Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Defensoras

Hay voces que destacan sobre el ruido de las grandes urbes del capital, a riesgo de perecer bajo su necropolítica. Traspasan fronteras, en un caminar de resistencia, a través de cada derecho vulnerado, acompañadas por la protección comunitaria de base. Incluso las que nada tienen que ver con los mapas, ni con la cartografía utilizada para vadear la distancia que separa continentes, sino con el pulso de la dignidad. Capaces de voltear el tiempo, para no olvidar y rescatar la memoria de luchas pasadas que aún son presente —perdurables en las nuevas descendencias—, mientras el neofascismo avanza, a modo de señor feudal con privilegios del siglo XXI, en la vida diaria de cada una de nosotras, la palabra y el puño en alto de mujeres del mundo transitan el planeta en un ejercicio identitario.

A medida que el dominio de grupos de presión implanta macro proyectos fratricidas, generando sobreexplotación del entorno y sus habitantes, altera la utilización sostenible de los recursos naturales, al mismo tiempo que se apodera de la identidad y desestabiliza los ecosistemas sociales, en construcción convivencial permanente. Las estructuras humanas originarias deben hacer frente a dicha expropiación desaforada, a la desnaturalización de sus formas de vida, incluyendo los desplazamientos internos forzosos. Transnacionales extractivistas: empresas madereras, hidroeléctricas, mineras… —con beneplácitos de gobiernos corruptos, cómplices en la devastación, sin justificación de interés o beneficio público prioritario—, afectan directamente a los derechos económicos, culturales y de vida integral recogidos en la Declaración Universal de los DD. HH.

Paradigmas de arraigo al territorio originario, siembra y cosecha de un espacio a preservar de la violencia estructural del sistema capitalista, las defensoras suman a su impertinencia de ser mujer la garantía de sororidad que planta cara a la judicialización de sus nombres. Son los renglones torcidos de los dioses colonizadores, que no doblegan el alma ni la soberanía de su territorio cuerpo. Redes de mujeres feministas se extienden como raíces de un mismo árbol genealógico. Esparcen semillas en la geografía del abrazo con la valentía de pertenencia propia. Su eje de acción dirige la mirada hacia la transversalidad de un futuro sin lacayo ni opresor. Algunas, son continuidad de las ancestras en defensa del territorio, la ciencia comunaria transmitida de generación en generación. Guerreras con causas, hijas del maíz… Su misión es desatar siglos de injusticia imperantes hoy.  

Supe por primera vez del término acuerpar el 23 de junio de 1992. Gioconda Belli lo incluye en una de sus obras mágicas, Sofía de los presagios (diciembre 1991). Hoy, es ya una palabra habitual de mi vocabulario personal. Al igual que, un año antes, La mujer habitada, llegó para acompañar mi crecimiento feminista. Pasadas tres décadas, los códigos de resistencia indígena de Lavinia que nutrieron aquella época permanecen en mí, además, como fundamento internacionalista.

«Si la historia es nuestra y la hacen los pueblos», sigamos tejiendo rebeldía ante las amenazas comunes. Defensoras, sabed que sois el «mar de fueguitos» que no dejaremos que apaguen.

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