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Fotografía tomada hace veinte años por el fotoperiodista Miguel Riopa en la que se ve el Prestige ante las costas de Muxía. Fotografia: Brais Lorenzo

Viaje por la Costa da Morte veinte años después de la marea negra del Prestige


Frente a Galicia transcurre una de las autopistas marítimas más transitadas del planeta. Miles de buques se han quedado a la deriva. Entre los pueblos de Camelle y Fisterra, la costa granítica, con sus agujas rocosas, supone una trampa mortal para los cascos de los buques.

La muerte llegó a esta costa, como a muchas partes del planeta, en marzo de 2020, de la mano del SARS-CoV-2. La falta de recursos para defenderse de esta amenaza es acuciante y los hospitales solicitan medios para proteger al personal sanitario. Uno de esos hospitales, el Virxe da Xunqueira de Cee (A Coruña), se suma a la petición y la respuesta es inmediata: ciudadanía, empresas, cofradías y resto de sectores vinculados al mar llevan Equipos de Protección Especial (EPI), mascarillas y gafas. Es el mismo material que habían usado para las labores de limpieza y protección de otra catástrofe, la contaminación masiva provocada por el Prestige a finales de 2002 e inicios de 2003.

«En la Costa da Morte, la gente los había guardado porque pensaban ‘esto va a volver a pasar’, es como una certeza; la pregunta es cuándo y cómo». El actor Miguel de Lira y el dramaturgo Xesús Ron, integrantes de la compañía de teatro Chévere, reflexionan desde su local de ensayo, en Santiago de Compostela, sobre cómo aquella indumentaria les hizo trazar rápidamente, en su última producción, un paralelismo con la imagen del voluntariado recorriendo las costas gallegas hace veinte años. La compañía, Premio estatal de Teatro, documenta en su última obra, ‘N.E.V.E.R.M.O.R.E.’, la historia del Prestige en un escenario conformado por una hilera de trajes de protección que envuelven a dos voluntarios a su regreso, tras una larga jornada limpiando una de las tantas playas infestadas de crudo. Frente a frente, un voluntario limpia al otro con cuidado, en un silencio solo quebrado por la ayuda mutua que se brindan para quitarse las gafas, la mascarilla, después las botas y el traje y, de paso, sacarse la tristeza del día para afrontar con determinación el siguiente.

Toda esa historia comienza el 13 de noviembre de 2002. A la mañana siguiente, la gente de Muxía pudo ver desde sus ventanas, en el horizonte, el petrolero ya resquebrajado y vertiendo chapapote. La marea negra comenzó a llegar ese día al pueblo, y no paró durante meses. A Muxía se le colgó el cartel de ‘zona cero’, pero otras villas marineras de la Costa da Morte sufrieron igualmente la desgracia.

En agosto de 1934, se produjo en Camelle la primera marea negra que se recuerda en esta zona, con el accidente del petrolero soviético Boris Sheboldaef. Como el Prestige, zarpó de San Petersburgo para bordear el litoral norte de Europa hasta que se quedó en la Costa da Morte. El vertido causado provocó que durante un año no se pudiesen comer el pescado y el marisco que vivía en la zona afectada. 68 años más tarde, el pueblo vivió la que, por ahora, es su última marea negra. Fue también en Camelle donde falleció la que, para muchos, fue la única víctima humana que causó el petrolero.

El actor Miguel de Lira, en el Curro de Cabalar (Lira), uno de los lugares más afectados por la marea negra del Prestige en 2002.

Los recuerdos de aquel día. A 83 kilómetros de la capital de Galicia, la entrada a Camelle se realiza por una carretera estrecha. El día ha amanecido gris en la parroquia marinera de algo más de 1.000 habitantes que, en 2002, fue uno de los núcleos anegados por la carga de petróleo que portaba el Prestige. A pie de una terraza, Manuel Pose, «nacido y vivido aquí casi desde siempre», jubilado de banca con muchas ocupaciones y con camiseta negra y mensaje en letras blancas: ‘Fade to black’ (Fundido a negro). Recuerda escuchar en la radio la información sobre un petrolero a la deriva e, inmediatamente, asomarse a la ventana de su casa para certificar que era cierto, que una marea negra entraba en el puerto de Camelle: «Quedé horrorizado. No pensé que fuera tan atroz como fue», sentencia.

Más tarde, Pose se aproximó a una playa cercana, la de Arou y desde ahí, pudo divisar con mayor claridad la dimensión de la catástrofe. En aquel Camelle de 2002 habitaba «un artista, un genio, reconocido por muchos, odiado por otros», apunta Pose. Manfred Gnädinger, Man, fue un artista multidisciplinar que se asentó en Camelle y que, como define Manuel Pose, «apareció por aquí un buen día e hizo que este pueblo estuviese en el mapa; él fue el culpable, entre comillas, de que mucha gente venga a Camelle».

De vuelta a 2002, en medio del desastre, un hombre trota por Camelle sin rumbo mientras repite, entre lágrimas, «todo se ha acabado». Cuando Manuel Pose se cruzó con Man le intentó calmar primero y animar después: «Tranquilo, que esto se recupera». Recuerda que el artista alemán le espetó «esto no se recupera nunca; aquí acabó» y que aquella fue la última vez que lo vio con vida.

Fotografía tomada hace veinte años por el fotoperiodista Miguel Riopa en la que se ve un ave afectada por el vertido del Prestige en la zona de Niñóns (Ponteceso).

En aquellas semanas, el fotógrafo José Manuel Casal, de ‘La Voz de Galicia’, evocó con Man el cuadro de ‘El grito’ de Munch. En una mueca de profundo dolor, el anacoreta se echaba las manos a la cabeza. A sus espaldas, el chapapote cubría todo lo que había creado durante 40 años en aquel rincón de Galicia. El 28 de diciembre de 2002, 45 días después del SOS del Prestige, lo encontraron muerto en su cabaña.

Para Manuel Pose, la conexión entre las consecuencias de la marea negra y la muerte de Manfred Gnädinger es clara: «Él tenía un problema de circulación, en el momento en el que te dejas de medicar, te puede dar un infarto, como el que hace una huelga de hambre». Pose lamenta la mercantilización de la historia de Man y el interés meramente económico que movió a una parte de su vecindad: «Tras el Prestige, cambió mi manera de ver a mis vecinos. Había muchos intereses económicos».

En Fisterra, donde se establece el Finis Terrae y vivían en 2021, según el INE, 4.721 personas, nos recibe una de ellas. Marcial Sar, hombre de mar, se aproxima sonriente, relajado y luciendo la camiseta de su equipo, el Deportivo de A Coruña. Frente a la lonja de Fisterra, recuerda con facilidad dónde se encontraba cuando llegaron las primeras noticias del Prestige: «Era un día de frío, estábamos pescando y había ‘la mar’ de abadejos, estábamos pescando bien».

Un día más en el Porto do Freixo 2, su barco, que no hacía presagiar lo que vendría después: «Será una cosa pasajera», pensó, al comienzo de la crisis, el patrón de barco, «pero después... ¡mi madre querida!», rememora Sar. El armador –o como él mismo matiza al comienzo de la conversación, «autónomo del mar que lo de armador es para gente con pasta»– define la situación meteorológica de aquel otoño de 2002 como «criminal» y rescata, entre las muchas imágenes que le dejó el Prestige, una ya frecuente en territorios costeros: «Las gaviotas se habituaron a convivir en el pueblo y en el interior. Les faltó el pescado que les tiraban del mar y vinieron para tierra. Antes no hacían eso», asegura.

El armador Marcial Sar posa para una fotografía en el puerto de Fisterra.

Consecuencias en el ecosistema. A medida que el fuel desaparecía de las playas y las rocas, los focos también dejaron de apuntar a la costa de Galicia. Frente al pesimismo de las primeras semanas, cuando se hablaba de años por delante para recuperar las costas y reanudar la actividad pesquera y marisquera, en septiembre de 2003 ya se habían levantado todas las prohibiciones. En el siguiente invierno, los temporales removieron los fondos y sacaron a relucir placas de chapapote que habían quedado enterradas.

Las investigaciones científicas realizadas para medir el impacto de la marea negra constataron que, a mediados de 2004, gran parte de las áreas afectadas mostraban un estado muy próximo al que tenían antes del gran vertido. Hubo una gran mortandad de aves marinas (las estimaciones hablan de al menos 200.000), y algunas especies que se movían por los fondos también sufrieron una importante afectación. Pero poco a poco la costa afectada recobró vida. «Dentro de la catástrofe, hubo algunos factores que contribuyeron a que el impacto fuese menos grave», explica el científico Juan Bellas, responsable del grupo de Contaminación Marina en el Centro Oceanográfico de Vigo.

El sector del mar en Galicia, sobre todo en las Rías Baixas, está impulsado por un fenómeno llamado afloramiento que, bajo determinadas condiciones atmosféricas, llena de nutrientes las aguas y estimula la actividad biológica de toda la cadena trófica. «Las partes más afectadas estaban en zonas muy batidas por el mar; así como el chapapote llegó, el propio oleaje lo fue limpiando. Y la época del año también influyó: en noviembre, muchos ecosistemas están en una situación de reposo, por lo que no hay tanta actividad biológica como puede haber en la primavera. Eso fue, sin duda, lo ‘menos malo’ de la catástrofe», resume Bellas.

Alguna especie, sin embargo, no volvió a recuperarse en este tiempo. En Fisterra, la mariscadora Inés Estévez se dedicaba a la recogida de un molusco, la coquina, que «era fabulosa, la vendíamos a 30 euros el kilo», recuerda hoy. ¿Qué pasó con la coquina después del Prestige, Inés? «Desapareció toda», responde tajante, señalando al petrolero como una de las razones de una extinción que aún continúa. Estévez tuvo que cambiar la azada y el rastrillo de mariscar para ser una de las tantas personas concentradas en limpiar el chapapote de las playas. La mariscadora jubilada vive cerca de la Playa de Mar de Fóra y cada vez que pasa un barco, el mismo escalofrío recorre su mente: «Siempre lo piensas: Dios, ¿no vendrá otra vez otro Prestige? Esas cosas nunca se olvidan».

Una percebeira muestra un puñado de percebes recogidos en Corme (Ponteceso).

Frente al cabo Fisterra se vislumbra, al otro lado de la ensenada de Corcubión, el coloso monte Pindo, la playa de Carnota, la más grande de Galicia, y la costa baja que la flanquea. Hay quien afirma que Muxía se llevó los focos, pero que en esta zona del litoral el volumen de chapapote fue igualmente colosal. De hecho, según los datos oficiales, el municipio llegó a recibir más voluntarios que Muxía. Aún hoy, una masa negra sigue pegada a algunas piedras, y su olor permanece al acercar la nariz.

Aquí los problemas para la pesca y el marisqueo, como en muchos otros lugares, ya venían de antes del Prestige. La sobreexplotación de especies como el pulpo, el camarón, el percebe, la nécora o el bogavante, causadas en buena medida por el furtivismo, había puesto en una situación complicada al colectivo de marineros de la zona. Tras la marea negra, las personas que trabajaban en el mar de Lira, casi al unísono, decidieron que había que cambiar. Apostaron por una iniciativa pionera en Europa: la creación de una reserva marina de interés pesquero, con la que combinar la actividad económica y la conservación de la biodiversidad en un área de unas 2.000 hectáreas.

«Creo que el Prestige actuó en cierto modo como un estímulo, un catalizador que acelera los procesos de concienciación», contaba hace años el antropólogo de la Universidade da Coruña Antonio García Allut, uno de los impulsores de esta área marina protegida. Hoy, esta reserva sigue en vigor, aunque sus promotores echan en falta una mayor implicación de las administraciones públicas, como la Xunta de Galicia: hace casi diez años que la Consellería do Mar recortó los recursos destinados a la vigilancia de la reserva, clave para impedir que el furtivismo eche por tierra los esfuerzos de conservación.

Vista aérea de uno de los extremos de la ensenada de Camelle, uno de los epicentros de la marea negra provocada por el Prestige en 2002.

¿Cuándo va a volver a pasar el próximo Prestige? Marcial Sar, el autónomo del mar de Fisterra, ha vivido de todo en el agua; lo bueno y lo malo. En la parte negativa, además del hundimiento del Cason o del Prestige, sufrió el naufragio del Porto do Freixo 2, que se hundió por un accidente en 2020: «Tenía doce metros y medio de eslora, era de color azul claro con una franja blanca». Veintidós años faenando que se fueron al fondo del mar y un año y medio para superar una pérdida que le encaminó a una jubilación que quería hacer coincidir con la de su hermano: «Pierdes muchas cosas de tu vida, una herramienta que te estuvo ayudando en tu vida, dándonos de comer a mí y a mis tripulantes. El barco es una vida, una cosa que es tu familia ya», resume, mientras observa cómo en la lejanía un grupo de embarcaciones vuelve tras una jornada de trabajo.

La mirada de Sar apunta a un horizonte en el que se dibujan los escenarios posibles ante un nuevo Prestige. En su caso, considera que no se aprendió de la catástrofe a la hora de aportar medios ni implantar medidas para dar una respuesta a la altura de la dimensión de lo que ocurrió hace veinte años. El actor Miguel de Lira apunta en la misma dirección con una pregunta y, al mismo tiempo, un temor que no se acostumbra a exteriorizar en tierras costeras: «¿Cuándo va a volver a pasar el próximo Prestige? Llevamos veinte años sin que pase una catástrofe muy grande. Es una suerte histórica».

Una suerte histórica que deja en sus protagonistas silencios, como el que vivió Xesús Ron en la manifestación del 1 de diciembre de 2002 en Santiago de Compostela: «Se estableció un silencio que nunca había sentido con 100.000 personas alrededor». Ron y De Lira (su apellido artístico se debe a la parroquia de Carnota donde nació) conversan sobre la dificultad y las reticencias que afrontaron al llevar a las tablas, casi dos décadas después, una obra sobre el Prestige. Ambos reconocen que, tras ver la reacción del público al salir de ‘N.E.V.E.R.M.O.R.E’, las dudas y el esfuerzo han merecido la pena: «Nos están transmitiendo la necesidad de la obra porque se está olvidando, la gente joven no sabe lo que fue aquello», manifiesta Xesús Ron.

En esta Costa da Morte, el Prestige es dos décadas después, un mar de fondo y un ruido constante. El mismo ruido que suena en Camelle, el de una panadera inquieta que alerta a sus vecinos de la inminencia de algo; del peligro que supone olvidar.