El mundo pobre
La tragedia de París no se resume mediante la simpleza de calificarla como un puro y detestable acto de terrorismo a cargo de una secta integrista musulmana. Definirla así constituye una banalidad por parte del gobierno francés y de la sociedad que hoy llora al pie de la Torre Eiffel.
Es una tragedia profunda que brota de una sociedad al parecer brillante que tiene la raíz podrida y es incapaz de crear nuevas dinámicas en el mundo que lidera. Esa es la gran cuestión. Ese tipo de matanzas tienen lugar casi cotidianamente en Africa, en Extremo y Medio Oriente, en América Latina, en el Mediterráneo. Y de la mayoría de ellas, con resultados mucho más sangrientos, no se hace mención alguna que suscite la menor alarma moral. No hay rosas ni himnos heroicos en torno a esos muertos, que ni siquiera tienen nombre. Son muertos que habitan como sonámbulos una tierra muerta hace ya muchos años. Muertos que se anotan en una contabilidad que al final, de una u otra forma, cotiza en Bolsa como materia prima para el negocio de la guerra. Sin ánimo de hacer frases la realidad es esa. Al gran Occidente, la estructura más poderosa del mundo, sólo le duelen los muertos rigurosamente clasificados.
No son lo mismo los muertos de París que los millones de muertos que abonan los poderosos y lejanos negocios, sea dicho sin intención alguna de crueldad. En París hemos muerto todos nosotros, avecindados en una sociedad segura, rica y respetable que no está hecha para esta clase de muerte. La muerte ha sido expuesta en el gran escaparate. Ahí está el crimen. Disparar una metralleta anónima en París es como rasgar el velo del templo. Y esto no tiene justificación. No importa si los que dispararon venían de un rencor quizá secular, recargado de tragedias cotidianas; un crimen «simplemente» de respuesta. Sé perfectamente que sugerir esto que estoy sugiriendo es ya repugnante porque suena a explicación de una sangre que no cabe en la sociedad luminosa. Pero he de hacerlo si quiero explicar honestamente a mi sociedad «culta, ilustrada e inocente». Porque mi sociedad culta, ilustrada e inocente es la que ha hecho el mundo agresivo de la gran Europa o de la colosal Norteamérica. El mundo provocador que, además, ha de ser respetado sin mirar ni por un segundo si hay sangre en sus manos, abuso en su moral o estafa en su negocio.
Un amigo muy querido y de cuya sensibilidad humana certifico me advirtió sobre estas reflexiones que voy haciendo. «No puedes hablar así ante estos asesinatos de gente que únicamente aspiraba al gozo inocente del bienestar. Se trata, Antonio, de hermanos nuestros». Pensé en la recriminación y callé la muerte de los niños ahogados en el dulce y turístico Mediterráneo, de los subsaharianos hambrientos, de los enredados en el zarzal en que los occidentales han convertido el Creciente Verde, en los cadáveres colaterales producidos por los depredadores del petróleo ajeno, en los que reponen a alto precio lo que previamente han destruido, en los que matan para proteger la democracia hecha con papeles que los muertos sin nombre no saben leer. Miré de soslayo al hermano que me requería fraternalmente al orden y decidí que efectivamente mis verdaderos hermanos mueren en París, en Londres, en Berlín, en Nueva York, en lugares repletos de luz. Los otros son, con mucha suerte, hermanos para el más allá. Son hermanos escatológicos que tienen pleno derecho a la absolución «sub conditione». Pedí, pues, perdón por no respetar la diferencia, mientras al fondo escuchaba, sin embargo, la voz que me gritaba «¡Caín ¿qué has hecho de tu hermano?».
Pero dejemos ya estos sentimientos que han suscitado voces de venganza simple por parte de los grandes dirigentes nuestros y vayamos a cavilar sobre lo que le pasa al mundo miserable en que vivimos. Para los que murieron, la paz; para quienes les mataron, la repulsa. Para todos, el regreso al pensamiento, que es de lo que voy a hablar desde mi poquedad sufriente en este mundo que ha decidido adelantar la gusanera que le aguarda y evitar todo lo que sea vida generosa.
Una vez y otra me pregunto si el hombre actual no está huyendo de sí mismo. En el cruel suceso de París no detecté una voluntad ciudadana dispuesta a responder con entereza a un hecho que debería convocarnos a nuestro deber de un justo autogobierno. La gente huía, lloraba, se escondía en rincones impensables, pero no se plantó con los brazos alzados ante un gobierno que es responsable de muchas provocaciones y un infinito río de sangre. Toda esa gente temblaba y no recordaba en modo alguno a aquellos antecesores suyos que rescataron la calle maltratada por los abusos y la convirtieron en asamblea nacional para ejemplo del futuro. Todos clamaban ahora por la policía, con olvido de años en que fue ignorada la justicia social, la igualdad y la fraternidad. Nadie daba la impresión reflexiva y pesarosa de pertenecer a Estados que han asaltado a pueblos que más o menos vivían en paz y en cuyo seno conspiraron para dividir su alma e incendiar una historia difícil. Más aún, en todos los clamores de la prensa ante la sangre tan cruelmente derramada no detecté ni una sola consideración sobre el mecanismo de acción y reacción ante políticas que siguen animadas por un poder colonial que rebaja todos los días las consideraciones humanas. Uno a estos terribles momentos mi condena de la violencia sea del género que sea, pero no dejo de pensar en la Francia que en otros tiempos supo enfrentarse a gobiernos que burlaban de la dignidad popular y comprometían el honor colectivo. No basta con condenar el crimen ajeno para apuntarse al protagonismo de la moral, la democracia y la libertad. El mundo es algo más que una película de horrores contemplada con rechazo y repugnancia desde el patio de butacas. Y, sobre todo, no es lícito triar entre esos horrores.
El terrible suceso de París ha de provocar una radical autocrítica de la ciudadanía que permite que sus gobiernos sigan siendo el arma de la explotación, la pobreza y la injusticia política. Esos gobiernos que proceden con leyes radicales y métodos excepcionales, también brutales, con el pretexto de que han de ganar la guerra contra la barbarie. Gobiernos que rechazan todos los días el justo reparto de la riqueza mundial, que mantienen en vigor una sociedad de siervos. No acabo de entender por qué hay musulmanes que rechazan el Corán de Mahoma, hecho de igualdad, de paz y de concordia, incluso frente a unos judíos y unos cristianos que les trataron con crueldad, pero tampoco entiendo a quienes, por amores perversos al poder y la riqueza, destrozaron el equilibrio complicado del Medio Oriente para convertir en un campo de ruinas todo un proyecto de situar al árabe en una modernidad compatible con sus creencias religiosas. Y como no entiendo moralmente ninguna de las dos cosas es por lo que pido la resurrección de la Francia que tomó la Bastilla y fue capaz de escribir la letra de la Marsellesa. Y la resurrección del árabe que hizo de El Andalus el modelo de la belleza y la ciencia. Lo que no sea eso se convierte en beneficios bursátiles para los grandes fabricantes de armas. Tal como empieza a indicar ya la Bolsa.