Culturas de la memoria y patrimonio
Daniel Rico, en su libro titulado “¿Quién teme a Francisco Franco?”, critica la Ley de Memoria Democrática (2002), porque incita a retirar de la calle todo vestigio franquista, y eso significa «creación de espacios de ignorancia». Los causantes serían los que vienen cultivando las «culturas de la memoria», pues «binarizan» (sic) el pasado en dos cromos. Para superar esa «binarizante» situación, propone una «resignificación» del «patrimonio incómodo», es decir, los «vestigios del franquismo».
Califica su resignificación de «tercera vía», pero se trata de una variante más de otro resignificador.
Afirmar que la limpieza de la herencia franquista ocasionará «la creación de espacios de ignorancia» y «se hurtaría a la ciudadanía valiosos elementos para conocer y juzgar el pasado», no es verdad. El ciudadano dispone de grabaciones, vídeos, películas, hemeroteca, archivos y documentación variada sobre cada una de las fechorías que cometió Franco. Demoler el monumento a los Caídos a nadie impedirá el acceso al conocimiento del franquismo criminal y genocida.
Para condenar o alabar se precisa conocer, pero hay muchos modos de acceder al conocimiento. Pero recuperar edificios de exaltación franquista o lugares de exterminio con el fin de que el ciudadano no olvide el pasado es ilusa. Y plantear la demolición de edificios de exaltación como un canto talibán o vandálico a la ignorancia obvia dos cuestiones. La primera. Existe un sistema educativo gracias al cual el ciudadano puede conocer la historia de su país mejor que su genealogía. Al Ministerio de Educación le toca mover ficha en este sentido. Segunda, la educación ética y moral nada tiene que ver con la presencia de monumentos de exaltación golpista o cárceles de exterminio. Para conocer este aprendizaje ético y moral, la psicología de Piaget y la ética de Kant serían mejores compañeros de viaje.
Un cerebro franquista jamás aceptará una democracia visitando Auschwitz o la cárcel renovada de Portugal. La ideología está en el cerebro, no en la piedra. Ni la contemplación de un edificio de exaltación fascista avivará el deseo de ser demócrata, si uno lleva en sus cisuras una larva fascista. Un edificio de ensalzamiento golpista solo sirve para lo que fue construido: alabar el golpe de Estado como instrumento político para acceder al poder. Y su presencia en una democracia es detritus contradictorio. Y lo diremos mil veces: un lugar de exterminio representa la voz silenciada de quienes sufrieron tortura y muerte. Por tanto, dignos de ser mantenidos en pie, no para que nosotros dejemos de ser unos ignorantes o mejores ciudadanos, sino para no olvidar a las víctimas, que es bien distinto. El asunto no es cuestión de epistemología, sino de ética. Los protagonistas de este relato no son los ciudadanos de hoy, sino las víctimas de ayer. Y los únicos lugares que recuerdan a las víctimas son los de su exterminio, no los de exaltación de sus verdugos. La diferencia es taxonómica.
Por eso, presentar a estos «cultivadores de las memorias» como responsables de dividir a la sociedad, porque «hacen hincapié en las víctimas de un solo bando y binarizan el pasado», es una infamia. ¿Qué quiere este hombre que las víctimas del fascismo recuerden a sus verdugos y quemen incienso en el altar de los vencedores como hizo el franquismo durante más de cuarenta años? ¿Acaso olvida que quienes heredaron el statu quo derivado del golpe de Estado «binarizaron» este pasado histórico hasta la náusea? ¿Y, ahora, quieren meter en idéntica memoria las víctimas franquistas y las víctimas de la República? Es un insulto. Las primeras eran golpistas, las segundas, no. Los primeros fueron causa, los segundos consecuencia. Sin los primeros nunca hubiese habido víctimas, ni en un bando ni en otro. Es el abecé de este relato.
Para «desbinarizar» esta situación, Rico propone reconvertir el pasado en «patrimonio cultural», metiendo en él el «patrimonio incómodo» y el relato plural de «las culturas de las memorias». ¡Como si este patrimonio fuera inocente! No se elaboró por generación espontánea. Ni es un producto inodoro, incoloro e insípido. La historia de la historia de este patrimonio está llena de sectarismo, de ideología fulera y de censuras infinitas. ¿Nunca oyeron hablar de los heterodoxos de Menéndez Pelayo?
Proponer unas «políticas de patrimonio», con el fin de reconciliar las «culturas de las memorias» y el «patrimonio incómodo» franquista, es tarea condenada al fracaso. Rico las llama «actividades resignificadoras». Y cita como ejemplo: «bajar estatuas de pedestales y colocarlas en el suelo o instalar contra monumentos que dialoguen con el original». ¿Imaginan qué «contra monumento» podría ponerse delante del monumento a los Caídos «para dialogar»? ¿Y estatuas a pie de calle? ¿Qué tal las de Mola y Medel? La propuesta, dice su autor, «daría trabajo a bastantes profesionales, tanto investigadores como artistas». En esto tiene razón. Tiene tela la propuesta.
Para cerrar su oferta resignificadora, Rico sugiere que «las culturas de las memorias» deberían dejar sitio a los «patrimonialistas y estos acoger de buena gana la sensibilidad memorial». ¡Qué bonito y qué fraternal!
Dice el autor que los que se mueven en la órbita de las «culturas de la memoria» utilizan la estrategia del derribo de los monumentos golpistas como táctica para atacar el franquismo. Porque, dice, ya no hay franquistas en España. Ya. Lo que pasa es que el peligro está en quienes dicen que no son franquistas, pero actúan contra la Ley de Memoria Democrática, no condenan el golpe y meten en el mismo saco de la equidistancia a víctimas y verdugos. Si no son franquistas, ¿qué son? ¿Falangistas revenidos?
En cuanto a su afirmación de que Franco «no honró a sus víctimas, sino que las utilizó», no cuela. Hizo ambas cosas. Algo que no pasó con las víctimas de Navarra. A estas se las asesinó. Y si, como dice Séneca, «aquel a quien aprovecha el crimen es quien lo ha cometido», no hay más que decir.