El problema es Llarena, no Puigdemont
He escuchado muchas críticas contra Puigdemont, no solo por parte de la caverna mediática, sino también de personas independentistas vascas o catalanas. Mi respeto a todas ellas, e incluso mi coincidencia en algunas de las razones que esgrimen. Es más, para no sacar falsas conclusiones, quiero expresar mi actitud claramente crítica para con algunas actuaciones poco respetuosas hacia otras formaciones políticas de Cataluña del propio Puigdemont o del partido que dirige. Y, sin embargo, creo de justicia también valorar la actitud de Puigdemont, quien más allá de sus aciertos y errores, es un símbolo de resistencia y confrontación con el Estado. Y estos dos valores son pilares fundamentales para la liberación de las naciones. Mi agradecimiento, además de personal, es por el testimonio de coherencia y firmeza que ha aportado.
Puigdemont, estemos de acuerdo con él o no, para mucha población de Catalunya es y será un símbolo de lucha por su nación, anulada en lo político por los Estados español y francés, y minorizada en su lengua y cultura. Cuando se exilió fue un aldabonazo a nivel internacional. Fue un símbolo vivo de la denuncia ante todo el mundo de lo que pasa en el Estado con las naciones que se rebelan contra el centralismo. Una denuncia para la vieja Europa que sigue sin reconocer en su seno innumerables naciones y culturas oprimidas. Puigdemont, al igual que miles de militantes vascos y junto con todos y todas las presas y exiliadas de Catalunya ha sido un símbolo de la represión salvaje. Toda la judicatura golpista como loca en su persecución buscando la foto-trofeo de Puigdemont detenido, esposado y humillado, y, sin embargo, con su rebeldía, deja en evidencia la actuación antidemocrática de Llarena y compañía.
El simbolismo de Puigdemont adquiere especial relevancia porque son actitudes que no proliferan entre los políticos, y sobre todo con tanta responsabilidad institucional. Hablar es fácil, dar consejos a los otros, sin arriesgar nada personal lo corriente, pero poner en riesgo su comodidad para defender la libertad de la comunidad, es lo más hermoso, es ejemplar. Y la fuerza del simbolismo de Puigdemont estriba en esa persistencia en dicha actitud. Mantener constante el enfrentamiento con los aparatos jurídicos, comunicativos y policiales de todo un Estado durante más de 6 años para una persona que ha sido president de una Comunidad Autónoma de cerca de 9 millones de personas no es cualquier cosa. Por ahora, solo conozco a uno, Carles Puigdemont.
La última aparición en Barcelona y posterior huida que algunos han ridiculizado, yo las catalogo de dignidad y coherencia, porque obedecía a una promesa públicamente realizada de estar presente en la sesión de investidura, impedida de manera claramente antidemocrática por un juez fascista. Me pregunto, ¿acaso estaba obligado a entregarse en manos de un juez prevaricador? Los partidos catalanes han negociado una amnistía aprobada por la mayoría del Congreso, y a los jueces no les debería quedar otra que aplicarla. Llarena sabe y es consciente que la interpretación que hace de «malversación de fondos» es diametralmente opuesta a la de los legisladores y que su actitud es de clara prevaricación.
El Estado español, tras la «modélica» transición política, está sumida en una grave crisis. Pedro Sánchez sabe que tiene que abordar una profunda democratización que pasa por cambios radicales en la propia Judicatura, pero no tiene valentía para semejante apuesta; la izquierda sigue dividida en mil subgrupos y a la gresca; la derecha, tras perder las elecciones, quiere llegar al poder como sea y para ello utiliza a jueces y fiscales antidemócratas para desgastar al Gobierno. En esa tesitura, Llarena es un grave problema porque fomenta el «golpismo» en el Estado. Puigdemont ha evitado una humillación en toda regla a su persona y a toda la nación catalana. Y yo me he alegrado y mucho.
Es cierto que para avanzar en la liberación nacional de los pueblos sometidos es fundamental actuar de manera coordinada entre las distintas fuerzas políticas, sindicales y sociales e impulsar una estrategia unitaria, objetivo en el que deseo que Puigdemont haga su importante aportación reactivando el proceso de liberación que ansía un sector mayoritario del pueblo de Cataluña. Los pueblos necesitan también actitudes simbólicas, personas que ayudan a crear una cierta épica de resistencia a la dominación y valentía para romper moldes. Saber valorar a las personas que aportan esa dimensión también resulta importante, diría que imprescindible, no sea que la diferencia de visiones políticas totalmente respetables oculten actitudes valientes de gran valía simbólica. Actuar guiados por la razón es primordial, pero recordando que las emociones y los sentimientos son también vitales y básicos. Merece la pena subrayar la dimensión épica de los procesos de liberación.