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El director es la estrella

Godard en el Festival de Cannes en los años 60. (Ralph GATTI | AFP)

En mi época de estudiante universitario estaba de moda decir que tu cineasta preferido era Jean-Luc Godard, y ahora como entonces no me sumaba a dicha tendencia porque prefería a Truffaut. Siempre pensé, y sigo pensando, que nunca superó su ópera-prima ‘Al final de la escapada’ (1960), que estaba escrita por el bueno de François Truffaut.

Entonces, en pleno despegue de la Nouvelle Vague salida de la revista ‘Cahiers Du Cinéma’, eran amigos, pero después siempre que podía cargaba contra él, como si no le debiera nada. Con los años el mal carácter godardiano fue empeorando, y cada vez que veo las imágenes de Agnès Varda en la puerta de su casa, en Suiza, escribiéndole un mensaje en el cristal porque el genio no quiere recibirle, todo me queda un poco más claro.

Espantadas, enemistades y divismos a un lado, es de justicia reconocer que Godard fue el Ferran Adrià del cine, el que vino a cambiar el lenguaje del audiovisual. Se adelantó a su tiempo, tanto, que ya en su momento se podía percibir la influencia innovadora que se desprendía de sus trabajos.

Fue al primero que se le ocurrió, por ejemplo, insertar planos detalle de la espuma del café en la taza, y eso enseguida fue incorporado a los spots publicitarios.

Todo cuanto inventaba era rapidamente asimilado, también su discurso político, por más marxista que fuera, dada su naturaleza coyuntural y propagandística.