Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El Sr. Rajoy es más Rajoy que ayer, pero menos que mañana

«Este año será mejor que el pasado, pero será peor que el que viene» es la frase pronunciada por Mariano Rajoy en la convención regional del PP, que sirve de punto de arranque a esta reflexión. Rechazando el trasfondo «entre místico y ascético» de esta sentencia, Alvarez-Solís afirma que el futuro solo es aceptable «cuando se cimentan susposibilidades de un modo decente».

El alma fallera valenciana actúa permanentemente. Tal maravilla de la jocundidad mediterránea debe lograrla el espíritu del ninot indultado de la cremá. Ese espíritu es el que muy posiblemente invadió al Sr. Rajoy cuando se fue a Peñíscola para presidir la convención regional del PP. Allí, quizá asistido por el terco espíritu del Papa Luna, concibió esta imagen de esperanza acerca de la situación española: «Este año será mejor que el pasado, pero será peor que el que viene». Yo imagino a los asistentes, ya desentendidos del discurso, entregados a buscar al cazador en la imagen trucada del árbol dibujado en la página de los acertijos, como solíamos en mi tiempo.


Y el Sr. Rajoy sentenció: «Los esfuerzos que está haciendo la sociedad española hay que hacerlos de manera intensiva y las recompensas llegan poco a poco». ¿Por qué esa seguridad en que llegarán esas recompensas, como afirma el jefe del Gobierno? Porque hay fe, que según el catecismo del Padre Astete es creer lo que no vemos. Recuerdo a un pegadizo y redicho acompañante de mi padre cuando iba sacando adelante un periódico que le entregaron casi con rigor mortis: «Mire usted, director, es seguro que sus éxitos irán tomando excremento». Ante todo, seguridad. Una de las cosas que más preocupaban a Franco era que los españoles debatiesen dubitativamente los resultados del Régimen en vez de leer los periódicos nacionales. Yo, por ejemplo, tomaba mi yogourt diario con la confianza puesta en la leyenda impresa en los envases: «Este yogourt está elaborado con la mejor leche de nuestros ganaderos». Lamentablemente esa frase tan confianzuda ha desaparecido.


Hay que creer con firmeza y sobre todo seguir el consejo del registrador de la propiedad que nos gobierna: «No les hagais caso a quienes creen y dicen que todo va a ir mal». Quizá sea derrotismo que la gente no se anime al saber que a las puertas del verano el paro ha disminuido en cien mil personas, pero muchos ciudadanos advierten que esta discreta mejoría se debe al factor estacional. Otros se empecinan en decir que los nuevos contratos son de una temporalidad «destrempante», como dicen los catalanes. Es verdad que las contrataciones indefinidas expresan un porcentaje desalentador. Normalmente cuando las cifras se facilitan en bruto –los cien mil nuevos empleos, por ejemplo– no son fiables a fin de hacer un cálculo sólido de futuro, pero la situación debe  considerarse en bruto, que es lo que anima a la población civil. Cuanto más bruto, mejor.


Hablar de las mejoras que nos aguardan el día de mañana es un recurso significativamente español. Esa afirmación tiene un trasfondo religioso, entre místico y ascético, muy preocupante por su escaso valor humano. Gobernar constituye una tarea para el aquí y el ahora. El futuro no puede constituir una estación de llegada tras un interminable viaje repleto de angustia sino que ha de brotar de un presente justo y razonable. Mis nietos no se merecen un abuelo masacrado por el Gobierno actual. Si lo aceptasen equivaldría a vivir encanalladamente por parte de los nietos. A veces las promesas de futuro resultan de una turbiedad indignante. Confiar, por ejemplo, en que la banca va a prodigar mañana el crédito cuando esté saneada resulta de un infantilismo inexplicable. Es imposible una banca saneada en una economía como la actual. La banca, con sus actividades especulativas, ha producido el descarnamiento moral de nuestra sociedad. Durante el franquismo un grupo de economistas honrados publicó un libro colectivo, bajo un pseudónimo individualizado, en el que se preguntaban acerca de la calidad ética del Banco de España, que ganaba dinero cuando la cosecha de trigo era buena y ganaba mucho más cuando la cosecha era mala.


«Sanear» la banca del neocapitalismo o tardofascismo equivale a prolongar la destrucción de las masas trabajadoras. Incluso el actual gobernador del Banco de España ha llegado a decir que la salvación ante la quiebra social en que vivimos ha de apoyarse en la supresión del salario mínimo, que llega poco más allá de los seiscientos euros. Esta desvergonzada idea, que reviste perfiles punibles por lo que tiene de atentado a la salud pública, es la que está en el fondo de la gran política europea comandada por Alemania y seguida puntualmente por el futurista de la Moncloa.


Todos los expertos honrados, y alguno hay, saben que el drama actual está producido por una concentración suicida de la riqueza y por una capacidad irracional e inútil de producción en manos de tres o cuatro grandes potencias. Pero a estos expertos se les mantiene en una situación de marginalidad tanto en la esfera política como en el mundo de la comunicación. ¿Quién atiende al argumento sensato de que el Sistema ha revertido en una agresión intolerable al mundo que contiene? Una parte notable de las masas está enajenada por ideologías que han cegado el horizonte de la razón hasta reducirla a la marginalidad de la violencia. Se trata de millones de ciudadanos que aún creen en lo que dice el Sr. Rajoy: «Este año será mejor que el pasado, pero será peor que el que viene». Y mientras tanto hagan como el trabajador hambriento de la postguerra del 36: «Lo de comer lo vamos superando al hacerlo a la carta; mi padre baraja y al que le toca el as de oros, come».


El futuro solo es aceptable cuando se cimentan sus posibilidades de un modo decente. En primer lugar han de quedar al margen de la construcción del porvenir todos aquellos que han producido el drama que vive el mundo del trabajo. Es una cuestión de higiene básica; de coherencia moral. No vale que los tales –los banqueros y los grandes empresarios– traten de implicar a los ciudadanos corrientes en el surgimiento de la tragedia. La acusación de un consumo inapropiado por parte de las masas es una acusación deleznable. El ser humano es un consumidor por naturaleza. Y por ello es también un trabajador nato. Es más, el trabajo y el consumo son las verdaderas fuentes del capital. El capital no lo facilita el capitalista, que considera el dinero como un bien propio puesto a disposición del consumidor mediante el circuito de un maltratado trabajo. El capitalista detrae ese dinero de algo tan elemental como es el esfuerzo colectivo. Si se me permite el apoyo en el mito les diré que Dios no expulsó del paraíso a una pareja de banqueros o grandes empresarios sino a dos trabajadores.


Digo todo esto porque, entre otras cosas importantes, en el nuevo sistema social habría que determinar con nítida claridad qué perfil ha de tener el empresariado, si público o privado. Si atendemos a las dos fuentes que crean la riqueza dinámica, el trabajo y el consumo, parece evidente que la función empresarial habrá de revestir una función de carácter público, como trabajo, quizá, de alcance singular. Se trataría de ciudadanos dedicados a la creación de bienes mediante unos recursos monetarios de origen o sustancia colectiva. Todo esto aparejaría un cambio social muy relevante en cuanto se refiere a la moral económica.


Pero hablábamos del Sr. Rajoy porque es lo que toca. El año que viene solo podría ser mejor si fuera un año de los ciudadanos.

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