Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Asuntos propios

Por mucho que la retórica sea una disciplina del lenguaje con ánimo de reforzar el pensamiento crítico a través del discurso, por muy transversal que sea su planteamiento y más igualitaristas sus objetivos, no posee la varita mágica que active claves de evaluación de la realidad desde una perspectiva comprometida. Si no, compartiríamos ideología única contra la guerra, las desigualdades de base construidas por la fuerza del capital, la vulneración de derechos, la persecución de identidades, la supremacía heteropatriarcal y una larga letanía de estructuras del sistema que debilitan el equilibrio del planeta.

Si bien explorar argumentos diferenciados sobre hechos de la historia puede ser factor de transformación personal, sabemos que reconducir situaciones de conflicto necesita de la acción colectiva como herramienta revulsiva de dogmas internacionales competentes en materia pública, llámense ONU u otras instituciones con autoridad. Si atendemos a la empatía en su significado humanitario, debemos actuar de reactivo permanente por cuanto cualquier día merece ser precursor de un mundo más habitable. La globalización de la información nos facilita la inmediatez del conocimiento. Los tiempos de los sucesos acontecidos a miles de kilómetros se dan de manera casi simultánea. Esto hace del momento presente motivo suficiente para reescribir la memoria de contextos actuales y las secuelas a nivel mundial fuera del relato normativo.

Hoy mismo también es un día para continuar frente al espejo del consentimiento, por aquello del «no sé, no entiendo de política» o la no confrontación con el poder. Una jornada de verano de la nueva normalidad climática: conjuro de facto en el comportamiento de fenómenos atmosféricos… flora y fauna alteradas… desaparición de bloques de hielo en regiones polares… obra de la vanidad humana. Cambio climático, multiplicador del riesgo de inundaciones y periodos de sequía extrema, circunstancias en las que poblaciones enteras se ven obligadas a iniciar éxodos migratorios, que aún se niega o cuyos efectos pretenden mitigar asentando protocolos de urgencia a largo plazo. Sigue siendo un gran día para asesinar infancia y reventar vientres en medio de la connivencia internacional, desgajar miembros, arterias, vísceras… mediante sofisticada maquinaria para matar, software de IA incluido, que propicia a los operativos militares sionistas objetivos humanos dignos de gestión selectiva, de efectos colaterales indiscriminados, sin embargo.

Anoche me asomé al pronóstico de «Eguraldia»: luz estival leve con sospecha fundada de algún gris ceniza en Hego Euskal Herria. Ya amanecido el día, he dejado mi casa a una hora relativamente temprana, con prisas. Lucía un sol templado. Mi piel agradece una temperatura moderada. Los quehaceres han ido progresando según lo previsto; a media mañana, me permito licencia y cambio de tercio la mente: ese jersey azul marino de cuello vuelto me ronda desde hace meses; nada especial, solo azul marino; ni siquiera 100% lana virgen. Un jersey más, aun cuando en el dietario de lo material conviven grises, negros, verdes… y también marinos… en orden, cada cual siempre en su sitio. Apostada en la inercia del trabajo, entre las nubes y claros anunciados, he rebasado el mediodía. Cronos hace acopio de saliva para la segunda (o tercera) comida del día. Soy parte de los privilegiados estómagos a cobijo. Un plato de sopa caliente dibuja la estampa de todos los inviernos a cuestas mientras millones de cuerpos acomodan el hambre frente a los alimentos bendecidos por el Norte Global, donde no alcanzamos a escuchar los espasmos de muerte por inanición de territorios como Gaza.

Planes curriculares descansan en las escuelas a este lado del mapa, cincelado a base de explotación de recursos naturales en países empobrecidos –origen de enfrentamientos armados por su control–, cuyo producto consumimos en los alrededores de un puerto con envío armamentístico a Arabia Saudí. Adolescentes juegan en el patio con sus dispositivos móviles; «el oro negro» desencadena crisis humanitarias silenciadas. Las más pequeñas se afanan en juegos y risas antes de volver a las aulas. Algunas insignias de caídas en las rodillas: cicatrices de la edad; nada, comparadas con el terror del genocidio, no hay tanques apuntando sus cuerpos ni charcos de sangre en el interior de los hospitales medio en ruinas. Tampoco con la masacre del Congo… Esta es la Europa monopolio, cómplice de su infierno.

El reloj marca la vuelta al trabajo. En el cielo, solo nubes. Pienso en coger el paraguas, por si acaso. Me asomo hasta traspasar la barrera de fachada ventilada que recubre mi edificio; ningún cuerpo tirado en la acera, confundido en el color de las baldosas. Ningún llanto de bebé asustada por el impacto de bomba en su madre. Solo las nubes oscurecen el comienzo de la tarde. La duda no ceja: coger o no el utensilio de varillas y tela… Miro de nuevo a la calle, algo parece moverse afuera. Falsa alarma. Últimamente no duermo bien y confundo los fantasmas reales con las noticias que no dejan de hablar de cadáveres en la Franja de Gaza.

Sigo a vueltas con asuntos propios: esperaré al otoño para seguir buscando mi jersey azul marino. Para entonces más nos vale que EEUU tenga presidenta; que la próxima vez que un Gobierno barra personas sin hogar de las calles de su capital ante acontecimientos deportivos de envergadura, hagamos boicot a sus productos; que si, por mera ficción, ese mismo país acoge a la delegación oficial de un Estado genocida, nos manifestemos como si nos fuera la vida en ello. En resumen, que nos importen más las causas que las medallas olímpicas o la nueva edición de «Gran Hermano».

No hace falta ser meteoróloga para ver que las nubes han cubierto los pocos claros que quedaban y se avecina un frente de lluvia. Al final, he salido sin paraguas…

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