Carta a Pablo Iglesias
Mi joven y estimado amigo: por la práctica invalidez que subraya mi ancianidad no pude asistir al momento en que se produjeron los esperanzadores gritos de «¡Unidad!» con que fue saludada, en el congreso de Vistalegre, su reelección como secretario general de Podemos.
Le espera ahora una dura batalla frente a un Sistema social con el que, afirmo como principio básico, no cabe asociación o convenio alguno aunque traten de forzar cualquiera de las dos cosas partidos como Ciudadanos o PSOE, a su vez apoyados por la fuerza arrolladora de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, de los que, sea dicho de paso, fui expulsado en su día, como tantos otros profesionales del periodismo, por no aceptar la manzana que me ofreció la serpiente. Ojo a la serpiente, que ya nos privó una vez de la finca a todos.
Esta convicción radical de un necesario enfrentamiento al Sistema si de verdad queremos vivir dignamente me lleva a hacer algunas reflexiones sobre esos gritos de «¡Unidad!» a los que acabo de referirme y que han sido interpretados maliciosamente por los cronistas más conspicuos del Sistema como pura forma de convertir tuertamente una esperanza en destructora «guerra» interna que subrayan cada día esos tales cuando se refieren a «Podemos», partido al que suponen apuradamente nada menos que agónico. Pero no les caerá esa breva si «Podemos» está entregado de verdad a la empresa para la que ha nacido. Los ríos más caudalosos nacen pequeños.
Es posible que esa sonora demanda tuviera en ciertos casos la intención de cerrar la vía de agua que pudieran haber producido en su barco algunos dirigentes que apuestan por incrementar la masa de seguidores a costa de los principios clarificadores. Pero creo, por el contrario, que la demanda sonora de «Unidad» tenía otro carácter más importante: la invitación enérgica a una lucha clara y abierta, en bloque, contra el Sistema social que va plagando de rasgos fascistas, debidamente conservados, no solo a los neoliberales sino a otros dirigentes afines al poder imperante, como es el caso de Ciudadanos, y también a quienes desde una llamada centralidad socialdemócrata quieren ponerle parches al irreparable pinchazo de la bicicleta política española. El Madrid histórica y vacuamente autoritario sigue siendo un panal que atrae fatalmente a los zánganos. Si se quiere ser alguien en Madrid hay que prescindir de la dialéctica inteligente y del afán honesto del pensamiento para apuntarse al constante carnaval del barroquismo.
Parece evidente que lo que necesita ahora la sociedad para recuperar un humanismo fundamental no es un plan de reformas capitalistas, que acaban siempre en puros aderezos, sino un proyecto de nueva construcción moral, económica y cultural desde los cimientos. Y ese plan plantea de entrada dos ásperos problemas: su sostenimiento ante unas instituciones que intervienen toda la «realidad» o suelo operable y la formación de un ideario que, yendo más allá de su enunciación teórica de principios, empape y estimule a la ciudadanía a integrarse en una acción política clara y sostenible, programática en la oferta y crítica minuciosa y constante frente al Sistema. Esto requiere ya en principio la construcción de una red de información y análisis que llegue desde lo municipal a lo nacional o internacional en cada caso. La lucha política por la sustitución del Modelo de sociedad ha de desenvolverse mediante el contraste diario y accesible entre el diseño revolucionario y las doctrinas y acciones que sostienen al Sistema, enrocado ferozmente ante su visible muerte. Doctrina, sí, pero praxis posible en todo momento. A un pueblo no se le puede llevar a una lucha tan fatigosa y posiblemente larga y cruel sin mostrarle los detalles diseñados en el plano del cambio y de la dureza para seguirlo. Cuando se pretende aniquilar la injusticia y alumbrar una verdadera libertad e igualdad la discutida presencia en las instituciones ha de entenderse en buena parte como un didactismo que precisa, ante todo, de un lenguaje enérgico, equilibrado, pero conservador de las distancias y diferencias. En las instituciones, para la exigencia; en la calle, para la batalla.
Me ha causado de nuevo una lamentable impresión las últimas declaraciones del Sr. Rajoy de que está dispuesto a discutir todo lo que cabe dentro de la ley, pero que no atenderá a nada de lo que no quepa ella, como el derecho a la autodeterminación. Este autoritarismo secado al aire de la estepa, como el bacalao, convierte a España en un residuo de épocas repletas de oscuridad. Ya sé que esta autocracia crece en el mundo tenido como civilizado, pero aún en esos escenarios se emplea habitualmente otro lenguaje para manifestarla o mantenerla. El Sr. Rajoy representa esa elementalidad que impide a los españoles pasar a secundaria.
El respeto absoluto a la ley como fruto del autismo jurídico –toda norma obtiene su vigencia superior surgida mágicamente de un gran liderazgo– dejó de ser una doctrina presentable, al menos en la epidermis del lenguaje político, desde que el invento teórico del Sr. Kelsen y el fino institucionalismo del Sr. Hauriou, degeneraron en el fascismo y el nazismo que malograron con fuego y sangre el juego de manos del capitalismo, que había resguardado su protagonismo de falsa democracia con un abrigo de piel de zorro. Ya sé que las oposiciones a registrador de la propiedad no obligan desde luego a saber nada de este asunto, al menos generalmente hablando, pero insisto en que se trata de una exigencia de la carrera en segundo curso de Derecho.
La ley no puede constituir una producción escalonada de leyes por partenogénesis, biología que, si no me equivoco ahora, solamente se da en caracol. La ley ha de nacer de la libertad soberana y por tanto transeúnte del ser humano, que siempre es anterior a la ley. No vale, pues, esa simpleza presidencial con que expresa el inesquivable respeto y sometimiento al aparato legal cuando habla de la cuestión catalana. Tampoco me parece válida en tal sentido la argumentación, para mantener la dominación absoluta de Madrid sobre Catalunya, de que la soberanía pertenece a todos los españoles al establecer que los catalanes son indiscutiblemente españoles y que por tanto no tienen derecho a un referéndum sobre ellos mismos. El Sr. Rajoy también parece ignorar el aplastante peso de lo étnico, que él reduce, con dos patadas, al encuadramiento en el Registro Civil.
Sr. Iglesias, comprendo que usted no quiera que le inmovilicen en el cepo de la españolidad manejado artera y antidemocráticamente por el Partido Popular y sus adherentes de Ciudadanos y socialistas, pero es eficaz, creo, que usted mantenga la necesidad de otro sistema social para la sociedad española, hundida en la dominación inicua de cien poderes, y a la vez haga patente su respeto a la autodeterminación de cualquier pueblo que, como el catalán, aspira crecientemente a liderar su propia existencia. El catalán tiene pleno derecho a diseñar soberanamente su economía y su cultura, mediante una soberanía que propone desde una consulta que certificará si vivimos en una democracia o según el derecho de Indias a los catalanes, respecto a los cuales parece discutirse también si tienen alma. Deje usted, Sr. Iglesias, que los catalanes decidan su futuro plenamente y usted dedíquese a defendernos de la CEOE, que sigue apoyando el «creciente» desarrollo de España sin que sea necesario el bienestar básico de sus habitantes. ¡Milagro, crecer a base de lo menguante! Como los españoles no decidan un verdadero frente popular con su columna vertebral republicana, uno empezará a ahorrar lo que esforzadamente pueda para adquirir su patera.
Queremos vivir dentro de la ley, pero de nuestra ley ciudadana. Y usted posee en este momento uno de los escasos partidos que preconizan eso. Me gustaría que usted ocupara La Moncloa y comprobara al menos si han regado los árboles enanos del Sr. González.