Iñaki Egaña
Historiador

Corbatas azules

«A los lados, en grupos estancos, los viejos socialistas, los de CCOO, los del PP como si escondieran su condición, los jeltzales. Eso de la transversalidad era un camelo. Ni siquiera se mezclaban con la mirada. Pero tenían un objetivo común. Un frente anticambio. Que las cosas siguieran como estaban. Desde el GBB se habían repartido las consignas. El resto, bolsillos agradecidos.»

Hace años, cuando la piel de mis manos aún no mostraba los surcos del tiempo, me embargaba la sensación de la diferencia como lo más natural del mundo. Había un abismo entre nuestras convicciones, las mías y las de quienes me rodeaban, en relación al mundo adulto. Me sentía como esos espectadores de la vida en el bosque, secundarios, andarines de caminos cobrizos.


Llovió y oscureció hasta perder la cuenta. Compareció el compromiso, llegó la compañera, aparecieron los hijos y el horizonte se fue desplegando en la extensión que cantaba Laboa. Del tronco que surgimos nacerán otros, desde aquel polvo de estrellas, sin percibirlo siquiera, hasta la eternidad. Convertir en realidad lo que era sueño y deseo. Resultamos adultos y ocurrió que no éramos como aquellos.
Supe, entonces, que había dos mundos. Dos concepciones del mismo. Dos vías, dos apuestas, dos elecciones, dos saltos, dos formas de atacar el imperecedero sentido de la batalla de la vida, la nuestra y la de los nuestros, por un lado. La de los otros, enfrente. No hizo falta abrir ni cerrar puertas. Tampoco la titularidad de carnés expedidos en locales de nombre impronunciable. Sobrevino sin estridencias, con la misma naturalidad que se había deslizado durante la juventud.


Un alineamiento familiar. Hace unos días volví a recobrar aquella sensación. Aquella misma impresión que entre las teclas del piano de fondo a los versos de Lete recitados por Laboa me acompañan afianzando la línea fronteriza de los míos. Acaso de las mismas tonalidades que la de los coros melanésicos recitando esa irrepetible canción en medio de los disparos extraños de Sean Pean y Nick Nolte en la cinta de Malick, la delgada línea roja.


Nos encontrábamos en el tormentoso descanso de la Asamblea General de Kutxa. Grupos coligados, mayores y pequeños, sindicatos de clase con amarillos, herederos del franquismo, sucesores de Sabino Arana y de Pablo Iglesias, vascos, españoles. Unidos contra un enemigo común, unidos contra nosotros. Contra la forma diferente de hacer.


En medio, sonrisas, diálogo, tacto, movimiento. Inquietud. Ojos brillantes. Jóvenes, rojo, verde, morado. Viejos, naranja, blanco, violeta. Colores, edad, mezcla. Enredo y confianza. Un ambiente distendido. Algunos no nos conocíamos, pero hablábamos como si fuéramos socios del mismo club, desde los tiempos en los que había únicamente dos cadenas de televisión.


Dispersados por la sala, en cambio, se asentaban varias tribus diferentes. En la mesa, el presidente. El antiguo que era el mismo que el nuevo, a la espera de la reelección, que se sabía ganador porque guardaba varias cartas marcadas. Aun y todo solitario, echado en su silla con respaldo ergonómico con la mirada perdida. Abrigado por un sueldo de escándalo, mas de medio centenar de millones de las antiguas pesetas al año, poniendo en entredicho ese viejo adagio de que el dinero hace amigos.


A los lados, en grupos estancos, los viejos socialistas, los de CCOO, los del PP como si escondieran su condición, los jeltzales. Eso de la transversalidad era un camelo. Ni siquiera se mezclaban con la mirada. Pero tenían un objetivo común. Un frente anticambio. Que las cosas siguieran como estaban. Desde el GBB se habían repartido las consignas. El resto, bolsillos agradecidos. La política, el sindicalismo, la representación como un fin en sí mismo.


La imagen es tendenciosa, sin duda. Subjetiva. No lo he podido remediar. Sabemos que los ricos también lloran. Que el sabor de la langosta a la plancha supera mesas, que el Ondarre del 2004, como el whisky de malta Yamazaki, son seductores para cualquiera. Que el sexo hace la vida sumamente placentera y que la lectura de Baudelaire empuja a las emociones más nobles. A unos y a otros. Pero sigo pensando en la frontera, como aquellos contrabandistas que, en ausencia de la luna, cabalgaban a pasos agigantados con Xangarin para huir de los carabineros. Para huir de los otros. De los, casualidad o no, corbatas azules.


Aquella imagen que se prolongó durante diez minutos, los del recuento, valió por millones de imágenes atesoradas durante cientos de años en los cuadernos locales, en los manuales generales. No hace falta haber cubierto de gloria el expediente académico en Harvard o en Cambridge para diferenciar los contaminados de los honrados, los que tienen un precio de los que jamás han utilizado la calculadora entre amigos.


Las diferencias son enormes. Creo, sinceramente, que insalvables. Hablamos lenguajes tan diversos que jamás podremos encontrar siquiera un pigdin, una interlingua, como usaban nuestros antiguos arrantzales para comerciar con los micmacs. No tiene que ver ni con cultura, ni con ese vocablo que a estas alturas ni existe, raza, ni con la procedencia.


Tiene relación, en cambio, con la actitud frente a la vida, con la forma de abordar nuestra estancia pasajera en este pedazo de tierra bañado por vientos cantábricos, arañado, al sur, por el cierzo. Una actitud que nos viene de lejos, abrigada por antepasados que antepusieron todo para alcanzar nada a veces. Todo, también, en ocasiones. Que no tuvieron la mirada puesta en las cifras de la recompensa para tomar una u otra dirección.


Nuestros códigos son tan naturales que cuando los vemos plasmados en Zizek, Gramsci o Kropotkin nos parecen obviedades. Creemos en la solidaridad frente a la caridad (¿lo recuerdas Markel Olano?), en el compromiso para mejorar este fétido mundo a cambio, precisamente, de extender lo logrado a quienes hoy desconocen que la posibilidad es innegable. Pensamos que lo inevitable es la excusa, precisamente, de los otros y, por ello, no somos deterministas. Se puede evitar.


No me cabe la menor duda de que nuestro espíritu, honesto y desprendido, fue el mismo que cautivó a todos aquellos que, en otros lugares, aspiraban a ese mundo mejor que siempre tendremos en el horizonte. El mismo que llevó a Telesforo Monzón a bajar las escaleras hacia el infierno, a Félix Liquiniano a abrir la puerta del camping a los huidos, a Miguel Amilibia a dejar la Casa del Pueblo para asociarse a la Herriko más cercana. La misma supernova que atrajo a Bergamín, a Forest, a viejos y jóvenes soñadores. Porque entre nosotros, los sueños no son sinónimos de frustraciones.


Probablemente tengamos un discurso endeble, incongruente a veces y lejano a las grandes teorías que emanaron de los pensadores que ubicaron al mundo. Pero tenemos determinación. A cambio del cambio. Agrandaron miles de compañeras y compañeros ese polvo de estrellas que cantaba también Eñaut. Centenares de los nuestros tienen aún una celda por morada, un refugio por hogar.


Conocemos a la perfección las fronteras y la atmósfera de los otros, un escenario que nos repugna: corbatas (azules) de Balenziaga, prestadas o sustraídas. Villas en primera línea de playa. Reparto de botín. Cuentas en Luxemburgo o quizás en las islas Caimán. Dietas a cuenta del erario público que superan a los sueldos de la mayoría... Me dirán que son los menos. Es cierto. Pero otra fila que va y viene aspira a alcanzar ese mismo escenario.


Hace una semana, en decenas de pueblos y barrios de Euskal Herria se han reunido miles de los nuestros. Buscando la herramienta adecuada para el futuro. Para impulsar esos sueños que a veces se acercan hasta acariciarlos y otras se alejan provocando desasosiego.


He asistido en primera persona al debate, junto a decenas de compañeras y compañeros. A la vieja usanza. Con posturas cercanas, en ocasiones, con lejanas en otras. Discutiendo con pasión, analizando puntos y comas como si se tratara de multiplicaciones y divisiones.


Sé que ideológicamente tengo diferencias con algunos de ellos. Y que lo que yo defiendo puede ser más o menos compartido. Acierto y me equivoco. Sé que el debate produce fricción. Alguna que otra desconfianza, también. No me preocupa. Porque sé que, arriba o abajo, a un lado o al otro, la dimensión es la familiar. Estamos en casa. Y entre los nuestros, el principal valor es el de la confianza. Algo que jamás me darán los de las corbatas azules.

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