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Sin cerrar el anterior, la investidura de Illa abre un nuevo ciclo político

 La fugaz aparición de Carles Puigdemont eclipsó ayer la investidura de Salvador Illa, un president al que, en cualquier caso, no parece importar en exceso ocupar las primeras planas.

Salvador Illa, nuevo president (César MANSO | AFP)

Las portadas para Junts, el Gobierno para el PSC. No puede abordarse la última década catalana sin reparar a esta dialéctica entre lo simbólico y lo material. Sea como fuere, la Generalitat tiene desde ayer nuevo president, el 133º de su historia.

Illa asumió el cargo gracias a los votos de ERC y de los Comuns, en virtud de un pacto de investidura que pivota sobre un nuevo modelo de financiación acerca del cual hay más preguntas que respuestas, así como dudas motivadas sobre su futuro cumplimiento. En su versión más amplia podría suponer un cambio de rasante tanto para Catalunya como para el sistema de reparto de recursos en el Estado español. Si Rajoy hubiese prometido en 2012 a Artur Mas algo menos de lo que ahora el PSOE ha firmado, resulta complicado imaginar al entonces president convocando las elecciones que supusieron el pistoletazo de salida del Procés. Solo han pasado una docena de años, por situarnos.

El pleno arrancó poco después de las 10.10 de la mañana, con la gente preguntándose dónde demonios se había metido Puigdemont. Más allá de los murmullos, en el Hemiciclo reinó la normalidad, a diferencia de las puertas del parque de la Ciutadella, donde se sitúa el Parlament. Allí, un grupo de independentistas acabó sufriendo la frustración de los Mossos con porrazos y gas pimienta. La anormalidad no se dejó notar dentro hasta después del receso del mediodía. Con un mosso ya detenido y rumores no aclarados sobre el posible arresto del secretario general de Junts, Jordi Turull, el partido pidió suspender el pleno. La Mesa del Parlament lo rechazó, por lo que, con una hora de retraso, la sesión se retomó hasta su culminación con la votación que hizo president a Illa.

CON PIES DE PLOMO

Illa pronunció su discurso de puntillas, con ganas de no hacer mucho ruido. Íntegramente en catalán, lejos de la «Lérida» y el «Bajo Llobregat» que tanta polémica causaron en campaña. Reconoció su minoría (solo cuenta con 42 escaños de 135) y tendió la mano a futuros pactos, sobre todo a ERC y Comuns, pero también al resto de las fuerzas, incluidas Junts y PP, con la excepción de las extremas derechas de Vox y Aliança Catalana, que ayer estrenó representación en el Parlament de Catalunya.

Empezó su discurso de 40 minutos -breve, para ser una investidura- haciendo una referencia a Carles Puigdemont, pero sin nombrarlo: «Quiero expresar mi voluntad y la de mi grupo de que se restablezcan íntegramente los derechos de todos los ciudadanos y formaciones, y la aplicación de la vigente Ley de Amnistía». Reclamó que se haga, además, de forma «ágil y rápida» y «sin subterfugios». Hasta aquí las referencias de Illa a la anómala situación vivida ayer en el Parlament.

Sin noticias de Puigdemont, a quien para entonces se había tragado la tierra, Illa pidió «mirar hacia adelante». «Catalunya no puede perder el tiempo», consideró, apuntando que espera llevar a cabo «una transformación que no puedo hacer solo». «Ni yo, ni mi grupo; necesito llegar a acuerdos y sumar más apoyos», añadió.

En un discurso de perfil bajo, dentro del tono y los parámetros esperables, Illa desgranó parte del programa reformista pactado con Esquerra y los Comuns, subrayando el objetivo de alcanzar un nuevo sistema de financiación, un punto que resultó clave para acabar atrayendo los votos de los de Pere Aragonès y Marta Rovira. Tuvo palabras amables para el president saliente, así como para sus consellers; repartió guiños entre las filas de los Comuns, y trató de ser conciliador con Junts, pese al duro tono empleado por Albert Batet, que ayer asumió las funciones de portavoz ante la ausencia de Puigdemont. Illa no escondió su esperanza de que Junts recupere el talante de la antigua Convergència.

A DIESTRO Y SINIESTRO

Pero ayer no era el día. Batet cargó contra la cúpula judicial española por su rebelión contra la Ley de Amnistía, sin evitar la tentación de utilizar lo ocurrido para cargar contra el candidato a la investidura y contra ERC. «En una situación normal, hoy aquí el president Puigdemont tendría que poder asistir al pleno. No se debería hacer todo este montaje de jaulas por toda Catalunya, se debería facilitar que todos los diputados puedan acceder para representar todos los derechos de los ciudadanos de Catalunya. Eso es lo que debería de haber hecho el Govern», aseguró tras criticar el dispositivo policial organizado por los Mossos. «Buscan al president Puigdemont de la misma forma que la Guardia Civil y la Policía Nacional buscaban las urnas y las papeletas el 1 de octubre», añadió.

Siguiendo el guion de la épica pautado desde buena mañana por Puigdemont, Batet pronunció un discurso duro que obvia los numerosos acuerdos a los que Junts ha llegado con el PSC durante estos años. «ERC ha asumido las tesis del PSC», denunció, para contraponer a continuación: «Nosotros no nos rendimos después del 1-O ni nos rendiremos». Tras ello, habló de unidad independentista.

Batet dejó claro su objetivo: marcar perfil duro ante el PSC, cargar las tintas contra ERC y buscar así apropiarse del carril central del independentismo, tratando de finiquitar la lucha sin cuartel desatada durante los últimos años por la hegemonía soberanista: «Queremos lanzar un mensaje de esperanza al independentismo (…). Ante un Govern de estricta obediencia española, desde Junts ejerceremos el liderazgo como primer partido de la oposición y como primera fuerza de obediencia catalana». Esta pauta anuncia turbulencias en la precaria mayoría de Pedro Sánchez en Madrid.

UN «SÍ» VIGILANTE

También Esquerra intentó marcar perfil propio, como cabía esperar. «Hoy ERC siente desconfianza hacia el PSC, tenemos memoria y motivos, que nadie intente comparar el pacto con el del 2003 y el tripartit», apuntó de entrada el jefe de filas en el Parlament, Josep Maria Jové. Explicó su apoyo como un voto «crítico» y «vigilante», y aseguró que no les «temblará el pulso» para decir basta si no se cumple lo pactado.

Jové hizo un análisis realista sobre las «voluntades mayoritarias de la sociedad catalana» y tuvo palabras de agradecimiento para el president Pere Aragonès en su última jornada en el cargo. Del mismo modo, también tuvo palabras de solidaridad con Puigdemont, por cuyo regreso expresó su «alegría». «De nuevo, un pleno del Parlament está condicionado por la actuación antidemocrática de los aparatos del Estado», lamentó, añadiendo que «es una aberración democrática».

Esta situación fue denunciada de igual modo por Jessica Albiach, de los Comuns, y Laia Estrada, en nombre de la CUP, si bien con discursos diferentes. Albiach se mostró exigente con Illa, pero defendió el acuerdo y consideró que, de cumplirse, lo firmado sobre financiación puede suponer «un antes y un después». En el discurso de Estrada, de oposición frontal, no hubo nada parecido a una mano tendida.

Tampoco lo hubo en los discursos del PP, que criticó el acuerdo de investidura desde el otro extremo, ni en los de las extremas derechas, en un flanco en el que a Vox le ha salido competencia.

El president del Parlament, el también represaliado Josep Rull, de Junts, anunció que la Mesa está estudiando casos de éxito para implementar métodos que impidan en la Cámara discursos de odio sin limitar la libertad de expresión. Rull, por cierto, se estrenó en un pleno complejo con un impecable perfil institucional que contrastó con el tono de su propio partido.