El sueño de Dios
Son varios los temas que desgrana el autor en este texto en el que, como él mismo reconoce, lo mezcla todo porque «así me lo dan, mezclado». El Sínodo de los Obispos y el sentido de la palabra congregación con su sentido «horizontal» frente al de Iglesia; la esperanza en el mundo cristiano y los valores o fuegos que, dice, «debieran calentar a la humanidad: la igualdad, el respeto a la admirable personalidad del otro; la lucha contra el hambre o el dolor...». Y así llega a terrenos más íntimos, al confesar que «uno vive siempre muy confuso acerca de lo que sea la vida como bien vivible. Por tanto, uno necesita que tengan fe en él».
N unca creí que Dios hubiera aprendido a fabricar hombres en una facultad de ciencias empresariales. Quizá por ello eligió a Pedro, un pescador, como mecánico de las almas. Alguien que reparase las averías, incluso las propias, mediante el sencillo método de prueba y error.
Nunca creí que Dios dictase constituciones ni que inventase las cruzadas de los reyes.
Nunca creí que la admirable mítica religiosa contuviese la verdad histórica en sí misma sino que constituye el código permanente de señales para transmitir los valores indelebles de la paz y la justicia al entendimiento humano de cada hora.
Nunca creí que desde lo inexplicable se nos hubiera reglamentado el alma sino que desde lo insondable nos imprimieron en ella los dos únicos componentes para que elaborásemos la evolución correcta de la existencia: la libertad y la esperanza, las dos únicas sustancias nucleares para que, pese a todo, sigamos siendo.
El Papa Francisco me obligó a sumergirme de nuevo en todas estas viejas certezas mías cuando recomendaba a sus hermanos los obispos, desde el portal del sínodo de Roma, que estuvieran atentos a la percepción del «olor de los hombres de hoy» (…) para «no frustrar el sueño de Dios».
En ese sínodo van a tratarse cuestiones que afectan profundamente a muchos cristianos para reintroducirlos en la congregación eclesial. Me gusta denominar así, congregación, reunión cálida, a la reconstrucción del colectivo, más que hablar de Iglesia con una, tantas veces difícil y áspera, seguridad catequística. Congregación: juntar, reunir. Suena bien; posee horizontalidad. Entre las cosas a tratar en el sínodo, quizá muy importantes en el siglo, está el conflicto que tienen las parejas que, sin matrimonio canónico por medio, desean conservar su comunión con los hermanos. Una comunión alegre y tenaz que impregne toda la profunda e inconcreta dimensión del espíritu. Y hablo de «inconcreta dimensión» porque el espíritu es esa gota que únicamente puede conservarse si pertenece al río. Es decir, en el sínodo se va a hablar de amor.
Hay días que me levanto monje y me dedico a cantarle himnos al sol. No se trata hoy de que me suba al árbol de las teologías, aunque si eso hicieran los economistas científicos, otro gallo nos cantara. Al fin y al cabo la Economía nace del fracaso de la Teología, esa distinta contabilidad de los panes y los peces.
Creo que encender una esperanza en el mundo cristiano, una sola, equivale a reavivar los demás fuegos que debieran calentar a la humanidad: la igualdad, el respeto a la admirable personalidad del «otro», la lucha contra el hambre o el dolor… Reconocer que el amor humano es un milagro escaso y que es hoguera chica que debiera soplarse mirando al cielo porque quizá allí no tienen registro civil; reconocer eso, repito, suscita una ampliación de la libertad en todos los sentidos, cosa siempre honesta y recomendable. No rechazo los ritos si constituyen una muestra de compromiso libre, si me ayudan a asomarme a mi alma, pero me rechinan si acotan un territorio que, al parecer, solamente resulta habitable si lo cautiva la ley. (Cautivar. Primer sentido: «Aprisionar al enemigo en la guerra, privándole de libertad»). Enemigo, guerra… ¿Acaso cabe eso en la teología de la fe? ¿Es eso lo que guarda el orden y la justicia?
Uno vive siempre muy confuso acerca de lo que sea la vida como bien vivible. Por tanto, uno necesita que tengan fe en él, que le inciten con suavidad hacia el pensamiento acerca de lo que significa su existencia. La dimensión de la fe es más que una herramienta eclesial, es incluso más que algo concreto sobre algo concreto, es, creo que fundamentalmente, sentir al «otro» como la expresión de nuestra existencia. De alguna manera la fe es una especie de inocencia y frente a ella no valen las condenas pretenciosas sino un largo diálogo guardado entre las páginas de un amoroso silencio. Pero esa fe hay que justificarla. Esa fe ha de estar limpia de odio, de dominación, de sangre.
En un mundo que está a punto de estallar, son muy visibles ya las fumarolas y el trueno del volcán, es necesario que los seres humanos ejerzan con energía la facultad delegada que tienen para crear sociedad. Se trata nada menos que de hacerse cargo de la propia responsabilidad como administradores de unos bienes de los que tienen el usufructo, porque la propiedad pertenece a la larga cadena de quienes han de habitar soberanamente una historia que hoy les ha sido hurtada con palabra maliciosa y fuerza criminal. ¿O acaso no hay crimen en el hambre, en la privación de la comunidad de bienes, en la transferencia de la razón a la minoría que nos deja sin lenguaje? La ley se ha vuelto perversa, la ciencia no busca el bien universal, las iglesias construyen castillos en la arena, las instituciones han cerrado las puertas a sus auténticos propietarios y los dirigentes se reparten las almas mediante unas urnas que han llenado de antemano. No se trata de una visión apocalíptica sino de ver la realidad desde los ojos de un hombre puesto en pie. No nos atribuyan apocalipsis desde el apocalipsis. En la mítica religiosa se han introducido también páginas peligrosas, entre ellas la que nos niega mirar atrás para evitar la conversión en estatuas de sal.
Todos los días, cuando abro los ojos, me encuentro con la palabra de un cultivador de adormidera. Los cultivadores de adormidera tienen sus pequeñas tiendas desde las que distribuyen el gran producto multinacional. Ayer o anteayer –da igual el día porque vivimos el fenómeno sorprendente de vivir en uno solo, con lo que el hombre ha perdido su olor– leía las declaraciones del ministro español Sr. Fernández en las que afirmaba que los abusos que están apareciendo son cosas «del pasado» y que al revelarse «todos en el mismo momento dan la sensación de un estado de corrupción generalizado que no se corresponde con la realidad del país». Póngame usted un cuarto de kilo de adormidera, señor ministro, porque estoy como el poeta ante el cadáver de Sánchez Mejías: «¡Que no quiero verla!/ Dile a la luna que venga/ que no quiero ver la sangre/ de Ignacio sobre la arena». Mientras, vamos destruyendo el sueño de Dios y la imagen del apocalipsis es destruida por los antidisturbios. Y todo se llena de ley, de orden público, de catecismos con la frase sobre escrita: «Es una publicación del Gobierno de España». Y en Francia pasa lo mismo. Y en Inglaterra. Y en… Habrá que regalarle al Papa Francisco otros zapatos porque le queda aún mucho camino.
–Usted lo mezcla todo.
–Así me lo dan, mezclado.
–Pues habrá que imponer más orden.