El sonajero
Tengo la sensación de que la muerte de nuestra civilización está denunciada en el fracaso de la política. Una de las expresiones más evidentes de lo que digo es la liviandad con que se producen, se deforman o se mantienen las ideas.
A trancas y barrancas he seguido el desarrollo –anterior y posterior– de las llamadas elecciones que acaban de realizarse, con su final resultado. Ante todo he de decir que me pareció inconveniente que se mezclase en un solo acto la consulta sobre lo nacional, lo autonómico y lo internacional. A un español no suelen caberle en la cabeza tres cosas a la vez. Prueba de ello es, por ejemplo, que a mis connacionales les atrae más la tamborrada de Calanda que la ópera. Les estorban tantos instrumentos. Yo confirmé este viejo parecer mío en ocasión en que asistía a un sólido seminario, dado por un profesor alemán, sobre teología de la emoción. Cuando llegó el maldito turno de preguntas –un día diré a ustedes porqué defino ese turno como maldito– el buen amigo navarro que me acompañaba se alzó de la silla para apelar secamente al conferenciante sobre una cuestión al parecer resolutoria. «Vamos a ver –inquirió alterado mi amigo– ¿usted es católico o no? ». El alemán aclaró que era luterano. Entonces mi amigo me miró mientras volvía a sentarse y me dijo, confortado: «Ya lo decía yo».
Manejar tres sobres a la vez únicamente lo hacen bien los suecos.
El caso es que tras el escrutinio el país se ha visto colapsado por una avalancha de acrónimos que casi nadie sabe descifrar, con lo que se hace materialmente imposible para el ciudadano de infantería conocer quién ha triunfado en las urnas. Con papel, lápiz y absoluta reverencia yo intenté desentrañar las siglas –sobre todo las correspondientes a los presuntos y nuevos idearios– y llené, sin resultado, un montón de papeles para determinar el nombre político de quienes en el futuro me subirán los impuestos. Pero desistí por incapacidad de mi intención e hice con las cuartillas emborronadas unas apretadas bolas que arrojé a la papelera metálica que lógicamente completa mí estudio. Cuando la señora que me ayuda en asear mi despacho alzó el contenedor, este emitió un leve alboroto de sonajero. Fue entonces cuando concluí que quienes habían ganado las elecciones eran los fabricantes de sobres.
Yo tengo la sensación de que la muerte de nuestra civilización está denunciada en el fracaso de la política. Una de las expresiones más evidentes de lo que digo es la liviandad con que se producen, se deforman o se mantienen las ideas, que es como ahora se intenta seguir denominando a esas emburriantes manifestaciones que se hacen a los periodistas o se expelen en los mítines. Dejo aparte el afán que tienen los líderes por convertir en ideología la estilización de su vestimenta, la multiplicación de su sonrisa o la muestra descarada de una dentadura que a mí me hace temblar por parecerme una amenazadora determinación de antropofagia. Todo esto de mi escepticismo me recuerda la orfandad de ideas que expresa la letra de una jota aragonesa que transmito sin reserva dada su intención puramente folklórica: «Mira si tengo talento/ que he puesto una casa putas/ frente del Ayuntamiento».
Esta civilización, repito, se acaba. Yo ya he dispuesto que me entierren bajo una losa que resguarde mi arcilla lo que me garantizará un anonimato que, sin embargo, conserve en el salmo la devoción joven de un anciano que anduvo siempre con la mochila al hombro de su cristianismo comunista: «Tuyos son el poder y la gloria. Tuyo es el Reino». ¡Oé, oé!, que aquí sí que vale. Espero que cuando suene la trompeta de la resurrección, ojalá no sea muy temprano, Él me haga, sin discursos de papel mal leído, concejal de algún pueblo chacinero. Porque uno no da para más, ni mucho menos.
Pues volviendo a la cosa. Espero que la procesión política de los líderes actuales acabe felizmente y den fin a la lista de espera en los esforzados hospitales de la Seguridad Social, porque el costadillo izquierdo me da unas punzadas de órdago a la mayor. No sé si lograré la mejora señalada, porque estos políticos se parapetan en el ateísmo progresista, lo que al parecer les releva de todo invento que no sea el de andar en avión para arriba y para abajo y consumir el tiempo restante en hacer cuentas con el fin de saber si quedará algún remanente en la compra de un talgo para comunicar a Cascalconde con Mierdambute.
A todo ello quiero sugerir la reavivación del brillante himno de las juventudes de la Ceda, formada por muchachos –los «camisas verdes»– muy en la imagen del líder de Ciudadanos; himno que decía, si memoria es capaz de recuerdo, lo que sigue: «¡Adelante con fe en la victoria./ Adelante a vencer o a morir!/ Nos espera la luz de la gloria/ porque está con nosotros la historia./Con nosotros está el porvenir…» La letra creo que era de José María Pemán. Como es sabido la CEDA era el acrónimo de Confederación Española de Derechas Autónomas.
Al escribir lo que antecede he repasado mentalmente las afirmaciones más elementales de la cosmología, como la que sienta que el universo es esférico. Como la política. Pero ahora hay cosmólogos que sientan que el universo también puede considerarse plano. Como la política.