El paisaje
El hombre de hoy no tiene paisaje capaz de reinventar vida auténticamente colectiva merced al pensamiento. Es un hombre al que han dejado, ante todo, sin paisaje intelectual.
La civilización en que vivimos constituye el paisaje universal en que la vida del ser humano habla consigo misma y desvela la realidad en que está inmersa. Cuando esta civilización abunda en libertad e igualdad, que manan fácilmente de emplearse una dialéctica abierta y universal, el paisaje humano se hermosea y multiplica repleto de energía y esperanza.
Pero antes de continuar leamos el párrafo que sigue: «Las contribuciones al Estado se eludían tan pronto se disponía de la suficiente influencia. No os compadezcáis, señores jueces, de quien se dice pobre o de quien dice haber hecho muchas cosas por la ciudad. Su contribución a la enseñanza y las artes ha sido miserable. Su nombre fue luego colocado delante de las estatuas de los héroes. Con toda seguridad roban lo vuestro, enriqueciéndose con los bienes del pueblo tras salvarse en el pleito por medio de sus influencias. Cuando por medio de la guerra se enriquecieron los antes pobres el pueblo ya no se enfadaba porque estos truhanes les robaran, sino que se contentaban y agradecían con lo que les habían dejado». Esta denuncia de la corrupción casi constante de los poderosos en el marco de la civilización en que viven no es cosa de nuestra hora, la formuló el ateniense Lisias en el siglo IV antes de Cristo y poco después de la extinguida revolución republicana con que Pericles había devuelto una brillante democracia al pueblo congregado ante el Partenón.
Poco dura la alegría en casa del pobre ¿Te acuerdas España de tu República? ¿Fue así o no fue así como discurrieron las cosas para impedir una nueva construcción del paisaje? Es sumamente sugestivo que España, toda hecha de procesiones, de alzamientos y fusilamientos –el último acaba de realizarse figuradamente con la ejecución y quema festivalera de una imagen del Sr. Puigdemont en el pueblo sevillano y socialista de Coripe para alegrar su anual «Quema de Judas»–; repito: es sugestivo que la España del dogma barroco, del continuado ictus antiliberal, de la cultura secreta antivecinal y de las situaciones excepcionales, se haya adelantado en casi tres siglos a la llamada modernidad filosófica norteamericana encorsetada en el pragmatismo que resumió James en esta frase que repele toda trascendencia: «Una afirmación es verdadera si hace que la persona se sienta objetivamente satisfecha de creerla». Ahora veremos qué hace el juez correspondiente ante el delito de odio que se ha consumado en el Coripe socialista que ha olvidado los huesos masacrados por el levantamiento franquista para dejar que los basureros, en no pocos casos, los basculasen en el vertedero que alimenta a los roedores.
Los españoles de siempre, vueltos a la tentación del fascismo variopinto, regresarán muy posiblemente al aire libre desde Coripe endulzados con unos ripios de Cádiz y unas palabras triunfalistas de la Sra. Arrimadas, la Temia a la que Zeus, en sus devaneos, puso al frente del Destino.
Digo estas cosas tan simples porque cada cierto números de años –con dimensiones muchas veces milenarias– la relación humana con el paisaje o civilización en que habitamos colapsa y produce ese periodo en que como decía Ortega, el colosal psicólogo de la historia, «nos pasa que no sabemos lo que nos pasa». Frase muy usada, pero que la irrelevancia de España en los círculos del pensamiento ha dejado sin desarrollar. Ahora mismo inmensas masas de la sociedad experimentan la viva sensación de haberse quedado irremediablemente sin ese paisaje moral y esperanzador que necesitan para arar con fuerza los nuevos surcos; esto es, sin guía digna. Esas masas viven por ello en un momento cataclismal que produce dos situaciones fundamentales, negativa la primera y repleta de desasosiego la segunda: es decir, una situación de sometimiento destructor al poder determinante o una ira de respuesta que conduce a unos procederes repletos peligrosamente de muerte improductiva, ya que es una muerte sin capacidad de semilla.
El hombre de hoy no tiene paisaje capaz de reinventar vida auténticamente colectiva merced al pensamiento. Es un hombre al que han dejado, ante todo, sin paisaje intelectual. Un paisaje en el que quepa el nuevo Renacimiento surgido de la apasionada cópula entre lo que se desea y la determinación para hacerlo. Pero esto es sumamente difícil si no se lleva dispuesta en la mochila el arma quizá áspera del pensamiento revolucionario, ya que ahora obligan al posible nuevo ser a razonar en el interior de una razón única absolutamente desprovista de dialéctica, lo que le lleva a contactos oscuramente emocionales o a emplear razonamientos autodestructores, ya que se trata de razones que han de funcionar finalmente dentro del Sistema. Una razón sin alma dialéctica solo produce leyes, detritus de la imposición, cuando debiera tenerse en cuenta, como escribe Lluis Duch en su obra “El Padre Nuestro según Lutero”, que la Reforma se produjo porque en el fondo de todo un pueblo actuó el pensamiento ya libre para proceder de acuerdo «con su origen, su situación geográfica y social, la personalidad de sus padres, la religiosidad familiar, su formación escolar y universitaria, la originalidad de su vida…». Pues bien, todos estos materiales precisos para edificar el nuevo mundo permanecen en gran parte de nuestra sociedad embutidos en una «tripa» severamente elegida por el Sistema y su minoría dirigente, que orienta hacia la digestión que destruye a los engullidos con una combinación hecha de crimen, de razones que golpean en su batán y de promesas imposibles materialmente de cumplir dentro de su presente.
Pero seamos «cultos» y repitamos esta «bella» definición de la verdad según el pragmático Dewey, tan válida en España: «Todo nuestro pensamiento no es más que signos y sonidos causados por un mundo material y ciego al que no podemos ni siquiera referirnos; una estéril oscilación de un idealismo lingüístico que está entre una costumbre de moda y un cientificismo que se autorrefuta».