Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

1937

La reconocería entre un millón de montañas. No solo por la ermita que corona la cima o por su perfil rotundo de cumbre bocinera, sino sobre todo porque allí tuvo lugar una batalla crucial cuyos ecos aún resuenan en nuestros días. Ahora puedo imaginar aquel verano de 1937 en que las tropas fascistas avasallaron las últimas tierras vascas y el lehendakari Aguirre, acuartelado en Turtzioz, se despidió con un manifiesto. «¿Tan grave es que un pueblo defienda su libertad?». En el monte Kolitza, atrapados en un laberinto de alambradas, los cuerpos de los combatientes dibujaban un paisaje póstumo de barro y sangre.

El corazón de la memoria histórica palpita bajo una hojarasca de archivos y hemerotecas, fotografías y enseres, arquitecturas y excavaciones arqueológicas. Sin embargo, en el fondo de ese corazón, queda el simple impulso humano de recordar una historia. Basta un micrófono y una grabadora, una entrevista, alguien que pregunta con curiosidad y alguien que responde con prudencia. En Balmaseda, Txomin Etxebarria preguntó y los vecinos respondieron: los refugios, las colas del racionamiento, los contingentes franquistas que subían al Kolitza por Pandozales, la bomba que mató a dos milicianos del Batallón Dragón en el barrio de La Magdalena.

No hay nadie en toda la villa que no haya escuchado, siquiera borrosamente, alguna historia sobre los moros de Franco, muchachos de piel cobriza que crecieron en el Protectorado del Norte o en Ifni y que fueron empujados a combatir en una guerra ajena. Maritxu García Velilla, que por entonces no había cumplido los veinte años, recordaría mucho después su infancia de películas mudas con pianola y bailes de Rodolfo Valentino. Tal vez por eso la impresionaron tanto los mercenarios marroquíes que llegaron a Balmaseda, arrancaron de noche las butacas del cine y se sentaron a cantar en corro en la plaza de San Juan.

Hace un tiempo, el historiador Fernando Obregón me remitió un libro que había escrito junto a Javier de la Colina Aranceta y Javier de la Colina Menéndez. Se titula "Viento fuerte del norte" y documenta, entre otras cosas, los bombardeos de la aviación italiana sobre las comarcas de Ezkerraldea y Enkarterri. Ahora voy espigando entre sus páginas los rostros atónitos de los refugiados en Villaverde, los racimos de bombas que cayeron sobre los tejados de Sopuerta, los dibujos de unos niños que pintaban nubes de pólvora y bombarderos porque entonces no había otra cosa que pintar. Todo parece diluido en una bruma de lejanía pero de inmediato cobra vida ante mis ojos.

En esa mitología de sueño y hambre, la multitud anónima de las víctimas palidece bajo los apellidos de sus verdugos. Con la mirada enfática y una media sonrisa de matarife, Emilio Mola, cabecilla del Ejército del Norte, nos observa ya borracho de posteridad desde los libros de historia. Sin querer pienso también en Alejandro Goicoechea, el muñidor del Cinturón de Hierro, que traicionó al Gobierno Vasco y tuvo que vivir acarreando para siempre el peso de su propia conciencia, si es que alguna vez tuvo conciencia, si es que en alguna ocasión calculó las consecuencias homicidas de sus actos.

Hubo otras traiciones mucho más inadvertidas. En las inmediaciones del Kolitza, Ángel Lamas dirigió la ofensiva del ejército vasco con una actitud errática y un tanto timorata. Muy pronto quedaron al descubierto sus simpatías hacia los sublevados. En las postrimerías del franquismo, Lamas publicó unas memorias tituladas "Unos y otros" en las que relata cómo entorpeció las operaciones republicanas y confiesa su voluntad frustrada de haber cambiado a tiempo de bando. Tras la toma de Santander, los gerifaltes franquistas lo liberaron sin grandes ruidos y Lamas murió con un sentimiento de amargura, pues creía que su labor encubierta merecía más altos honores.

El dibujante César Llaguno ensombrece las facciones de Lamas en las páginas de 1937, un cómic de los memorialistas de Balmaseda que no solo relata los avatares de la guerra sino que extiende sus viñetas hasta los brotes contestatarios de los sesenta, la militancia clandestina y la agonía del dictador. Tenemos a la escritora Josefina Bolinaga, hermana de la generación del 27, que tuvo que templar su pluma bajo el franquismo. Conocemos a la pintora comunista María Francisca Dapena, balmasedana de adopción, que dio con sus huesos en la cárcel y fue condenada a la censura y al olvido.

En los tiempos de las multicopistas y las octavillas volanderas, varios taldes de ETA se organizaron de madrugada y decoraron un tren con pintadas subversivas. Cuentan que el tren partió hacia Bilbao llevando a cuestas sus mensajes de liberación y dejando un impacto de espanto o simpatía por todos los pueblos de la comarca. Los mismos rostros perplejos pudieron verse una noche en el cine Cadagua, cuando se abrieron los cortinones rojos y en la pantalla no aparecieron los protagonistas de "Un hombre para la eternidad" sino el lema «sozialismoa» firmado a brochazos por los jóvenes etakides.

Me cuenta Zunbeltz Matabuena que la memoria histórica de Enkarterri va a llegar por primera vez a las aulas. No es lo mismo estampar varias cifras vacías en un libro de texto que reconocer, pongamos por caso, el exilio de Alberto Matabuena, los calvarios de Chelo Marro por los calabozos de la dictadura o la bolsa que asfixió a Koldo Cabrejas en la comisaría de Indautxu. No son ficciones televisivas sino nombres de carne y hueso. Lo sé porque he conocido la veteranía incansable de José Julián Pascual y he visto a Mikel de la Fuente explicando la economía marxista con el entusiasmo de sus primeras militancias.

Reconocería el Kolitza entre un millón de montañas. Podrán conquistar nuestro territorio pero nunca nuestras almas, decía Aguirre en el manifiesto de Turtzioz. Hoy la memoria viva de los pueblos sigue recuperando el suelo saqueado, el idioma escarnecido, la ley ultrajada, la libertad arrebatada. El fascismo viene y va pero las almas nobles, como las montañas, resisten la marea de los siglos.

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