porque considera que la UE es el mejor y único escenario en el que su «Francia puede imponer sus valores».
En ese sentido, Le Pen puede ser vista como su némesis, pero defiende igualmente Francia como valor supremo, eso sí, rechazando que deba estar subsumida en un ente político europeo. Y, como Macron, diluyó la dicotomía izquierda-derecha (una maniobra históricamente consustancial a los movimientos posfascistas) apostando por una campaña en la que ha limado sus aristas más ultras en materia de inmigración y de guerra cultural y lanzando guiños a la Francia indignada.
Tampoco conviene olvidar que Mélenchon, de La France Insoumise, comparte una visión soberanista, anti-UE y jacobina, aunque hay que reconocer que su visión de Francia es inclusiva para con la inmigración, no con las naciones y culturas que subsisten en el Estado, y desde una visión diáfana de izquierda.
Si Mélenchon logra, forjando alianza con ecologistas y socialistas, demostrar que la izquierda existe, y si la derecha y el desnortado electorado gaullista cede a las presiones de la derecha ultra –atención a la labor de ariete de Eric Zemmour– y forja la coalición de una derecha desacomplejada, Macron puede tener un problema y verse abocado a bregar con un Parlamento hostil e incluso con un Gobieno de cohabitación.
De lo contrario, podría revalidar mayoría absoluta en el Parlamento y afrontar un segundo mandato, teniendo en frente a la Francia airada, pero apoyándose en la Francia satisfecha, que también existe (si no no habría ganado por segunda vez).
Y eligiendo y reeligiendo como primer ministro a «alguien que vaya más allá de colores políticos y esté apegado a la cuestión social, a la cuestión medioambiental y a la cuestión productiva».