Trazos de vida entre la muerte en los campos de Nablús
La «guerra silenciosa» de Cisjordania, agravada en los últimos meses y que la ofensiva contra Gaza y Líbano deja fuera del foco, ha agudizado el agotamiento de la sociedad palestina. La navarra Aitziber Urtasun ha sido testigo en los campos de refugiados de Nablús, donde imparte talleres de arte.
Los trazos y colores que grupo de niños y niñas dibujan sobre unas cartulinas en el campo de refugiados de Askar, en Nablús son un oasis de juego en una de las ciudades que el Ejército israelí ha convertido en un infierno de violencia, con operaciones militares diarias, día y noche.
La activista navarra Aitziber Urtasun, responsable del Departamento de Educación Estética del Museo Oteiza, ya fue testigo de cómo se agravaron las condiciones a las que está sometida la población palestina el pasado octubre, con el inicio de la operación israelí contra Gaza y lo contó a NAIZ en una entrevista. Este verano ha vuelto a este proyecto que, a través del arte, da un respiro y apoyo a los menores.
Ahora ha sido testigo del aumento de las nuevas incursiones brutales del Ejército y de los colonos, que intentan arrasar el territorio palestino. Y ha constatado cómo el cansancio que notó el año pasado aún se ha agravado más: «Es verdad que ellos tienden a mostrarse resilientes y cuando les preguntas tienden a mostrarse relativamente positivos, pero en cuanto rascas un poco enseguida se derrumban porque el cansancio es atroz».
El agravamiento de la situación ha hecho también que desaparezcan los cooperantes. «No hay nadie –relata–. Está todo superaislado y la verdad es que, más allá del día a día, que ha sido duro, me ha impactado muchísimo. Sí, están más solos que nunca».
Ha vuelto a trabajar con niñas y niños de 6 a 10 años y con adolescentes en los campos de refugiados de Askar, Nuevo Askar, Balata y Al-Ain, en Nablús, y si en octubre del año pasado el profesorado ya estaba agotado y los niños especialmente alterados, cansados y con cambios de humor muy evidentes, aún los ha encontrado con un nivel anímico y psicológico bastante más tocado.
Desde octubre, Israel ha matado a más de 740 personas, ha arrasado varias localidades de Cisjordania y ha encarcelado a miles. El impacto en los menores es aún mayor, dado que no son solo testigos, sino muchas veces las propias víctimas.
Al cansancio acumulado por la violencia diaria debido a las incursiones israelíes día y noche se añade la falta de continuidad en las clases: «Hay semanas que tienen clases y semanas que no, y eso les afecta mucho también». Más aún porque clases son, además, su único espacio de ocio y convivencia, «porque en los campos de refugiados no hay zonas verdes y en las casas no hay zonas de juego para que compartan con otros niños».
A ello se suma la precaria situación económica y las malas condiciones que arrastra el profesorado de Cisjordania. En los centros públicos llevan desde 2016 y en los de la Unrwa desde 2023 con huelgas permanentes pidiendo mejoras salariales.
MUERTE Y VIOLENCIA COTIDIANA
La cooperante navarra encontró nada más llegar, en un control militar que paró el autobús en el que viajaba de Ramallah a Nablús, un hecho que evidenció cómo se ha extendido y se ha hecho cotidiana la violencia de los soldados ocupantes contra los palestinos. «Había un coche justamente en el otro lado de la carretera, sacaron a un chico bastante joven y le pegaron un tiro a quemarropa en el estómago. Evidentemente, murió delante de todos los que estábamos en el autobús», relata.
«Eran como las 12 del mediodía -recuerda-. Me impactó muchísimo ver asesinar a alguien, pero creo que me impactó más cómo, en pocos segundos, le dijeron al conductor del autobús que siguiese y todas las personas más o menos siguieron a lo suyo, mirando el móvil o hablando. En ese momento te das cuenta hasta qué punto tienen que tener tan interiorizado que cosas tan tremendas ocurran a plena luz del día». No es algo nuevo, «pero este año es mucho más evidente y te puedes encontrar con esa situación en cualquier momento». Los controles se han triplicado y «cualquier pequeño movimiento para ir del centro de la ciudad al campo, que te puede llevar 20 minutos, se puede transformar en una o dos horas».
«Es algo que psicológicamente acaba contigo porque no es una cuestión solo de la violencia. Es cuestión de que ni siquiera puedes planificar cualquier trabajo, cualquier cosa diaria. Yo creo que en el fondo es lo que más pesa -añade-. Vas a llevar a los niños al colegio, sales de casa, pero no sabes si vas a llegar».
«Estar trabajando todo el año para planificar tu boda y al día siguiente, de repente, no puede llegar nadie. Son cosas que parecen superficiales, pero que al final generan una sensación de agotamiento en la población», indica.
INJUSTO OLVIDO DE CISJORDANIA
Con el foco puesto en Gaza, cree enormemente injusto e imprudente dejar fuera a Cisjordania, «otra guerra muy silenciosa que están llevando a cabo con total impunidad. Cuando yo te cuento que he visto asesinar a un chaval de poco más de 20 años delante de mí, eso no trasciende a ningún lugar», lamenta. No solo porque «no estamos empatizando con el dolor y con las muertes que están produciendo en el resto del territorio palestino, sino porque permite silenciar lo que ocurre en Cisjordania y permite a Israel avanzar en ese escenario».
Cisjordania está viviendo el mismo guion que Israel ha aplicado en Gaza: arrancar toda la infraestructura, destruir carreteras y redes eléctricas, incluso bombardear los campos de refugiados, algo que no era tan habitual hace relativamente poco tiempo.
A ello se añade la agresividad de los colonos «que ha llegado a un a un nivel que es verdaderamente aterrador», indica Urtasun, que recuerda noches de terror donde las incursiones de los propios colonos quemando coches y disparando sobre jóvenes y niños eran más agresivas que las del propio Ejército israelí. «Y al día siguiente no hay ningún tipo de consecuencia para ellos. Los colonos israelíes de Cisjordania se han transformado en un brazo armado más del Ejército», constata. Y aunque se trate de la continuidad de una política de décadas, el nivel de violencia «es diez veces mayor que hace un año y quince veces mayor que hace dos».
También la economía de Cisjordania está completamente rota. Mucha de su población trabajaba en Jerusalén o en Israel, pero ya se emiten muy pocos permisos de trabajo y han tenido que inventarse formas de trabajar: «Las calles están llenas de gente vendiendo de todo, pañuelos de papel, fruta, zapatos. Cualquier cosa». Además, no hay ningún tipo de estructura para asumir a esta gente que se ha quedado sin trabajo, porque institucionalmente el territorio también está roto. La Autoridad Palestina hace más de un año que no paga los salarios del profesorado, que además se ha reducido hasta en un 75%, y también la situación de los hospitales es muy precaria. No controla nada y es «un Gobierno sin gobierno» contra el que clama la población.
Pero en medio de este caos, pequeñas asociaciones locales en los campos de refugiados constituyen un tejido comunitario muy potente, Con la que trabaja Urtasun, Safir, por ejemplo, aporta ayuda económica y material a familias de víctimas y huérfanos, pero sobre todo mantiene la herencia cultural palestina en la infancia, porque en las escuelas de la Unrwa se exige «neutralidad» y no están permitidas las banderas palestinas en sus aulas.
La bandera, la música, los cuentos, el apego a la tierra es lo que impulsa este tejido comunitario. «Cuando voy a hacer un taller de arte allí me doy cuenta de que desde el minuto cero en el que yo les planteo hacer un dibujo o un collage, de forma muy rápida empiezan a dibujar banderas palestinas. Al principio me sorprendía mucho, pero luego me daba cuenta de que en ese pequeño espacio fuera de la escuela institucional es donde se pueden expresar de esa manera, y me parece muy importante porque las niñas y los niños necesitan también agarrarse a esa herencia cultural para mantenerse un poco fuertes».
Ese arraigo lo demuestran cuando «el 99,9% de ellos responden que les gustaría seguir viviendo en Palestina y no en otro lugar, algo que no suele ocurrir con otros refugiados, que tienen el sueño de vivir en lugares económicamente mejores o distintos». Y pese al agotamiento, el orgullo va parejo a la voluntad de resistencia. «Nadie quiere seguir perdiendo hijos y hermanos, padres y madres, pero a cualquier persona que le preguntas te dice claramente que prefiere seguir peleando y que la lucha vaya a más».
Historias de arte, orgullo y resistencia
Israel mató con un dron en el campo de Balata a un adolescente de 17 años. Cuando su hermano de 8 lo supo cogió papel y pintura y se puso a dibujar toda la mañana. Ni siquiera fue al funeral. Aitziber Urtasun subraya que «en ese momento le sirvió de herramienta y puede que le sirva en el futuro». Otra de las niñas que hace tres años quería ser doctora, ahora dice que quiere ser profesora de arte. La cooperante navarra se emocionó al oír decir que se ha dado cuenta de que «las profesoras de arte también curan». «Algo pasa en esas horas de talleres de arte que ella y sus amigas y sus amigos se sienten bien», cuenta.
En Nuevo Askar, Urtasun grabó un mensaje de Mohamed para Cristiano Ronaldo en el que no le dice «me gustaría conocerte», sino tres cosas: «Me llamo Mohamed, vivo en Nuevo Askar y me gustaría que vengas a Palestina porque es superbonita, tenemos un aceite de oliva muy bueno y pintamos muchos días, y si no te gusta pintar, pues también te podemos dejar jugar al fútbol con nosotros». Un mensaje que refleja el orgullo por su tierra, incluso en un campo de refugiados. En estas entrevistas, que Urtasun prepara para un proyecto nuevo, de 30 niños, 17 dijeron que quieren ser médicos y también mantienen su deseo de militancia, «es decir: lucho y salvo». Pero todos, los 30, dijeron que en el futuro les gustaría vivir en Palestina.