Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El desguace humano

Les preocupa sobre todo la explosión del malestar social de ese 70% de la población que cotidianamente ya teme por su trabajo.

Tengo la sospecha, creciente, de que la multiplicación de la informática está desguazando al ser humano; esto es, que los ordenadores están desordenando mortalmente la vida de la sociedad por transformar a sus componentes en servidores del monstruo. Dentro de muy poco tiempo, según los expertos en la materia, estarán en marcha robots capaces de comunicarse entre sí a una velocidad de trillones de bits por segundo en tanto que nuestra inteligencia natural lo hará, si se disfruta de un buen cerebro, a unos diez bits por segundo. O lo que es igual, iremos renqueantes tras nuestra propia creación y el día en el que superemos la velocidad de la luz habremos regresado a la oscuridad primigenia.
Se añade a esta espantable noticia el hecho de que esos robots podrán entenderse entre sí y concebir incluso crímenes aterradores contra la humanidad o proceder a una inimaginable ortodoncia para mostrar permanentemente una dentadura agresiva, por ejemplo, a alguien que no les suscite simpatía. Los expertos establecen así que el futuro inmediato pertenecerá a lo que denominan inteligencia artificial, aunque entre sus saberes no figura la sabiduría que nos recomienda no destapar la redoma donde yace encarcelado el leviatán. Ya sé que esta premonición será burlada como delirios de un viejo, pero la historia está repleta de ejemplos de babeles fracasadas. Sólo el hombre que labra con el arado que domina su mano puede vivir en su auténtica realidad ¿Simple? Sí, simple; pero vivir consiste en enriquecer y ennoblecer la simpleza ¿Simple? Sí, simple.

En torno a tan próximas y terroríficas realidades los economistas, que ya son actores principales en esta dinámica social, suelen reducir sus discusiones no a una profunda investigación moral acerca de la economía resultante de tales excesos sino a crear vacuas defensas y modificaciones ante lo que se nos viene encima, como hacen ya con el sistema económico que padecemos. Es decir, no les preocupa el ser humano como legítimo propietario de su entorno sino la continencia que este ser global debe observar ante los inevitables y espléndidos avances de la expropiación y de los expropiadores. En suma, les preocupa sobre todo la explosión del malestar social de ese 70% de la población que cotidianamente ya teme por su trabajo; una vapuleada ciudadanía en la que los imbatibles expertos ven un futuro de convulsiones que cuartee el Sistema que los economistas contendientes, vengan de la ultraderecha o procedan de la suave socialdemocracia, ven como intangible, justo e inalterable. Estamos ante una contienda en que se debaten simplemente respuestas protectoras del sistema, pero en la que se evita la pregunta, y ahí reside la cuestión, sobre lo que ha originado este sistema que ha alterado la relativa horizontalidad democrática tan duramente conseguida, para instaurar a continuación una verticalidad del poder que crecientemente invalida todos valores humanos. Yo creo que ante esa enloquecida carrera habría que instalar un señal de aviso: «No corra usted delante de sus pies».

A esos profesores y expertos unidireccionales –ahora leo en “El País”, como no, el cortés encontronazo entre dos profesores al parecer notables en el ámbito de la economía, don Julio Carabaña y don Pau Marí-Klose– que aportan anticipadas respuestas correctoras de esa desigualdad social creciente, les pregunto sobre el origen de la misma, ya que no puedo admitir sus livianas respuestas a un problema tan evidente y grave sin que previamente me expliquen el origen de tal problema. Posiblemente el remedio de ese problema no surja de insistir en el camino emprendido, más robotización, más «progreso», sino en buscar un camino distinto –más humanidad, más justicia, más reposición de la propiedad común– acerca de dificultades tan evidentes. Esto es, nos encontramos ante una espectacular oferta de respuestas a un problema colosal sobre el que no se hacen las preguntas correspondientes. A esto de hacer preguntas se llama filosofía, que culminó en la Grecia clásica y está ahora a punto de morir ¿Simple? Sí, simple. Pero como cantó el gran cubano: «Yo soy un hombre sincero/de donde crece la palma/ y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma./ Callo, y entiendo y me quito/ la pompa del rimador./Cuelgo de un árbol marchito/ mi muceta de doctor».

Cuando hace ya más de sesenta años inicié mis lecturas de materia económica –mi permanente gratitud al desaparecido Fabián Estapé, que puso en mis manos sabios economistas como Joseph Schumpeter– la economía era una ciencia moral, esto es, una ciencia que investigaba filosóficamente distintos modos de vida en la historia, mientras que la matemática de carácter contable se enseñaba en la Escuelas de Altos Estudios Mercantiles. Esto me llevó a profundizar en el primer Marx –el Marx clamante de “La gaceta renana”– para alistarme después en el Marx de “El Capital”. Ahora ese Marx es menospreciado y trata de olvidársele como «cosa superada», como suelen decirme las juventudes que navegan por la bañera del Sistema capitalista para no exponer su barca a los embates del océano. Estoy anegado en las respuestas y sigo sin saber qué hacer con la pregunta: ¿No habrá, verdaderamente, otro Sistema, otro modelo de vivir más que el capitalista, al que los socialdemócratas ofrecen un balandro informático todos los días del año? ¿Por qué se empeñan los capitalistas en bajar de su coche para ofrecerme la bicicleta del Estado del Bienestar mientras cien metros más allá los socialdemócratas tienen el puesto donde nos venden los parches para recuperarse del dispendio?

Ahora ha empezado la batalla «científica» para presentarnos el benéfico invento de los soberbios robots trillonarios y artificialmente inteligentes a unos humanos que funcionamos con una maquinaria neurológica central que anda penosamente como gusano que se arrastra. Hay que decidirse por la inteligencia artificial para permanecer en el «pogreso», pero ahí surge mi pregunta central: «¿Existe la inteligencia artificial?». Primera respuesta que me permito a fin de sentarme con razones junto a los progresistas: no existe la inteligencia artificial porque es un contrasentido. La inteligencia es una sustancia ingénita de carácter moral previa a la mecánica evolucionista productora de seres y de cosas, que aparece en el hombre precisamente al margen de la evolución como una demanda de la curiosidad teleológica que abre los ojos del ser humano. No se puede confundir la inteligencia con la capacidad del mundo material para desarrollar habilidades fisioquímicas, biológicas, o neurales, para usar más eficazmente su entorno. De un ser unicelular puede surgir un ser multicelular o fracasar en la carrera, pero no se ha demostrar que de la ameba, por mucho que se despliegue, ha surgido algo tan enigmático como la inteligencia, sino simplemente que en ese despliegue ha actuado un procedimiento cuantitativo de complejización para adaptar los seres o las cosas a sus necesidades vitales mediante el proceso mecánico de prueba y error. La inteligencia, como sustancia enigmática es ingénita, distinta a todo ese proceso. Es deslumbramiento, curiosidad trascendente que no se puede cultivar en un tubo de ensayo.

Un robot puede llegar a producir vertiginosamente otros robots, pero para ello hay que dotarle de ese querer y procurar además que no padezca averías porque entonces probablemente vayamos listos. El robot nace de transformaciones profundas de la automatización que buscaba nada más que una velocidad invariable de la producción. Esa automatización ha perdido su contenido gnoseológico frente a la robotización, que es ya un juego de energías en que cabe introducir códigos de variabilidad, que no pueden ser definidos como inteligencia sino como ordenanza. Y eso es lo que me preocupa: ¿quién maneja la ordenanza? ¿qué ordenará el robot al que tenga el poder de la ordenanza? ¿Qué hará el robot cuando al poder que ordena al monstruo decida que sobramos tres mil millones de seres, apiñados como peso muerto en la sentina financiera? ¡Dios, que futuro!

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