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De la herencia al descubrimiento

Primero con ‘Tengo sueños eléctricos’, de Valentina Maurel; después con ‘Astrakan’, de David Depesseville. El Festival de Cine de Locarno se empapa de los defectos del mundo adulto, para así poder entender mejor cómo estos se transmiten a una juventud que lucha por escapar de los legados tóxicos.

El equipo del filme ‘Tengo sueños eléctricos’, en el posado para los fotógrafos. (FESTIVAL DE LOCARNO)

Cuando más nos acercamos al fin de esta edición, más esmero pone Locarno en intentar revertir el paso del tiempo; en rejuvenecer, poniendo toda su atención en aquellos a los que, para bien o para mal, todavía tienen toda la vida por delante. Hoy nos volvemos a mover entre el Concorso Internazionale, ese escaparate principal donde se determinará quién va a alzarse con el nuevo Leopardo de Oro, y la sección secundaria Cineasti del Presente, allí donde, precisamente, empiezan a destacar las voces del futuro… aquellas que, para mayor pirueta, se preguntan por aquello que está por llegar, intentando entender todo lo que vino antes.

Empieza la jornada con la entrada en escena de Valentina Maurel. La joven realizadora costarricencse, criada artísticamente en Bégica, presenta una producción con sello de este último país, esto sí, para llevarnos a la capital de su lugar de nacimiento. En San José, una familia compuesta por un padre, una madre y dos hijas (la mayor de ellas, metida de lleno en la adolescencia, es la protagonista de esta función), va en un coche, de camino a casa. El tráfico, como sucede habitualmente en dicha ciudad, es un caos, y claro, el hombre que va al volante, va perdiendo la compostura, la paciencia… esa racionalidad con la que se nos ha enseñado a relacionarnos con la sociedad.

Hasta que todo estalla, en un impacto de violencia (del padre contra la puerta de un garaje que ha decidido no abrirse), que expone a cada uno de los miembros de dicha familia. La directora y guionista no solo está interesada en retratar a ese pobre diablo descargando furiosamente su frustración contra cualquier objeto que se le ponga por delante, sino que también (y sobre todo) está atenta a las reacciones de las personas que están a su alrededor, las que se debaten entre confrontar tan bochornoso espectáculo o, al contrario, intentar abstraerse de él. Una herida abierta, una mancha de orina, una radio con el volumen al máximo, unos postes de electricidad… la mirada de Maurel es inquieta, y también de una inteligencia desbordante.

‘Tengo sueños eléctricos’, que así se titula este su primer largometraje, tienes los tonos, los procederes y los tempos de un coming of age, es decir, se trata de un título más en la ahora mismo inabarcable constelación de films que tratan la entrada en la edad adulta. La particularidad de este caso, más allá de los encajes internacionales que figuran en la ficha artística, la encontramos en la atención que la autora dedica a unos lazos paterno/materno-filiales que lo son todo. Este drama de juventud de corte observacional (y en el que brilla el trabajo interpretativo de su elenco, en especial el de Daniela Marín Navarro y el de Reinaldo Amien, hija y padre en la pantalla) bascula constantemente en el temor y la atracción que puede ejercer la influencia de los progenitores en nuestra formación como personas independientes.

¿A quién ha salido? ¿Al padre o a la madre? Estas preguntas tan tópicas (y a la vez, tan cargadas de amenazante verdad) manchan y condicionan la psique de una chica que se relaciona con las autoridades de su hogar con esa mezcla volcánica entre miedo, admiración, disgusto y total devoción. Valentina Maurel rompe así con las burbujas narcisistas que normalmente condicionan este tipo de historias: aquí, la adolescencia experimenta con esas primeras veces (fiestas, drogas, sexo…) que les pide el cuerpo, pero por encima de esto intenta de verdad, ya con una mirada adulta, comprender sus propios orígenes, para saber mejor hacia dónde demonios se dirige.

Con pulsiones similares trabaja David Depesseville en, también, su largometraje de debut. En Cineasti del Presente encontramos la, de momento, gran alegría de dicha sección, y esto que en ‘Astrakan’ apenas hay sitio para la comedia. Al contrario. Ahora seguimos a un chaval de 12 años, que después de haber perdido a sus padres, es enviado a un pueblo perdido en lo más profundo de la ruralidad francesa, donde durante un período de prueba de unas cuantas semanas, recaerá en el seno de una familia que verá a este nuevo integrante como una manera de aliviar sus penurias económicas, pues con dicha acogida, espera percibir una remuneración del estado. Deplorables circunstancias que, esto sí, salen a la luz poco a poco, pues la película se propone adoptar la sensibilidad y el escaso conocimiento del mundo de su jovencísimo protagonista.

Con un preciso uso de las elipsis narrativas, de cortes limpios, fundidos a negro e imágenes superpuestas, el director y guionista levanta, con una sabiduría desarmante, primero una lección de filmar (es decir, de cómo relacionar la cámara con el objeto de estudio), y después de entender lo que pasa en el ecosistema que habita. Al igual que el crío que capitaliza prácticamente todos los planos de la película, es como si el propio cineasta estuviera inmerso en un proceso (entre maravilloso y traumático) para entender el mundo que le rodea. Para saber cómo opera la injusticia de la culpa heredada; para observar cómo los males de los adultos somatizan, en forma disfuncionalidades, en los niños que están a su cuidado.

Aquí, el primer amor y las primeras escapadas fuera del hogar también forman parte de esa senda del (auto-)descubrimiento, pero especialmente son vías de escape por las que la infancia intenta apartar la mirada del horror en el que les ha colocado el destino. En ‘Astrakan’ hay una apreciación emocionante de la belleza de lo cotidiano, pero también una conciencia, más y más latente, de los peligros que moran en cada rincón. Así, David Depesseville va construyendo una tensión que estalla en una recta final de una energía poética arrolladora, que bien podría situarse en la misma liga donde jugaba el maestro Jean Vigo, seguramente quien mejor lograra captar, en una pantalla, las convulsiones de esos primeros cuestionamientos de la autoridad (adulta).