Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Dies irae

Antonio Álvarez-Solís entra a valorar en este artículo el papel que desempeñan los católicos en este «momento crítico», caracterizado fundamentalmente por su inacción ante el «crimen continuado» en que considera se ha convertido mayoritariamente el ejercicio político. El veterano periodista, a este respecto, advierte: «no basta con rezar o diseñar normas de conducta sino de combatir radicalmente la injusticia».

Hay una cuestión de altísimo valor moral sobre la que casi nadie, al menos si es personalidad relevante, se atreve a poner la mano. Me refiero al papel de los católicos en este momento crítico de la sociedad. La hora exige a los católicos, de acuerdo con el comportamiento de Jesús de Galilea, una acción directa y enérgica para enfrentar el escándalo económico y social que está sumergiendo en un mar trágico al ser humano. La inacción escandalosa de los católicos acerca del crimen continuado en que se ha convertido mayoritariamente el ejercicio político –y no cedo en esa calificación– ha abierto una fisura quizá irreparable entre los católicos y los cristianos, desgraciadamente dos cosas ya distintas. Se trata, en los cristianos como tales, de hacer efectiva la moral que dice encarnar la Iglesia. Realmente esa doctrina que blasona de su raíz en Cristo queda inerte en los manglares de la Iglesia romana. Hay algo que parece evidente: no basta con rezar o diseñar normas de conducta sino de combatir radicalmente la injusticia. Como no basta con recomendar correcciones sino de calar hasta la entraña del sistema.


La influencia, aunque evidentemente confusa, de la Iglesia católica, obliga a que hablemos muy seriamente de las responsabilidades que le corresponden. Empecemos por una frase que fuerza a la consideración urgente del problema que hoy representa esa Iglesia, que soslaya la acción eficaz frente a tantos atentados a la vida por parte de los líderes políticos que se amparan en la vieja institución.


Hay una expresión que carga sobre los hombros de la iglesia católica una responsabilidad obviada constantemente por su pontífice y la jerarquía que le asiste. Se afirma que cuando Roma decide –Roma locuta– la cuestión de que se trata queda resuelta para sus fieles. Y bien ¿para cuándo esa «palabra» que obligue a enfrentarse efectivamente con la terrible situación del mundo que se refleja en esa imagen donde una mosca está posada sobre el ojo del niño que agoniza de hambre? Ante esa tragedia universal, más acusadora en tiempos que disponen de tantos medios para el logro de una discreta felicidad de los seres humanos, Roma acalla la exigencia cristiana y ramonea en el herbal de los ricos. Ya no basta la literatura especiosa de las encíclicas que entregan al final la vida de los dominados a la generosidad posible de los poderosos ¿Qué tiene que ver la auténtica fraternidad cristiana con una caridad ejercida al bies tras un sermón vaciado en el aire? ¿Qué relación puede guardar el retórico compromiso católico con  la gran ceremonia de la confusión que protagonizan los poderosos que niegan de hecho al Galileo? ¿Para cuándo la «palabra» que vivifique con la justicia cierta? ¿Hasta cuándo los que oprimen y explotan al mundo seguirán desfilando bajo palio, melífluos y falsos, ante los invitados a la interminable resignación? Desde el siglo XIII resuena el canto del Dies irae convocando a la única dicha posible, la dicha del más allá.


Me pregunto cien veces si Roma ha entendido realmente que la salvación del mundo está en el mundo. La otra salvación se da por supuesta. «Alguien» murió por librarnos del terror profético al más allá y  para devolver la digna libertad al ser humano. ¿Qué hacer con esos autodenominados cristianos que solo cumplen con las misas funerales y el cuchillo de doble filo? Seguramente cuando salgan de los sagrados oficios, todo oro e incienso, volverán a recordarnos la obligación del sacrificio y del culto a su propiedad como principio de vida razonable. Roma locuta ¿Dónde está la voz terminante, el dies irae aquí y ahora, para los poderosos? ¿Cuándo dejarán esos cristianos, girados al bistre del catolicismo, de regalarnos encíclicas que recomiendan la sumisión a los poderosos y hablan de la justicia que sirve de sayal a lo injusto? Roma locuta… No oigo nada. Escucho, pero solamente me llega el eco de un más allá tan remoto como confuso que soberbiamente administran los propietarios de los seres explotados. ¡Cuánto cuesta ser cristiano en esta época de la mentira como material para construir la convivencia! ¡Pero qué fácil resulta ser católico! Larra criticó el «vuelva usted mañana» con que cerraba la ventanilla el funcionario público ante el ciudadano derrotado, pero ¿acaso en la ventanilla por la que asoma la cara cínica de los gobernantes religiosamente conservadores no sigue resonando el mismo «vuelva usted mañana» que condena a los que, engañados, siguen esperando esa incógnita luz que ha de anunciar el final del túnel? Solo los gobernantes ven esa luz, que realmente es la de su candil.


No, no es un asunto baladí o marginal ese de preguntarse seriamente por la obligación cristiana de ocupar la primera línea en la batalla por la justicia social. Los presentadores del circo político europeo suelen reclamar el apoyo de los ciudadanos al cristianismo esencial de la cultura europea. ¡Cómo mienten los malditos! No hablan, no, de la dignidad del trabajo de las masas como productor de la riqueza que a continuación se les hurta mediante la palanqueta de las leyes. Ni hablan tampoco del origen social del dinero. Los grandes dirigentes nos reclaman solemnemente para que rellenemos  de nuevo su calcetín, roto por la prisa con que lo calza la avaricia de los bárbaros solemnes.


De todo esto hay que hablar seriamente. Los cristianos tienen un gran papel en la batalla por la liberación de los oprimidos. En un mundo que presume todos los amaneceres de su agnosticismo liberador el sonido de las campanas de la iglesia sigue teniendo una importancia profunda. Hay que recaptar, por tanto, ese sonido para emplearlo también en la liberación del mundo. No se trata de una batalla para distraer con remiendos nuestra atención respecto a quienes nos invitan a maravillarnos ante el botafumeiro mientras, como el electricista de Compostela, se hacen con el bocado de los cepillos. Ante ese panorama de hurtos crueles la ira del justo sigue siendo una admirable medicina para el espíritu, una obligación que se debe al prójimo masacrado.


En los perversos cálculos que hace el Sistema para ofrecerse como única solución no figura como «pasivo» fundamental la lucha de los pueblos por la libertad y la justicia, cuando esa lucha acontece. Esa lucha es degradada a terrorismo o locura. No sirve para medir el fondo de la realidad. Son puros problemas de orden público. Y lo grave es que en el mundo actual muchos seres sometidos a degradación piensan de si mismos que no se dejarán engañar por la «insensata» llamada a ponerse en pie frente al generado infortunio. Vive en ellos, aunque no lo admitan en su inconsciencia, el gusano viejo de una religión empeñada en una lejana felicidad abonada con la miseria presente. Son seres moralmente desarmados. Y es precisamente ahí donde el cristianismo ha de fijar su frente de batalla. Hay que rescatar a esas masas adormecidas por una razón averiada. Esas masas han sido receptoras del incienso del pensamiento único. No creen que el remedio a sus desdichas resida en la elección de otro Sistema. Cuando algunas cabezas claras hablan de que la situación actual constituye un problema esencialmente político y no económico, esto es, de sustitución total de las relaciones sociales, hacen un requerimiento obviamente moral. Y ahí es donde ha de formar en línea el cristiano, que es un sujeto moral amasado con exigencias básicamente morales. Es decir, el cristiano es el revolucionario de una revolución que también tiene, aunque se diga otra cosa por los manipuladores de palabras, su economía y su Libro Mayor. Una economía en la que no cabe la desesperación.

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