Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Alcance de la propiedad

«La superconcentración del capitalismo ha destruido su esencia liberal-burguesa», afirma el autor, convencido de que el modelo económico y social presente está agotado. Frente a ello, de cara a una revolución verdadera y necesaria considera necesario terminar con las instituciones básicas de este modelo y entre ellas, subraya, la propiedad tal y como está ahora concebida. Algo que es una «materia básica en la ideación del nuevo socialismo». ¿Cómo ha de ser esa propiedad? ¿Con qué límites debemos considerarla? son preguntas a las que Alvarez-Solís responde.

La prolongada crisis económica actual, que tuvo un anticipo en la dramática conmoción de 1929 –aunque entonces solamente fue pervertida en Bolsa la economía real– sugiere en muchos observadores sensatos la necesidad ineludible de un cambio drástico de modelo o sistema social. La política de aplicar simples correctivos para conservar el neoliberalismo –la fase superior de concentración de la riqueza mediante una práctica monetaria especulativa– va revistiendo a la sociedad de capas de violencia por exclusión social que no pueden eliminarse sino con una violencia de peores resultados, como es la violencia institucional. Marx ya previó este futuro en toda su diversa profundidad, pero lo hizo en un panorama en que el vertiginoso desenvolvimiento de la industrialización burguesa, con su consecuente comercio expansivo –dirigido todo ello por la idea de un crecimiento sin límites–, condenó sus previsiones. Incluso la izquierda política, apoyada en el nuevo socialismo, fue apartándose de la profecía marxiana para caer, con la práctica del reformismo, en una integración mortal en el sistema capitalista, que prosiguió su camino de concentración hasta el límite, ya imposible de superar, del neoliberalismo social y del correspondiente fascismo político. Y en ello estamos ahora.


Este sumario prólogo me sirve para mantener la afirmación inicial de que el futuro del modelo económico y social presente carece de vías de continuidad. Está agotado. La superconcentración del capitalismo ha disuelto su esencia liberal-burguesa. En consecuencia, y para potenciar su eficacia, hay que dotar a estos movimientos de recusación de la estructura ideológica dominante –movimientos animados por una variedad peligrosa de motivaciones– de un conjunto unitario y orgánico de ideas y herramientas que generen un hecho revolucionario de expresión única.
En suma, urge penetrar hasta su médula en las instituciones morales, sociales, económicas y culturales que mueven el mundo actual. La verdadera y necesaria revolución, que ha de tenderse de este a oeste y de norte a sur, no puede abordarse eficazmente sin hacer un terminal análisis de esas instituciones básicas que el poder neoliberal maneja de modo excluyente y que deben ser destruidas. Por ejemplo, la propiedad tal como está ahora concebida. Materia básica en la ideación del nuevo socialismo.


Es evidente que la propiedad, tal como la vivimos ahora y que es tenida como valor máximo de la personalidad, radical y excluyente según la antigua tradición del tardo romanismo que la declara «usque ad celum, usque ad inferum» –desde el cielo hasta lo profundo–, es incompatible con la libertad y la democracia como básicos valores fundamentales de la convivencia. La propiedad es, ciertamente, una sustancia que edifica a la persona, pero ¿qué propiedad? ¿cómo ha de ser esa propiedad? ¿con qué límites debemos considerar esa propiedad?


Para caminar hacia el mundo igualitario y libre que reclaman las masas alzadas en protesta es básico tener entre las manos el modelo preciso de propiedad. Es más, la propiedad, como base de la libertad, que es el bien supremo, reclama en cualquiera de sus ejercicios el orden correspondiente. Pues bien ¿a qué forma de orden hemos de aspirar como propietarios y con qué alcance?


Parece necesario, para conservar la necesaria igualdad social, que la propiedad esté asociada al trabajo, cosa que ahora no ocurre en multitud de circunstancias, pero asociada a un trabajo que no suponga la apropiación de los bienes esenciales sobre los que ha de operar el trabajo de cada cual para edificar la personalidad. Esos bienes han de permanecer como soporte colectivo. Apoderarse de esos bienes que constituyen el patrimonio de todos para enriquecer la propiedad constituye una sustracción que llega en muchos casos a la depredación, a la usurpación, al pillaje, en una palabra, al robo de posibilidades para hacer real la igualdad. En este punto hay que referirse forzosamente a esa oferta ideológica de la «igualdad de oportunidades» cuando es evidente que los elementos básicos para hacerla posible han sido secuestrados. Participar en una carrera hacia la propiedad, por ejemplo, en la que han sido cedidos cientos de metros de ventaja a una minoría cada vez más reducida y potente resulta de una ironía sangrante. Incitar a una nueva actividad industrial cuando el suelo, entre otros elementos, es de propiedad privada resulta cínico. Intentar mejoras agrarias cuando la gran distribución de los productos es un activo en pocas manos privadas equivale a requerir un esfuerzo sin ninguna base sólida. Pretender una generalización digna de la vivienda cuando el terreno está al albur de sus propietarios, generalmente contemplativos y parapetados en su poder de inversores, viene a resultar irritante. Hablar de la posibilidad industrial de cualquier tipo sin que el dinero sea un auténtico bien público –mediante la nacionalización bancaria– acaba con frecuencia en la oferta de una soga para ahorcarse. Decir que la bolsa –en una sociedad con una poderosa concentración financiera– constituye una medida o un estímulo para quienes no tienen más que sus manos y su instrucción es una invitación al suicidio, con dramático aprovecha- miento minoritario de la piel de los suicidas.


Hace poco se legisló en España para que la utilización del libre uso de paneles solares haya de someterse a una contribución más, directo o indirecto, a las monstruosas empresas de electricidad o de distribución de la electricidad, normalmente en colusión de intereses. Lo que podía ser un camino para disminuir el gasto doméstico de los hogares o facilitar inversiones por parte de los llamados emprendedores –¿a dónde irá el lenguaje capitalista que no engañe?– ha sido degollado sin la más mínima excusa.


Los elementos que da la naturaleza no deben ser objeto de apropiación privada sin cometer usurpación. El suelo, el agua, la luz solar, el viento, las materias primas, las energías fundamentales como el petróleo o el gas, la gran distribución de mercancías, los transportes de significación para la movilidad de masas, los servicios sociales que están alimentados por razones de solidaridad humana, la educación, la cultura, las fuentes de financiación masiva, etc., todo el conjunto de riquezas que facilita la naturaleza o hacen posible la iniciativa del individuo como tal o como expresión colectiva socializada deben pertenecer al colectivo social y han de ser protegidas contra toda suerte de apropiación excluyente. El derecho del individuo a ser igual a si mismo no puede ser secuestrado por leyes inicuas o por poderes abusivamente concentrados.


La sacralización de la propiedad no ha sido obra de las masas sino que tiene un origen quiritario que se ha mantenido a través de milenios. Cada día ese valor de la propiedad se ha sofisticado más, ha sido incorporado por las jerarquías eclesiásticas convirtiéndolo en materia enquistada en la educación moral, ha sido protegido por las armas universalmente dedicadas a la protección «patriótica» de la riqueza y el poder, ha sido encuadernado en las leyes. Todo ello, reiterado, amparado en una formación ideológica dependiente de los intereses más excluyentes ha calado hasta la médula de los pueblos, a los que se ha presentado como derecho natural. Nadie, que no sea tenido por loco o utópico, ha mantenido con valor que la propiedad colectiva es mucho más amplia, luminosa y segura. Y por esa propiedad de todos, que a todos da dignidad y posibilidades, es por la que hay que luchar.

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