Luciano Bianciardi, el escritor que enseñó pelota a los italianos
Hace 100 años nacía este intelectual toscano, un verdadero outsider en la literatura del siglo XX. Parte de su obra maestra, ‘La vita agra’, está ambientada en el viejo frontón Jai Alai del centro de Milán, ciudad que odiaba desesperadamente.
A Luciano Bianciardi no le habría gustado nada ver un recuerdo de su nacimiento, a 100 años de distancia de aquel 14 de diciembre de 1922. No era un tipo amigo de celebraciones. Mejor dicho, se trataba de una persona eminentemente práctica y que, pese a ello, es considerada como una de las más infravaloradas de la cultura italiana del siglo XX.
Su obra maestra, ‘La vita agra’, de 1962, es el retrato anticonformista de una sociedad posbélica ya proyectada hacia el capitalismo salvaje. Pero junto a ello, Bianciardi ha sido el autor que ha hecho conocer al público del Belpaese algo tan vasco como la pelota.
Vía Palermo
Guardo un recuerdo personal, de cuando trabajaba en ‘La Gazzetta dello Sport’. Su redacción se encontraba en Vía Solferino, justo al lado del coqueto barrio de Brera, en el centro histórico de Milán. Una zona llena de talleres de artistas en callejuelas peatonales, a las que ir en bici o andando, especialmente en la tarde-noche, era una gozada.
Una de estas calles es Vía Palermo, de un solo y estrecho carril, que une Vía Solferino y Corso Garibaldi. Yo pasaba por allí y siempre me encontraba con el viejo Jai Alai. Mejor dicho, con el cartel rojo magenta pintado de blanco, ‘Pelota Jai Alai’.
Ni mas ni menos que el antiguo frontón donde se podía asistir a los partidos de cesta punta entre las décadas de los 50 y los 90. Luego la pelota pasaría de moda y siendo Milán una ciudad basada en la facturación, directamente sería sustituida por algo más rentable: un sitio para desfiles y eventos.
Pero sí, desde 1947 hasta 1997, la capital lombarda mantuvo su frontón para la cesta punta, llamado Sferisterio. Era realmente el símbolo de otra época, donde durante la semana siempre había algún partido y los fines de semana, el lugar se llenaba hasta con 1.200 personas dispuestas a gritar y apostar. Dentro de la cancha, los pelotaris vascos: Zubiza, Echeva, Ugarte, Zarasola, Oleaga...
Este mundo era la Meca para los aficionados de la ciudad y también para la gente de ese entorno, artistas a menudo sin un duro, pero enamorados del juego de la cesta punta. Por decir un nombre, Luciano Bianciardi, que habitaba con su pareja en un tristísimo piso con poca calefacción en la misma Vía Solferino.
Las primeras páginas de ‘La vita agra’, el libro que ha llevado el escritor a la gloria, están ambientadas en el Jai Alai de Vía Palermo. Huele a humo de cigarros, a gritos, a ruido de pelota contra las paredes, hay aplausos e insultos.
Escribe Bianciardi en la novela sobre sus amigos pelotaris: «Entraban dos a la vez desde una jaula allí al fondo, vestidos de blanco, atándose la cesta en la muñeca, serios y trapicheando, la mayoría dando largos pasos, pocos corren, como por ejemplo Angel, alardeando. Ya los conocía a todos: el viejo Arata, listo, imprevisible con sus truques, sus saques bajos y lentos que caían justo por encima de la chapa. Poderoso y callado Luis […] Gruñon y de cara lívida Aldezabal, como todos los que tienen bronquitis crónica».
«A quien admiraba más era a Gazaga, llamado ‘brazo de hierro’. Sabía sobre Franco, Asturias, la pobreza de su familia, y también cómo era Tampa», escribe Bianciardi
Bianciardi no elude el entorno histórico de la vida de los pelotaris: «A quien admiraba más era a Gazaga, llamado ‘brazo de hierro’. […] Hablé con él, era un hombre muy serio: sabía sobre Franco, Asturias, la pobreza de su familia, y también cómo era Tampa, en Estados Unidos, adonde iba a jugar por lo menos dos veces al año».
El escritor nos acerca muchísimo a este mundo y a sus personajes. Habla del «maldito que no deja de toser» Aldezabal y de otros que vivían en pisos subalquilados de Brera, en esta Milán de los años 50-60 donde, después de los partidos, los espectadores volvían a sus casas, mientras Bianciardi se iba con los vascos a comer platos simples, pero cargados de proteínas en las tabernas del barrio. Donde igual a veces, ya pasada la medianoche, se encontraban pintores, escultores y fotógrafos: el más famoso, un verdadero lugar de culto, el Bar Jamaica, que todavía existe.
Maremma
Luciano Bianciardi era ‘agro’, amargo, como la tierra donde nació: la Maremma. Un lugar que se extiende al sur de la Toscana y desborda hasta el norte del Lazio, y donde la vida se mide siguiendo tradiciones y rituales milenarios. Los colores principales son el amarillo oscuro o el marrón, tanto hoy como en el pasado, cuando ya se notaban en el arte preimpresionista de los Macchiaioli, pintores casi todos de esta zona entre Livorno y Grosseto, donde elaboraban grandes telas representando escenas burguesas o de ambientación histórica pero reciente, en un momento en que se estaba unificando Italia.
La Maremma tiene sus perros llamados ‘pastori’ y ganaderos inmersos en una vida laboriosa, con poco ocio. Estos cowboys se mueven a caballo entre los pastos y tienen un nombre que les define perfectamente: ‘Butteri’. Una vida rural alentada por el alma toscana, una región hecha de gente que si tiene algo que decir, no se esconde, orgullosa y dispuesta a dar su vida por un ideal. Pero no una Toscana de postal, no Florencia ni Pisa ni Siena y sus colinas del Chianti, ni siquiera la elegante Lucca, sino la Maremma donde hoy día todavía se trabaja en los campos o en el sector de las minas y del metal.
La mecha que prendió la carrera de Bianciardi fue un accidente en una mina que provocó 43 muertos cerca de su ciudad, Grosseto
En la segunda posguerra, hubo una mecha que llevó a Bianciardi a empezar su carrera como autor: un accidente en 1954 en una mina que provocó 43 muertos en Ribolla, una urbanización cerca de su ciudad natal, Grosseto. Suficiente para escribir junto a Carlo Cassola, otro gran intelectual italiano del siglo XX, el ensayo ‘Los mineros de la Maremma’.
Bianciardi venía de una familia de nivel medio y durante la Resistencia, había hecho de traductor para las tropas anglo-estadounidenses. Brillante estudiante en la Universidad de Pisa, una de las más prestigiosas de Italia, quería convertir su Grosseto en un intenso centro cultural. Desafortunadamente llegó a ser solamente el responsable de la biblioteca de la ciudad. Sus aspiraciones, de todas formas, eran muy distintas y para lograrlas, había que conquistar el corazón cultural de la Península, la ciudad donde todos querían un escaparate: Milán.
«Toda Italia será como Milán»
Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad lombarda era el motor económico de un país devastado por el conflicto. El epicentro del ‘boom’, una explosión laboral sin precedentes, inflada por el dinero del Estado, que a su vez llegaba desde el extranjero.
Prácticamente desde toda Italia, la gente cogía un tren y llegaba ilusionada hasta el Duomo. Desde ahí, como un hormiguero, se desparramaba en busca de un trabajo que tarde o temprano llegaba, sobre todo en el sector industrial. Empresas pequeñas y grandes fichaban, los negocios se multiplicaban y los ritmos empezaban a ser muy «milaneses», extremos y para alguno insostenibles.
Suponía una avalancha que se notaba en otros sectores, como la cultura. Leer era un pasatiempo habitual, la televisión casi no existía y los nuevos editores invertían en traductores, porque desde el extranjero iban llegando autores a veces más interesantes que los italianos.
Bianciardi era uno de estos. Empezó a traducir para la editorial Feltrinelli desde su pequeño piso de Vía Solferino: eran 10 liras por línea, un salario que le permitía vivir al límite, sin ahorrar. El de Grosseto había pensado ingenuamente que llegar a Milán iba a significar convertirse en un autor respetado, gracias a su anterior trabajo. ‘Los mineros de la Maremma’ había dado mucho que hablar, sí, pero de momento, su oficio sería traducir a Henry Miller y John Steinbeck, por ejemplo, desde el lunes hasta el sábado. El domingo lo dedicaba a escribir sus obras y Feltrinelli le publicó la primera, ’El trabajo cultural’, en 1957.
Sin embargo, la vida de Bianciardi era frustrante y alienante. De esta rabia acumulada nació el proyecto ‘La vita agra’ (cuyo subtitulo es ‘La amarga historia de un intelectual de provincias’), novela autobiográfica y al mismo tiempo ensayo sociocultural, un libro único en la literatura italiana.
El protagonista de la historia, además de dedicarse a la pelota en Vía Palermo, tiene como objetivo real vengarse por los mineros de Ribolla. ¿Y cómo? A través de un atentado, una bomba en la sede de la Montecatini, uno de los símbolos del boom económico. No lo consigue y se convierte en un engranaje de la máquina, un traductor mal pagado. «En veinte años, toda Italia será como Milán», es uno de sus epitafios.
‘La vida agra’ convirtió a Bianciardi en el autor de moda, el «anarquista de provincias». Pero rechazó ofertas editoriales
Corría el año 1962, Bianciardi había sido despedido por Feltrinelli por «escaso rendimiento», pero gracias a ‘La vita agra’ se convirtió en el autor de moda, el «anarquista de provincia». Y es que el libro era un éxito absoluto, con miles y miles de copias vendidas.
Como suele suceder, el poder intentó asimilarlo ofreciéndole de todo a nivel editorial, pero el maremmano se mostró coherente con sus ideales y no lo aceptó. Siguió ejerciendo de traductor y colaborando a saltos de una revista a otra, incluidas deportivas como ‘Guerin Sportivo’.
Bebía, bebía muchísimo, en cantidades industriales. Intentó la fuga, se fue a Rapallo en la costa de la Liguria, pero tenía que volver a Milán, a la que odiaba y despreciaba, pero donde estaba su mundo, el editorial y cultural. Era ya un muerto que caminaba, la cirrosis le estaba destrozando el hígado y el alma: murió prácticamente solo, en noviembre de 1971, sin haber cumplido 49 años.
Lentamente todo el trabajo de Bianciardi ha sido recuperado por la crítica: hoy es un nombre casi de culto, un intelectual outsider cuya opinión sobre el día de hoy sería muy interesante conocer.
Al mismo tiempo, sus amigos pelotaris vascos, después de haber ahorrado bastante dinero, han abierto en Milán su propio restaurante, por supuesto euskaldun: la Taverna Basca.