Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Carta al Sr. Varoufakis

Me gustaría, Sr. Varoufakis, que esta carta llegara a usted y no, precisamente, por mimar en mí la vanidad de que usted me lea, pues si las tuve, ya no me incitan esas tentaciones tan irrisorias.

Se trata de otra cosa; de agradecer su esfuerzo y sacrificio por restablecer la justicia y la libertad en una sociedad mártir, cosa, repito, que no pueden entender los miserables que administran el largo y terrible reguero de sangre que el Sistema dominante está dejando en la historia como si no fuera muestra de una realidad criminal sino sólo un inevitable daño colateral del «enriquecedor» mecanismo capitalista. A ambos lados de ese camino imperial hay una cuneta repleta con los huesos de quienes van siendo enterrados triunfalmente por los que tratan de culminar, con el sufrimiento de pueblos enteros, su maldita Torre de Babel. Los españoles republicanos sabemos mucho ya de ese tipo de cunetas. Algunos de los herederos de quienes las llenaron de horror rondan hoy al poder. Me acojo por tanto, para alumbrar esta carta, a una frase suya que es de obligada observancia por parte de quienes compartimos con orgullo y esperanza su honesta postura: «En la izquierda sabemos cómo actuar de forma colectiva sin importar los privilegios».

Sr. Varoufakis: le escribe un modesto ciudadano socrático –cristiano en el siglo y, por tanto, inevitablemente comunista– que ha luchado toda su vida para conquistar la lápida que quiere para su tumba: «Aquí yace Nadie. Rece en su recuerdo». Cuando se ha llegado a la libertad del alma no son precisos mayores brillos. En resumen: esta carta expresa la gratitud del desterrado a quien usted, Sr. Varoufakis, ha devuelto la dignidad, esa abstracta sustancia que si se practica evita el hambre de las masas, crea la fraternidad entre los desposeídos y sustituye, mediante un noble entendimiento del ser humano, la falsa sabiduría de quienes durante las veinticuatro horas de la jornada permanecen en la Bolsa pescando con cebo vivo. Que sus compañeros de gobierno administren bien esa dignidad, tantas veces dolorosa, pues tras la victoria frente a los dorados persas no se puede acampar tranquilamente y hay que pasar la mar para proseguir la operación ya en su territorio. En fin, lo que ya sabe usted como griego y en el marco de los saberes que le corresponden.

Hasta grandes economistas, horneados en los pomposos y tantas veces dudosos premios, reconocen ya públicamente que Grecia puede vivir mejor si restablece las fronteras de su plena soberanía. Es la ventaja de los pueblos demográficamente pequeños: que pueden sostener su vida con un relativo monocultivo de base y poco más como robustecimiento de la estructura; con una economía de elevado rango público y muy especializada. Ustedes gozan de un mar privilegiado del que pueden extraer una riqueza segura, que son los peces transeúntes que beben cerveza en la orilla. Ahí está la razón de que los poderosos del «mercado» quieran hacerse con su turismo mediante la técnica corsaria de la privatización de las bases sociales de ese turismo: puertos, aeropuertos… Si lo consiguen, los griegos del común volverían a ser atados con un lazo tan antisocial como doloroso. Supongo que el oso alemán habrá ya afilado sus uñas.

Permítame que insista. Once o doce millones de griegos tienen en sus manos un regalo de los dioses, que al parecer han votado oxi también. Con ese mar y una moneda ágil en la maniobra puede Grecia sostener una gran parte de su gasto social y un apreciable empleo. Hay que añadir, además, la situación griega en el mapa geopolítico, que abre la puerta a políticas exteriores que ya no dependan de la conspiratoria Bruselas. En suma, qué voy a decir yo, que usted, «marxista errático» y hombre de fe en la grandeza humana, tan maltratada ahora, no sepa. Grecia ha de navegar por el Egeo, evitando en lo que sea posible las traidoras rutas de la globalización. Hay que apostar por la propia playa y no por aguas donde maniobra el gran tiburón blanco.

Quizá esté yo incurriendo en la audacia de hablar a quienes tienen soberanamente su propia voz, pero temo, creo que injustamente, que tras la victoria en la moderna Salamina, su gobierno dude y ceda –el propio triunfo frente al gigante puede encoger al héroe–, lo que supondría sin duda la destrucción de la naciente globalización aparecida en el referéndum de Atenas: la globalización de la generosidad y de la verdad. Y esa globalización, a la que vamos a llamar nuevo universalismo, constituye mi esperanza. Ya ve, Sr. Varoufakis, que en resumen defiendo mi miedo a que el persa regrese más feroz y armado. Acepte usted mi cobardía como un homenaje a quien me impulsa a desempolvar el mapa de lo posible. Que existe.

Yo vivo en España, sin dignidad y sin horizonte, ya que mi derecha es tan brutal como torpe –está hecha de caudillos serranos y políticos lampones– y mi izquierda no ha aprendido honestidad ni ha pasado de la aritmética de sucursal bancaria. Y el progreso humano, no el maldito «crecimiento», es resultado de ver al pueblo en toda su grandeza posible. Yo he votado espiritualmente con ustedes en pro del desarrollo de los ciudadanos y no del oscuro crecimiento de las neblinosas riquezas.

Me pregunto muchas veces, en mi impaciencia por ser generación futura –a mis años y con mis combates–, si, conocido el pragmatismo especulador del imperialismo que paradójicamente se autodestruye quemando sus propias naves, cabe intentar una política de agrupación de pueblos huídos de la globalización –algo así como una tercera vía o asamblea de naciones no alineadas–, a fin de intentar una honesta complementación de mercados y una equilibrada división del trabajo.

No estoy pidiendo la luna. Ustedes acaban de pedirla y el «no» nacido de su sufrimiento la ha levantado sobre el horizonte ¿Por qué no intentarlo una y otra vez? Ya sé que los «imperiales» pueden hacer con el turismo lo que Washington ha hecho con el petróleo: intentar un dumping a tumba abierta. Pero esa operación no la veo tan sencilla si uno opera con su propia moneda. Y además los daños serían demasiado amplios para que Washington o Berlín habilitaran sus cortafuegos sin quemar a sus aliados. España, Italia, Portugal, Irlanda, los socios bálticos o eslavos tienen en el turismo una fuente importante de riqueza. Manipular al turismo griego es una operación arriesgada. E invalidarlo con un IVA alto, como quiere la troika, supone una declaración de guerra que hay que pensar mucho porque al fondo aparecen las siluetas de Rusia o China. En el miserable casino de la globalización la mesa cuenta ya con muchos jugadores y el euro ya no es una moneda absoluta.

Pero hoy ando en otra cosa más simple, que consiste en felicitarle a usted por demostrar, desde la tribuna de su gobierno, que el tigre es de papel, proverbio chino muy útil en este momento al que podría aplicarse en toda su dimensión aquella frase que debemos al ingenio de Rudyard Kipling: «Todo acaba bien a final y si no acaba bien es porque no hemos llegado al final». Esto se llama fe, lo reconozco. Pero ¿qué hacer sin fe, ese afán de trascendencia? La economía es una ciencia moral, una inteligencia y apetencia de modelos sociales, un marco para la invención de formas de vida, no una pura aplicación de lo que en mi juventud era conocido por altos estudios mercantiles con destino a hacer idénticos balances para los propietarios de idéntica riqueza. A usted le han echado de la catedral los santones de libro único porque denunció su misa negra. Pero el griego de la calle decidió dar el «sí» a su «no» en una pura dialéctica de amanecer. Y eso hay que mantenerlo entre todos, porque en este momento «todos» somos griegos –todos menos «ellos»– y tenemos fe. Con mi gratitud.

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