Félix Placer Ugarte
Teólogo

El «3 de marzo» y la Iglesia

Después de transcurridos cuarenta años, los trágicos sucesos de aquella fecha, su memoria y recuerdo siguen presentes en la memoria de Gasteiz y, de manera especial, en este aniversario.

Ni social ni éticamente se puede olvidar aquella brutal represión de la Policía Armada que asesinó a cinco obreros –Pedro Mari Martínez Ocio, José Castillo, Francisco Aznar, Romualdo Barroso y Bienvenido Pereda, y después, Juan Gabriel Rodrigo, en Tarragona, y Vicente Antón, en Basauri– y provocó numerosos heridos, como respuesta del Gobierno a la lucha pacífica de trabajadores y trabajadoras en defensa de sus derechos. Por ello, liderada por la Asociación de Víctimas 3 de Marzo/ Martxoak 3 elkartea, continúan contra la impunidad, la reclamación y exigencia, extendidas internacionalmente, por la «Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no Repetición».

En aquellos acontecimientos tuvo también parte la Iglesia, pero con posturas opuestas. Por un lado, varios templos de Gasteiz, como se dijo en la homilía colectiva del funeral, leída por el párroco de San Francisco de Asís, «habían abierto sus puertas al pueblo que lo necesitaba para comunicarse a diario sus trabajos, sus luchas y sus angustias… y servir al ideal de la creación de un mundo justo y fraternal». Aquellas iglesias quisieron ser un «lugar de acogida y refugio al que acudir con todo derecho», hasta que la brutalidad de quienes no respetaron a nada ni a nadie profanaron, no solo unos templos sino, sobre todo, la vida de cinco personas solidarias, cuya sangre tiñó de dolor, de ira y de consternación la calles de esta ciudad.

Por otra parte, el Obispado de Vitoria, aunque no autorizó la entrada policial en el interior de la iglesia, tampoco se opuso a la decisión de un Gobierno que, apoyándose en el Concordato, se arrogó la legitimidad de irrumpir en aquel templo abarrotado de gente, desalojarlo brutalmente y disparar contra miles de personas que intentaban defender a las que abandonaban asfixiadas el recinto eclesial. Según nota hecha pública por la autoridad eclesiástica, se limitó a informar de la decisión gubernamental a los párrocos afectados y observar «un prudente silencio», que fue estremecedoramente abucheado cuando el obispo comenzó a oficiar el funeral por las víctimas mortales de las balas de la Policía. Sin embargo, impresionantes aplausos subrayaron las palabras de la homilía, donde se condenaba la injustificable represión policial y se exigía justicia en la clarificación de los hechos, depuración de responsabilidades y defensa de la verdad. Expresando la más profunda solidaridad y misericordia en nombre de Jesús, se reclamó «un acuerdo justo ante el conflicto laboral, como el que buscaban aquellos cuya muerte allí se recordaba».

La memoria de aquellos acontecimientos es imborrable y su relato continúa vivo no solo en quienes sufrieron sus trágicas consecuencias; también mucha gente joven se ha sentido solidaria con aquella lucha y recuerda cada año en esta fecha sus reivindicaciones, manteniendo con savia nueva el espíritu del 3 de marzo. Porque aquel largo miércoles de ceniza no ha terminado aún; siguen resonando muchas campanades a morts que tañen doloridas por tantos trabajadores muertos en accidentes laborales, por quienes viven en situaciones precarias, con contratos temporales, con sueldos indignos, en pobreza permanente a causa de una economía injusta a favor del capital. Hoy, como en aquellas fechas, es necesario seguir reclamando los derechos del pueblo trabajador, condiciones laborales dignas para todos y, en especial, para tantas mujeres discriminadas en sus puestos de trabajo.

El mismo papa Francisco, con valentía profética, lo ha denunciado: «…Hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata... La inequidad es raíz de los males sociales…». Siguiendo su línea, que tantas personas admiran y aplauden, la Iglesia en Euskal Herria y, en especial, sus dirigentes más cualificados deben denunciar a quienes hoy en nuestro pueblo y en el mundo globalizado impiden una vida digna a tantas mujeres y hombres a los que, como personas, hijas de un mismo Padre, tienen pleno derecho. Deberían ser también, como lo acaba de pedir el mismo Papa a los obispos en su reciente viaje a México, profetas audaces y coherentes en defensa de la verdad y de los derechos reclamados, a favor de los más pobres y excluidos, fieles a Aquel que murió por defender la vida, la dignidad y el amor para con los últimos.

Símbolo emblemático y permanente de aquel 3 de marzo sigue siendo el templo de San Francisco, patrimonio de la memoria de quienes fueron víctimas en aquella masacre policial; es un signo de justicia y reparación, así como exigencia de los derechos humanos y sociales.

En su interior quedaron marcadas las señales de aquella brutal agresión y entre sus paredes de cemento resuena el eco del angustioso clamor de tantos miles de personas asfixiadas por los gases lanzados por la Policía que irrumpió en su interior, vulnerando el derecho de asilo, para disolver aquella asamblea. Por ello sorprendió la denegación de permiso por parte del Obispado de Vitoria para la entrada al templo, solicitado por la Asociación 3 de Marzo a fin de evocar lo que allí ocurrió. Finalmente se ha llegado a un acuerdo y será posible hacerlo puntualmente la víspera de ese día, en espera del diálogo con el nuevo obispo para su continuidad en las visitas guiadas programadas.

De todas formas, y más allá de estas concesiones puntuales, es necesaria una actitud responsable y comprometida de nuestra Iglesia diocesana ante aquellos trágicos acontecimientos, comenzando por su apoyo solidario a quienes reclaman los derechos humanos y la justicia que corresponden a las víctimas.

Si, como dijo el papa Francisco en sus viajes a Latinoamérica, «la fe es revolucionaria», es necesario que nuestra Iglesia muestre su subversión ante el «orden» impuesto por las estructuras capitalistas generadoras del dolor y pobreza de tantos millones de personas. En unos tiempos de violentos y globalizados atropellos contra lo humano, contra personas, pueblos y culturas, ante tantas agresiones a la dignidad humana, se le pide a la Iglesia su presencia comprometida y arriesgada en sus relaciones críticas con los poderes destructores de la convivencia social y en la búsqueda de la justicia integral y equidad.

Deberá unir su voz –como lo hace el Papa– al clamor de tantos pueblos pobres en la búsqueda y reivindicación un nuevo mundo, donde se consiga una justa distribución de la riqueza acumulada por unos pocos, donde personas y sociedades ejerzan todos sus derechos, guiadas por la atención a los más desfavorecidos y excluidos, donde se realicen los objetivos de solidaridad entre los pueblos de la tierra en un camino de justicia y paz.

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