Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Caminanta se hace camino al andar

Las que todavía podemos hablar o comunicar nuestras ideas, las que podemos salir a movilizarnos, no podemos quedarnos solo en el horror, nos toca pensar en cómo acompañar a todas las mujeres a las que se quiere silenciar para que sepan que en su caminar no están solas.

Este verano nos ha convulsionado. Ha tenido numerosos elementos con los que enfadarse, sentir un profundo horror, rebelarse, y actuar desde la convicción de que la única manera de que no nos echen de nuestros propios cuerpos es seguir caminando y generar redes de solidaridad que fortalezcan los caminos que transitamos. ¿Novedades bajo el firmamento? No. La diferencia es que ahora el feminismo tiene más autoridad que nunca para, al menos, ser escuchadas, el problema es que no nos conformamos. En el Estado español, como en tantos otros lugares, la violencia contra las mujeres se recrudece.

A la vicepresidenta del Gobierno balear, Gloria Santiago, que sufrió una agresión mientras realizaba «sola» el camino de Santiago, desde el 061, como denunció la propia diputada, le «riñeron» por hacer el camino ella sola. Mientras, en Nueva York, el gobernador de la ciudad dimitía acusado por once mujeres de acoso y no de escándalo sexual, llamemos a las cosas por su nombre. En relación a este «nuevo» caso escuchaba recientemente en Radio Euskadi al afamado periodista David Puente, que aunque no se podía consentir el acoso contra las mujeres, tampoco se podía juzgar a un hombre de 64 años bajo el prisma actual, donde ya hemos aprendido que la violencia contra las mujeres es una de las mayores expresiones de la desigualdad y de resistencia machista, añado yo. Escuchándole me surgía la duda de dónde tenemos que poner la medida/edad cuando se trata de los derechos de las mujeres, ¿a partir de qué edad se puede considerar que un hombre ha recibido información necesaria para ser consciente de que está abusando de su posición de poder y que acosar o agredir a las mujeres es un delito?

Mientras, en Donostia, Johnny Depp era el elegido para recibir el premio Donostia, separando al profesional del hombre que tiene pendiente un juicio por maltrato a su expareja. ¿Era necesario, oportuno o imprescindible la entrega de este premio antes de resolver la situación judicial? Quizás es una forma de posicionarse, por parte del jurado del Zinemaldi, frente al supuesto «acoso» que están recibiendo hombres poderosos debido al «avance feminista». Mientras, esta semana una joven de diecisiete años denunciaba una violación colectiva en Plentzia.

Mientras, en Afganistán, los talibanes volvían para imponer su orden (patriarcal sin espejismo). Se terminaban así veinte años del oxímoron «invasión militar para lograr la paz y liberar a las mujeres». ¿Se puede juzgar a EEUU y sus aliados de la OTAN por la invasión de hace veinte años? ¿Qué es lo que han conseguido? Veinte años en los que, según diferentes analistas y activistas, la situación de las mujeres no sólo no ha mejorado sino que ha ido empeorando. ¿Y cuál es la situación actual para decidir «negociar» con los talibanes la salida del país? 

¡Ay! Pero es que es otro contexto, otra cultura, y lo que hace veinte años les sirvió para justificar la invasión de un país hoy les sirve para abandonar a la población civil a su suerte, especialmente a esas mujeres y niñas a las que iban a «salvar».
Total, que entre esto de separar al hombre del artista, al hombre educado en otra época, al que pertenece a otra cultura, a los que son víctimas del fundamentalismo cuando no del capitalismo que les lleva a desbordar su malestar con las mujeres, qué curioso, porque eso sí suele ser una constante objetivable en cualquier latitud.

Y no es que quiera asimilar como iguales las situaciones expuestas, solo identificar los nexos en común que tienen para «trivializar» o justificar los ejercicios de abuso, desde la individualidad de hombres concretos a las acciones más crueles orquestadas desde los estados «libres» o desde los estados reconocidamente antiderechos.

La solidaridad internacional e intranacional debe de ser una garantía de apoyo a los procesos de las poblaciones o grupos que ven vulnerados sus derechos desde fuerzas de dominación, creadas en muchas ocasiones, como ocurre en Afganistán, bajo los intereses de las fuerzas de dominación de las poblaciones «civilizadas». Fuerzas de dominación que generan el espejismo de que los avances de derechos son algo exponencial con el pasar del tiempo, o peor aún, fruto del desarrollo económico, algo externo al individuo porque no se sabe quién o quienes conforman ese mercado económico que nos afianza en «nuestros» valores.

Se extingue así la lucha social y, previo a ella, el posicionamiento individual y colectivo de conciencia, de injusticia que nos conduce a ese movimiento social de vindicación. Vindicación que en este momento, en Afganistán, pasa por los derechos más esenciales. No es mucho pedir estudiar, trabajar, poder tener proyecto vital propio, poder caminar sola o acompañada. Aquí y allá, en esa vigilancia persistente porque sabemos que en relación a los derechos de las mujeres su cuestionamiento es una constante. Ese caminar, que precisa de momentos con una misma pero de reflexión y acción compartida.
A pesar de las profundas diferencias en el ejercicio de dominación, la base de los patriarcados adaptados o de los declarados abiertamente como tales, es la exclusión de las mujeres, la ocupación y explotación de sus cuerpos, la invisibilidad y el ostracismo.

Las que todavía podemos hablar o comunicar nuestras ideas, las que podemos salir a movilizarnos, no podemos quedarnos solo en el horror, nos toca pensar en cómo acompañar a todas las mujeres a las que se quiere silenciar para que sepan que en su caminar no están solas.

También nos toca exigir a nuestros gobiernos su responsabilidad y el deber de acoger a todas las personas que por el mero hecho de existir pueden sufrir la crueldad desde esa «banalidad del mal» que tan bien definió Hannah Arendt. El horror que sentimos debe de ser transformado en solidaridad y la misma en la capacidad de presionar a nuestros gobiernos. Porque somos defensoras y defensores de los derechos y ya somos plenamente conscientes de que los derechos de las mujeres forman parte de los derechos humanos, ¿no?

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