Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El alma de las palabras

Asegura Álvarez-Solís que hablar en la lengua propia «constituye el principio de la gran aventura humana de la libertad», y le parece significativo que la nación española arremeta contra la vasca incluso amenazando la enseñanza en euskara, pues en la recuperación del euskara ve al enemigo, por su influencia en el soberanismo vasco. Y le sorprende que gobernantes euskaldunes releguen cuestiones de la lengua por otras relacionadas con la crisis, «obviando que abordar con urgencia y correctamente estos problemas exige ante todo poseer la soberanía».

Muchas veces me pregunto por qué un pueblo que recupera su lengua la usa con tanta alegría. Es como si rescatase el mundo que le habían secuestrado. Ningún lingüista ha sabido explicarme de modo satisfactorio este alborozado fenómeno que alcanza, incluso, a aquellos que no pertenecientes a la nación que les ha acogido hacen un esfuerzo a veces de generaciones para incorporar el habla tan trabajosamente adquirida.


Creo que ese alborozo en la posesión y uso de las palabras rescatadas se debe a razones profundas que tienen mucho de espiritual, quizá un fondo religioso formalmente indetectable. He dicho religioso; no confundir con lo eclesial, que respeto mucho, como todo lo que constituye el intramundo humano, pero que es otra cosa.


En ese fondo inefable, que nos marca con la impronta sacramental de lo que radicalmente somos, se gesta la alegría por la recuperación de la lengua que nos define y que tiene un valor superior a todos los objetos que nos sean ofrecidos a cambio, como es la consecución de otra economía, de otra política, de otra respiración material. Hablar con la palabra propia constituye el principio de la gran aventura humana de la libertad.


Un pueblo, necesita, antes que cualquiera otra cosa, la libertad de hablar y hablarse. Por eso siento un frío sideral cada vez que oigo a los políticos españoles y a ciertos políticos vascos decir que ahora no es la hora de combatir por la palabra, sino por el pan, como si el pan esencial no fuera la palabra que nos une misteriosamente al mundo, a nuestro mundo concreto, porque el mundo como objeto global no existe; es una abstracción cruel.


La palabra de los españoles no es la que mueve a los vascos. Es una palabra lejana que llega enmohecida a su destino. En síntesis, el mundo global, si eso es lo que defienden aquellos que quieren imponer un idioma por ser numeroso de parlantes, es un arte de pesca incivil.
He hablado en muchos eventos públicos de Euskal Herria y lo he hecho en castellano por ignorar el euskera, en cuya sociedad me he sumergido con mi vida ya cumplida. He sufrido por ello, aunque me ha consolado siempre la frase del abad de Montserrat, padre Escarré, dirigida cortesmente a un gobernador civil de la Barcelona invadida –que trataba de venderle al abad el garabato de que le hubiera gustado dirigirse a él en catalán– para que no se esforzara en aprender el idioma de Catalunya, ya que lo importante no era hablar catalán, sino pensar en catalán. Celestial treta de monje. A esa hábil maniobra me acojo.


Decía que sufría por no hablar euskera a las audiencias a las que me dirigía en tierra euskaldun. Pues bien, lo magnífico surgía cuando emocionadamente me despedía con unas palabras en la lengua de la nación vasca. Los oyentes solían absolverme entonces con afecto cálido por mi ignorancia del euskera. Ese afecto me ha llevado a profundizar en lo que significa la propia lengua en las profundidades del corazón.


Es explicable que la nación española arremeta contra la nación vasca llegando incluso a la amenaza ante la enseñanza del euskera en las ikastolas? ¿Tanta energía política mueve el lenguaje? Yo no encuentro más que una explicación razonable a esa postura fóbica: que la nación que amenaza trata de remontar su frágil situación interna, producida por inmadurez o por otros motivos, mediante la traslación de su violencia a un sujeto exterior que convierte en enemigo. Y ese enemigo lo hallan fácilmente los españoles en algo que consideran preferentemente dañino, como es el creciente funcionamiento del euskera, al que atribuyen una vigorosa influencia en el soberanismo vasco. Este recurso al conflicto externo para galvanizar el grave deterioro íntimo –por ejemplo, con Francia– era frecuente en el rey Fernando de Aragón para salvaguardar su discutida y tensa unión con la Castilla de Isabel, que le provocaba choques preocupantes con las Cortes aragonesas. No hay que olvidar en este caso las condiciones que imponían los procuradores del reino aragonés al que aspiraba a ser su soberano: «Nos, que valemos tanto como Vos, que no valéis más que Nos y que juntos podemos más que Vos, os juramos como príncipe heredero con la condición de que conservéis nuestras leyes y nuestra libertad, y haciéndolo Vos de otra manera, Nos no os juramos». Los procuradores aragoneses ya sabían lo que se la jugaban como nación con la adhesión a la Castilla que empezaba a ser poderosa.


Las enseñanzas de Maquiavelo recomendando a su príncipe esta mala práctica de andarse en pendencias exteriores para uncir a todos sus súbditos aún perduran en el presente. Norteamérica es ahora, por ejemplo, la máxima expresión de tan deshonesto proceder. Su recalentado interior parece reclamar nuevas acciones bélicas para embarcar a sus rebeldes domésticos.


Lo escandaloso es que la violencia española hacia Catalunya y Euskadi está generada y sobre todo alimentada en los corazones españoles por sus propios gobernantes a fin de enfriar el hervor de la olla política de Madrid, caracterizada por tener más componentes indigestos que la rústica olla podrida manchega, que con tanta reserva consideraba el italianizante don Miguel de Cervantes. Madrid señala con reiterada frecuencia el uso del lenguaje propio por vascos y catalanes como la más popular bandera de soberanía.


Cuando los vascos hablan de su voluntad política de independencia, saben que la batalla por poseer y usar en plenitud el lenguaje que les es propio resulta primordial. Me sorprende, pues, que gobernantes euskaldunes insistan en sortear cuestiones básicas como esta de la lengua en nombre del reequilibrio de la vida económica vasca ante la crisis, obviando que abordar con urgencia y correctamente estos problemas exige ante todo poseer la soberanía, cuya puerta tiene una llave principal para los vascos en el entusiasmo popular que despierta el uso de la lengua propia. Lo que sabe y desea el vasco sobre su país lo sabe en su propia lengua. El lenguaje genuino de una nación alberga todas las dimensiones, tanto sociales como culturales, del pueblo que lo usa permanentemente.


Pero poseer un lenguaje no es hablarlo con cortedad ni pobreza. El lenguaje hay que enriquecerlo hora a hora, penetrarlo más y más, entregarse a él y hacerlo nuestro, sobre todo teniendo en cuenta la áspera persecución que, en este caso, ese lenguaje ha sufrido. La política de un país es, ante todo, la política sumergida en su lengua. Resulta relevante que cuando un dictador quiere asegurar su gobierno del estado totalitario, los primeros pasos que da son la eliminación de pilares como las lenguas distintas de la oficial, así como de los maestros encargados de su salvaguarda y enriquecimiento. Siempre tendré presente la sangría que provocó el Genocida entre los enseñantes en euskera y catalán o entre quienes se empeñaron en el arriesgado uso de la lengua declarada subversiva. Sabía el general que cuando las nuevas generaciones perdieran la lengua de sus padres, resultarían presa fácil de quienes querían destruir su nación. La lengua propia posee el tesoro de los matices genuinos de un pueblo. Los vascos tienen en su mano la prueba evidente de que no son españoles: su lengua. Usarla con vigor equivale a conectarse a fondo con un paisaje vital del que quisieron alejarles. Cuando se penetra mínimamente en el euskera se entiende mejor la naturaleza vasca en toda su magnífica variedad de significaciones.

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