El interruptor de Twitter
La economía de la atención hace que el algoritmo premie los exabruptos más indignantes, una estrategia que la extrema derecha ha exprimido con pocos escrúpulos y muchos dividendos
La semana pasada, Twitter suspendió mi cuenta y la restableció al cabo de varias horas sin que me quedara claro cuál había sido el protocolo que la había desactivado y bajo qué criterio regresó a la vida. Es cierto que remití una apelación. También hubo personas que protestaron por la medida. Pero después de varios episodios similares solo me queda una incómoda sensación de arbitrariedad. Después de casi doce años de alegrías y sinsabores en esa tribuna, me parece inevitable formular algunas reflexiones sobre el ecosistema digital y sus consecuencias.
Poco antes de fallecer, Umberto Eco regaló al diario “La Stampa” unas declaraciones que sirvieron de alimento para la controversia. Las redes sociales, decía el semiólogo italiano, «le dan el derecho de palabra a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino». Si la televisión ya había entronizado a voces poco educativas, Internet las ha consagrado. Se trata, dice Eco, de «la invasión de los imbéciles».
Era 2015 y las palabras de Eco nos parecieron un exceso cuando no el berrinche de un señor que disponía de un altavoz privilegiado. Al fin y al cabo, sentíamos que las redes sociales se habían convertido en nuestro pequeño refugio para la distribución de rebeldías. Twitter nos había permitido, por ejemplo, asistir en directo a las revueltas egipcias de 2011 y resultó esclarecedor que Hosni Mubarak hubiera clausurado la plataforma. Las redes digitales fertilizaron nuevas formas de periodismo amateur y testimonial que presentaban un gran potencial subversivo.
En los últimos años, sin embargo, parecemos asistir a una mutación en la propia concepción del espacio digital. En tiempos de contrarreforma conservadora, Facebook ocupó el epicentro del barullo de Cambridge Analytica y es imposible separar sus tejemanejes de la victoria del Brexit y del trumpismo en 2016. El tráfico de datos a gran escala ha demostrado un peligroso potencial desestabilizador. Y esos datos se concentran cada vez en menos manos.
Jaron Lanier, pionero en el emporio informático de Silicon Valley, lleva más de veinte años advirtiendo el deterioro de la web 2.0. Dice Lanier que la difusión gratuita de cultura ha robustecido un modelo que precariza a los creadores mientras unos pocos distribuidores –llámense Spotify, Instagram o YouTube– se forran el riñón con el negocio publicitario. Puesto que el servicio es gratuito, los usuarios entregamos a cambio nuestra información para que la publicidad sea más personalizada, más eficaz, más invasora.
Lanier denuncia el imperialismo del algoritmo. ¿Quién conoce y saca provecho de nuestros mecanismos más primitivos? ¿Han modificado las redes sociales nuestra conducta? ¿No somos más irascibles, más propensos a escandalizarnos cada vez que consultamos la polémica diaria de Twitter? ¿Compartimos de forma irreflexiva vídeos sentimentales que nos deparan medio minuto de alegría o de rabia y cuya autenticidad ni siquiera hemos verificado? ¿Quién amortiza nuestras pasiones? ¿Quién suma ceros a su cuenta corriente con cada like, con cada clic? ¿Acaso su negocio no se sostiene sobre la multiplicación de contenidos tan tóxicos como fugaces e irrelevantes?
Somos los perros adictos de Pávlov que salivan ante cada notificación de WhatsApp. Somos las ratas de Skinner que activan pequeñas palancas a cambio de raciones perecederas de felicidad. Somos víctimas de un colosal experimento colectivo donde nos obligan cada día a poner en juego nuestro estatus social. Donde el linchamiento público acecha detrás de cada tecla. Donde el odio se ha convertido en una mercancía lucrativa. Donde nuestro pensamiento profundo se desvanece a cambio de una atención distraída y superficial.
César Rendueles, que cuestiona el ciberfetichismo en su ensayo “Sociofobia”, ha dicho en alguna ocasión que Twitter se construye sobre el reparto desigual de atención. Hay miles de usuarios cuyas palabras obtienen una repercusión insignificante y unas pocas cuentas que parecen acaparar todas las interacciones. La economía de la atención hace que el algoritmo premie los exabruptos más indignantes, una estrategia que la extrema derecha ha exprimido con pocos escrúpulos y muchos dividendos.
En este patio escolar gobernado por abusones, no es extraño que algunos nombres se hayan apartado agotados de padecer no solo insultos gratuitos, sino también acosos organizados y amenazas de muerte. Uno se despierta, camina por la calle, se reúne con sus amigos y se da cuenta de que tiende a rodearse de personas amables que hablan con palabras cálidas. Basta echar una ojeada a algunas redes sociales para sumergirse en un universo paralelo de hostilidad ininterrumpida donde cada vez es más improbable encontrar un rastro de humanidad.
El mes pasado, la periodista Cristina Fallarás se retiró de Twitter. Incluso su despedida fue motivo de escarnio entre sus detractores. Ahora recuerdo que perfiles anónimos le remitían fotografías de revólveres junto a mensajes intimidatorios. Después de doce años en Twitter he leído tantas descalificaciones y amenazas que he perdido la cuenta. Me han deseado explosiones. Me han ofrecido un par de balas en la cabeza. Me han enviado imágenes de sacos de cal viva. He despachado todas esas miserias con humor. Pero sé que nadie debería estar obligado a soportarlas.
La semana pasada, Twitter suspendió mi cuenta y pude leer una tonelada de mensajes amistosos, muchos procedentes de este periódico. Los agradezco porque en esta selva adversa solo nos queda la simpatía de nuestra gente. A todas esas personas que quiero y que me quieren les pido una reflexión sobre el papel que hemos concedido en nuestras vidas a las redes sociales. Nunca es tarde para tomar conciencia de que nuestras comunicaciones han quedado al arbitrio de unas pocas corporaciones monstruosas. Que el interruptor está en sus manos. Y que pueden apagarnos y encendernos cuando quieran.