A propósito de Ucrania: las democracias capitalistas no son garantías de paz
Aunque los medios no nos lo digan, ahora mismo existen decenas de conflictos bélicos en el mundo que casi nadie conoce ni de los que casi nadie se preocupa.
Tras la revolución rusa de febrero de 1917, una vez destronado el zar Nicolás II, la alianza entre liberales y socialistas dio paso un ejecutivo elegido democráticamente y a una asamblea constituyente. Sin embargo, ese régimen democrático desembocó en la revolución de octubre y, tras la destrucción de los soviets se pasó a implantar la llamada dictadura del proletariado que en realidad fue la dictadura del partido bolchevique sobre el proletariado y, tras la muerte de Lenin, a la dictadura de Stalin que desembocó en una de las mayores atrocidades del mundo contemporáneo mediante los gulag que no sólo masacraron a los enemigos de la «revolución» sino a los propios revolucionarios.
En 1918, la República de Weimar en Alemania, con su nueva constitución y las consiguientes elecciones democráticas, acabaron llevando al poder a Adolf Hitler con los resultados del mayor holocausto jamás conocido en la historia.
En España, durante el régimen democrático de la Segunda República, cuando ganaron las elecciones las derechas en 1933 y poco después entró en el gobierno el partido que más votos había conseguido, los «demócratas» de izquierdas propiciaron una huelga general que, donde triunfó –en Asturias– provocó una matanza considerable. Tras las elecciones de 1936 –cuestionadas por algunos investigadores como fraudulentas– se produjo un golpe de estado que acabó con la democracia provocando una cruenta guerra civil cuyo vencedor impuso una dictadura de 40 años.
EEUU de América, considerada la mayor democracia del mundo, desde 1945 no ha parado de intervenir o invadir directamente decenas de países soberanos, lo mismo si eran democráticos, como Chile, como si no lo eran, como Iraq, por citar dos de los más representativos de los dos sistemas políticos contrapuestos. Por otra parte, tampoco podemos olvidar que los EEUU, a través de la OTAN, dirige militarmente a todas las democracias europeas como lacayos.
Y, por fin, ¿qué decir de la Rusia de hoy? Recordemos que Rusia, la que ahora está invadiendo y masacrando Ucrania con su poderoso ejército y con una explícita amenaza nuclear, desde la caída del régimen soviético se convirtió también un país democrático y, de hecho, su líder, Putin, ha venido obteniendo en sucesivas elecciones -más o menos fraudulentas- unos porcentajes de votos más altos que cualquier otro mandatario del resto de Europa. Pero por otra parte la invadida Ucrania, que es otro país democrático, resulta que desde 2014 ha provocado una guerra interna, para impedir el derecho de autodeterminación de su zona oriental del Donbás.
Qué gran ironía que, entre los cinco primeros países en la fabricación de armas, cuatro, son regímenes democráticos: EEUU, Francia, Rusia y Gran Bretaña. Además, con China, el otro mayor productor de armas, los cinco tienen derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que les permite evitar la aprobación de cualquier resolución de este organismo internacional. ¿Cómo se explica que la paz en el mundo dependa de esos países que hacen el negocio de la guerra?
A pesar de todo lo dicho el palabro «democrático» parece ser un salvavidas que todo el mundo la utiliza hipócritamente; todo tiene que ser democrático. En España, sin ir más lejos, hasta la cuestionada Ley de Memoria Histórica de Zapatero, ahora quieren rebautizarla –y en algunas nacionalidades ya lo han hecho–, en Ley de Memoria Democrática porque parece que le da más caché a la Memoria.
Lo que intento reflexionar con esto es que, aunque se nos llene la boca con la palabra democracia, y seguramente este tipo de régimen sea el menos malo de los que se han conocido gobernando los países y naciones del mundo, no es ninguna panacea ni, por supuesto, tampoco ninguna garantía de paz como hemos podido observar desde que se inventó la democracia moderna.
Con todo, no todas las democracias son iguales ni permiten lo mismo. Mientras Alemania niega la legalidad de los partidos nazis y comunistas, España permite partidos independentistas, comunistas y filofascistas. Mientras en Rusia se persigue a los disidentes y Putin se apalanca en el poder de manera autocrática, los EEUU, no tienen inconveniente en permitir que se alternen republicanos como Trump o demócratas como Biden, que se acusan de no actuar con limpieza en las elecciones, aunque, luego, en el fondo, las diferencias sean mínimas, al menos desde el punto de vivista económico.
Y es que, como dijo alguien, la verdadera democracia no consiste en votar, sino en participar en la cosa pública… y en la económica. ¿Por qué cuando hablamos de democracia sólo se piensa en partidos políticos y no en la economía de las empresas? ¿Por qué no se participa en el control y la autogestión en las empresas? ¿Por qué no se habla de distributismo ni de cooperativismo como mecanismo democrático de participación?
Aunque mucho se habló en el siglo XX de «democracias populares», que en realidad fueron dictaduras, en la vieja historia de Occidente se pueden constatar tiempos en los que predominaron modelos comunitarios y participativos que se nos han ocultado.
Efectivamente, sin entrar en consideraciones de eficacia económica, hubo un tiempo lejano austero y más pegado a la naturaleza, en el que hubo unas instituciones y prácticas con una mayor democracia y participación de la que tenemos ahora, como el Auzolan en Euskal Herria, o los Concejos Abiertos y los bienes comunales, pero claro, vivíamos con mucha menor riqueza y mayor austeridad, pero quizá mayor sentido de la ética. Sin embargo, los ilustrados y los liberales -tan alabados por los progresistas y demócratas de hoy en día-, se encargaron de ocultar o desprestigiar como épocas oscurantistas. Pero el conocimiento histórico nos permite observar la relevancia que tuvieron los comunes, y cómo formaban parte de la estructura jurídico-política de la Edad Media y de la Edad Moderna Europeas. Más tarde fueron las revoluciones inglesa y francesa donde la nueva clase social ascendente, la burguesía, impuso la propiedad como eje principal y casi único de poder social y económico. Así, en las primeras constituciones modernas se consagra el derecho a la propiedad privada y la soberanía absoluta de los estados sobre su territorio, mientras los bienes comunales pasan a ser considerados residuos medievales con nula protección jurídica. Y es que, las modernas democracias representativas han supuesto en la práctica un alejamiento de los ciudadanos de la gestión de lo común, dejándolo en manos de las élites o de los expertos, estrechamente conectados con los intereses económicos de las grandes corporaciones capitalistas. Así, el poder económico se ha convertido en la práctica en poder político saltándose la participación y la democracia.
Se podrá alegar que hoy, con el desarrollo tecnológico y los avances médicos, fundamentalmente en los regímenes democráticos, se vive mucho mejor de lo que se vivía antaño. Pero no nos llevemos a engaño, pues esos avances de la modernidad, sean políticos o tecnológicos, siguen sin llegar a todos ya que el egoísmo de los países desarrollados -sean estos democráticos o no- no permite tampoco la justicia planetaria. El Norte enriquecido vive bien a costa del Sur empobrecido. Así, mientras cada minuto mueren de hambre o enfermedad curable 10 niños en el mundo, se gastan 3 millones de dólares en esa fábrica de muerte que es la industria militar cuyas armas están asolando hoy no solamente Ucrania, porque, aunque los medios no nos lo digan, ahora mismo existen decenas de conflictos bélicos en el mundo que casi nadie conoce ni de los que casi nadie se preocupa.
He ahí la gran hipocresía de las democracias capitalistas: sólo nos enseñan (o magnifican) lo que quieren que veamos (o prioricemos).