Dónde estabas tú
Recuerdo quiénes no estaban aunque hoy, confiando como siempre en la amnesia, traten de arrogarse un protagonismo que nunca tuvieron.
Estos días he participado en algunos programas de radio y televisión que conmemoraban el décimo aniversario de Aiete y hay una pregunta que se ha repetido con variaciones. «¿Recuerdas dónde estabas aquel día?». A los periodistas les encantan las anécdotas y hacen bien. De todas maneras, es una pregunta que siempre emerge al rememorar eventos históricos. ¿Dónde estabas el 11-S? ¿Dónde estabas cuando Neil Armstrong clavó una bandera en la superficie de la luna y pronunció aquella frase engolada del pequeño paso del hombre y el gran paso de la humanidad?
Fue un 20 de octubre cuando ETA proclamó el cese definitivo de su actividad armada y me he dado cuenta de que no conservo un recuerdo muy nítido de aquel día y ni siquiera me parece el más importante. Sabíamos que el anuncio iba a llegar y en el fondo tenía algo de trámite burocrático porque servía para anunciar un plato que llevaba varios años cocinándose. El riesgo de volcar toda la atención sobre un episodio tan breve es que terminemos olvidando el sudor de los preparativos. El fin de ETA no fue un acontecimiento sino un proceso y es justo recordar a quienes lo hicieron posible. También a quienes hoy lo celebran pero entonces lo saboteaban.
Dice Jonathan Powell, mediador internacional, que el PP puso en peligro la paz. «ETA ofrecía las armas y el Gobierno no las aceptaba, era una locura». Precisamente Rajoy fue uno de aquellos gobernantes iletrados que difundieron la idea de que un desarme es algo así como un pícnic dominguero. La obsesión de la Moncloa por convertir la disolución de ETA en un asunto doméstico, al margen de la supervisión internacional, habría dado momentos hilarantes si no hubiera sido una torpe imprudencia. «Fue muy peligroso», dice Powell, «porque las armas podrían haber acabado en manos de bandas o de islamistas».
No recuerdo muy bien qué hice el día que ahora conmemoramos pero recuerdo con precisión que el 17 de octubre estaba en Donostia, en una manifestación que exigía la liberación de los detenidos de Bateragune. También recuerdo las declaraciones de Rubalcaba ante una hipotética propuesta de paz. «La respuesta va a ser radicalmente no. Esta es una farsa que dirige ETA». Dos años después avaló la condena contra Otegi. «Había pruebas suficientes». En 2018, Estrasburgo condenó a España por haber denegado a los acusados un juicio justo. Los años de cárcel no se devuelven.
Recuerdo dónde estaba el 14 de noviembre de 2009, cuando la izquierda abertzale planteó en la Declaración de Altsasu un diálogo entre ETA y el Gobierno español. En el aire flotaba el modelo irlandés y el desarme bajo los Principios Mitchell. Si lo recuerdo es porque un buen amigo me encareció que leyera los argumentos del debate y, unos meses después, me tendió las conclusiones del informe "Zutik Euskal Herria". Reconozco que los documentos políticos siempre me han invitado al sopor pero este texto, según mi amigo, iba a cambiar de arriba a abajo el rostro de nuestro país.
Recuerdo lo que hacía el 16 de febrero de 2010, cuando el mediador sudafricano Brian Currin presentó la Declaración de Bruselas y propuso un alto el fuego permanente y supervisado. Lo recuerdo porque la petición llevaba la firma de Nelson Mandela y Desmond Tutu. Y porque algunos periódicos tiraron de cloaca para acusar a los mediadores de financiarse mediante «un grupo cuáquero» o de enriquecerse «sin haber conseguido nada». Antonio Basagoiti también quiso dar su opinión. «Incautos». «Aprovechados». «Mercenarios». «Que dejen de molestar».
Recuerdo lo que hacía el 25 de setiembre de 2010, cuando se firmó el Acuerdo de Gernika, en el que varios sectores civiles, políticos y sindicales urgíamos a un final dialogado de la violencia. Lo recuerdo porque yo mismo estampé mi firma bajo el manifiesto. Y lo recuerdo porque ETA había extendido dos declaraciones durante aquel mes. En la del 5 de setiembre anunció un alto el fuego. En la del 18 de setiembre se ofreció a negociar que el alto el fuego fuera «permanente y verificable». Hubo un largo silencio por respuesta.
Recuerdo dónde estaba el 2 de octubre de 2010 porque pudimos celebrar en Bilbao una de las manifestaciones más grandes que he visto en mi vida después de que la Audiencia Nacional nos hubiera prohibido salir a la calle el 11 de setiembre porque estaba convencida de que exigir derechos elementales era un síntoma inequívoco de terrorismo. La pancarta decía «Derechos humanos, derechos civiles y derechos políticos». Urkullu expresó su decepción y pidió que el rótulo dijera «ETA no, no estamos contigo».
Recuerdo, vaya si recuerdo, dónde estaba el 22 de octubre de 2010 porque la Policía fue entrando por las casas a llevarse a veintidós jóvenes independentistas. A encerrarlos en cuartos incomunicados donde se esconde la tortura. A llevarlos al purgatorio de la prisión provisional. También recuerdo que las absoluciones fueron llegando en 2014. La Audiencia Nacional, con una fina sutileza, le preguntó a Grande Marlaska si no le resultaba sospechoso que los chavales testificaran en su propia contra «en un contexto inquisitivo y secreto donde no pueden realizarse las garantías del proceso».
Recuerdo lo que hacía el 10 de enero de 2011 cuando ETA anunció un alto el fuego «permanente, general y verificable por la comunidad internacional» y «el compromiso con el final de la confrontación armada». «No es lo que le reclama la sociedad vasca», dijo Urkullu. «No es lo esperado», dijo Rubalcaba. La derecha y la extrema derecha se apresuraron a salir a la calle contra la «tregua trampa». Estaban Esperanza Aguirre, Jaime Mayor Oreja, Carlos Iturgaiz y Covite.
Recuerdo dónde estaba yo y recuerdo también quiénes no estaban aunque hoy, confiando como siempre en la amnesia, traten de arrogarse un protagonismo que nunca tuvieron. Algunos siempre quieren ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el político en el centro de la foto.