José Ignacio Camiruaga Mieza

El olímpico más que dudoso buen gusto

Me he resistido a pensar y a escribir. Tanta ha sido la insistencia de un buen amigo mío aquí en Pamplona que, al final, me he decidido. Me refiero especialmente a un momento de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de 2024 celebrada en París el pasado 26 de julio.

La Última Cena de Leonardo da Vinci ha sido un pretexto para burlas de mal gusto. Seguramente también aquí se cumple el axioma de Salvador Dali: «El mal gusto es creativo. Es el dominio de la biología sobre la inteligencia».

Una farsa, una verdadera feria de fealdad: trans, gays, bailarines barbudos vestidos de mujer, la Mona Lisa que aparece varias veces en un extraño ir y venir, espectáculos cuestionables, incluidas las diez grandes mujeres evocadas por el ordenador con subtítulos en francés y árabe, hasta la horrenda parodia de la Última Cena de Leonardo en versión drag queen.

Un Cristo disfrazado de mujer obesa, junto a un hombre barbudo con un vestido femenino, mientras que otro, de color pitufo y barba amarilla, está delante de un plato de quesos azules. Incluso hay un cantante semidesnudo en el papel de Dioniso... Este espectáculo de mala calidad suscitó la sacrosanta reacción de los obispos franceses, y no sólo de ellos, afortunadamente.

Sí, un canto a la diversidad donde lo diferente excluye todo lo demás y se vuelve totalitario, omnívoro, apropiándose de cualquier oportunidad para subrayar su estatus ahora dominante. ¿Dónde quedó el deporte con sus valores de hermandad y unidad? Completamente marginal y a años luz de distancia.

Eso sí, nuestros queridos medios de comunicación, estómagos siempre bien agradecidos que siguen obediente y reverencialmente la voz de su amo que les da de comer dictándoles lo políticamente correcto, titulan en primera plana el éxito y la belleza de la ceremonia inaugural.

Los Juegos Olímpicos marcan el triunfo de un régimen que pretende borrar la historia y la tradición, y quizás también al hombre blanco occidental, culpable de todos los males del mundo. No sé, probablemente ni hemos tocado fondo.

El catastrofismo de algunos por el mega espectáculo de París dice que quizás realmente estemos en los últimos días de la humanidad... en el continente europeo. Y si hay esperanza, que yo creo que la hay, reside en el final de la patética tragicomedia de París 2024. Está en la foto memorable de la antorcha encendida bajo la lluvia del penúltimo portador de la antorcha: la leyenda del ciclismo Charles Coste, nacido en 1924, oro en la persecución en Londres 1948. Con él la historia y el paralímpismo (estaba en silla de ruedas) al menos están a salvo.

Dónde queda aquella educada y culta laicidad de la exquisita Ilustración de los D’Alembert, Diderot, Montesquieu, Rousseau, Voltaire…, y su libertad, igualdad y fraternidad.

La esperanza reside en el conmovedor y eterno ‘El himno del amor’ de Edith Piaf interpretado por la revivida Celine Dion que cerró el telón. Estos dos momentos de verdadera «eternité» hacen nacer la esperanza de que todavía hay arte, poesía, amor y espíritu olímpico, incluso bajo la Torre Eiffel.

Las elecciones estéticas personales son personales, y como tales deben ser respetadas, sin embargo y en todo caso, mientras tanto, hasta quizá nos podamos conformar porque, como se suele decir, «lo bueno del mal gusto es que no sabes que lo tienes» (Sam Becker).

La estética es una disciplina filosófica pero también es la capacidad de cada uno de nosotros de reconocer la belleza y utilizarla. Se trata de empatizar con una determinada parte del mundo. Y, un poco como ocurre en el aprendizaje de la música, una cierta predisposición facilita el emprendimiento. Lo que convierte a muchos individuos en artistas. Pero si se necesita formación para comprender la belleza, ¿qué se necesita para reconocer la fealdad?

La cuestión parece compleja. Los filósofos y artistas siempre han definido la belleza a lo largo de los siglos, pero esto no ha sucedido con la fealdad del mal gusto. Para encontrar una posible sugerencia para comprender la fealdad y, específicamente, el mal gusto, nos ayuda seguramente el volumen “Historia de la fealdad” editado por Umberto Eco. Animo desde aquí a su lectura y estudio.

Seguramente también el camino hacia la belleza es personal. En todo caso, yo prefiero lo genuino a lo artificial, conservar lo original, rechazar el postizo. Porque lo «verdadero» es bello y trae consigo una sensación de eternidad. Y la obra de arte de Leonardo da Vinci sobre la Última Cena es más bella que el esperpento de mal gusto realizado sobre esa obra en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos en París.

Alguien dijo que sin ética no hay estética. Seguramente también es cierto el contrario: sin estética no hay ética. Todo pasa, pero no todo queda. Queda la obra de Leonardo da Vinci, La Última Cena, ejecutada entre 1495 y 1498. La burla de los Juegos Olímpicos de París 2024 seguramente no quedará tanto tiempo.

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